Un niño
Thomas Bernhard
Anagrama. Barcelona, 1987 (159 p.)
Hay autores que siempre están ahí,
esperando a ser leídos, el momento propicio en el que uno, llevado por un
artículo, una efemérides o un premio, decide que ha llegado el momento de
acercarse a ellos, de empezar a leer una obra por todos reconocida y en la que
tanto anhelas como temes introducirte. Esta autobiografía sin más puntos y
aparte que los obligados para separar un volumen de otro, de los cinco que
componen la serie, es la historia de la vida de Thomas Bernhard desde que
empieza a existir hasta los diecinueve años, cuando abandona el sanatorio de
Grafenhof. Este volumen es el primero de la biografía, pero el último que
escribió de la serie, a modo de capítulo que marca el principio y el final a la
vez, que echa el cierre al círculo de lo que parece ser un continuo, eterno
retorno. Es el estilo que atrapa desde la primera línea, la frase larga que
reitera lo dicho, que una y otra vez vuelve atrás, a la palabra escrita o la
frase que añade una expresión más a lo ya dicho, con intención de que no se
pierda el hilo, la sucesión de lo ocurrido que vuelve sobre sus pasos para que
no se olvide, que se repita y avance a la vez, atrás y adelante con la
minuciosidad, la precisión y la claridad que exige la exposición del drama, la
narración de la vida acontecida en medio de la más terrible historia del siglo
XX. La envolvente historia que reconoce que “los abuelos son los maestros, los
verdaderos filósofos de todo ser humano, siempre descorren el telón que los
otros cierran continuamente” (p. 21), que enseña a Bernhard, su abuelo le
enseña que a pesar de que “todo el que vende algo que no existe es acusado y
condenado” (46), la Iglesia
vende a Dios con absoluta impunidad, y que la escuela “era una asesina de
niños” (47), donde se envía a los hijos “para que se vuelvan tan repulsivos
como los adultos que encontramos a diario en la calle” (47).
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