El sótano
Thomas Bernhard
Anagrama. Barcelona, 1984 (143 p.)
Como está descatalogado, compro el
libro por internet, de segunda mano la primera edición en español, completando
así la colección de la autobiografía de Bernhard, su segundo libro en orden cronológico
y no sé si el que más me ha gustado de los cinco que la forman. Tal vez porque
la habitual amargura del autor se torna en destellos de felicidad cuando el
protagonista decide ir en “la dirección opuesta” a la que llevaba hasta ahora,
salir, escapar, huir del instituto y por tanto de la tortura de la infancia y
elegir y encontrar su propio camino, en la dirección opuesta, donde estaba el
sótano, que es la tienda de comestibles que le admite como aprendiz de tendero,
el momento en el que se sintió útil porque quiso ser útil y se apreció su
utilidad, igual que antes sólo se apreciaba su inutilidad. En la dirección
opuesta encuentra a los “otros hombres”, no los del centro de la ciudad, sino a
los hombres que habitan el poblado de Scherzhauserfeld, los que años más tarde
encontrará, cuando ejerza como cronista de tribunales, delante del juez, “los
jueces enemigos de la inteligencia y de los sentimientos” (p. 18) que destruían
la vida y la existencia de los parias de ese poblado, “los más pobres y más desamparados
y más degenerados y más enfermizos y más desesperados” (35). La vida y la
existencia del autor, el protagonista, el autobiografiado ha molestado siempre,
ha irritado con la voluntad del aguafiestas que llama la atención sobre “hechos
que molestan a irritan” (37), ahora en su época de aprendiz transcurre la época
más feliz de su vida, en el sótano que era la antesala del infierno o el
infierno mismo, en el poblado de Scherzhauserfeld, cuya verdad nos comunica
como un deseo de verdad, “la vía más rápida para la falsificación y el
falseamiento” (39), porque no corresponde a la verdad, la verdad que en
absoluto es comunicable, a pesar de que nunca ha renunciado al intento de
comunicar la verdad.
“Lo que importa es si queremos mentir o decir y escribir la verdad, aunque jamás pueda ser la verdad” (40), escribir verdades como que su abuelo le enseñó a estar solo y vivir para si mismo, mientras que Podlaha, el dueño de la tienda del sótano, le enseñó a convivir con las personas, en el poblado de Scherzhauserfeld, donde aprendió a tratar a la gente, a aprender de la gente y a evadirse por medio del trabajo que le hacía feliz, de la melancolía y el hastío, “las características más acusadas del ser humano” (74), alejándose al mismo tiempo de la libertad, que el hombre no ama a pesar de lo que diga, pues nunca sabe qué hacer con la libertad, por ejemplo, los sábados por la tarde y los domingos, momentos en el que surgen las enfermedades por haberse alejado de sus ocupaciones del resto de la semana, de la disciplina, “condición previa para avanzar día tras día, poner orden ininterrumpidamente no sólo en la propia mente sino también en todas las cosas pequeñas y muy pequeñas” (90). A pesar de la convicción de que “todo hacer es un hacer sin sentido” (127), sólo encuentra su camino mediante un día reglamentado, para ser capaz de ser, explicándose la existencia como “única posibilidad de hacerle frente” (129), al lugar común que es la vida, lugar donde “somos continuamente seres arrojados por los otros” (130). Vivir sin esperanzas de una “visión clara de los hombres, las cosas, las relaciones, el pasado, el futuro y así sucesivamente” (131), una realidad habitada por dos existencias, la más próxima a la verdad y la fingida, las dos que si no hubieran pasado realmente, las “hubiera inventado probablemente para mí, llegando al mismo resultado” (131). Eso es todo.
“Lo que importa es si queremos mentir o decir y escribir la verdad, aunque jamás pueda ser la verdad” (40), escribir verdades como que su abuelo le enseñó a estar solo y vivir para si mismo, mientras que Podlaha, el dueño de la tienda del sótano, le enseñó a convivir con las personas, en el poblado de Scherzhauserfeld, donde aprendió a tratar a la gente, a aprender de la gente y a evadirse por medio del trabajo que le hacía feliz, de la melancolía y el hastío, “las características más acusadas del ser humano” (74), alejándose al mismo tiempo de la libertad, que el hombre no ama a pesar de lo que diga, pues nunca sabe qué hacer con la libertad, por ejemplo, los sábados por la tarde y los domingos, momentos en el que surgen las enfermedades por haberse alejado de sus ocupaciones del resto de la semana, de la disciplina, “condición previa para avanzar día tras día, poner orden ininterrumpidamente no sólo en la propia mente sino también en todas las cosas pequeñas y muy pequeñas” (90). A pesar de la convicción de que “todo hacer es un hacer sin sentido” (127), sólo encuentra su camino mediante un día reglamentado, para ser capaz de ser, explicándose la existencia como “única posibilidad de hacerle frente” (129), al lugar común que es la vida, lugar donde “somos continuamente seres arrojados por los otros” (130). Vivir sin esperanzas de una “visión clara de los hombres, las cosas, las relaciones, el pasado, el futuro y así sucesivamente” (131), una realidad habitada por dos existencias, la más próxima a la verdad y la fingida, las dos que si no hubieran pasado realmente, las “hubiera inventado probablemente para mí, llegando al mismo resultado” (131). Eso es todo.
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