Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

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domingo, 3 de febrero de 2019

El otoño de la casa de los sauces



El otoño de la casa de los sauces
Fulgencio Argüelles
Editorial Acantilado. Barcelona, 2018


                Podría considerarse casi un subgénero literario aquellas obras en las que, transcurridos unos años, se reencuentran unos personajes que tuvieron una relación en el pasado. Suelen convocarse para celebrar un acontecimiento o una efeméride, dedican unos primeros momentos a recordar los tiempos vividos y, después de desvelarse algún secreto o surgir una cuestión no resuelta o que parecía ya olvidada, normalmente todo acaba como el rosario de la aurora. El esquema se amolda bien con la estructura de las obras dramáticas, ya sean en forma de representación teatral o cinematográfica.
Esa cualidad dramática parece estar en el origen de “El otoño de la casa de los sauces” (Acantilado, 2018), obra que Fulgencio Argüelles (Aller, 1955) escribió primero para ser representada y que ahora nos ofrece en forma de novela. La diferencia con ese tipo de obras que podríamos llamar de “reencuentro” es que el conflicto que va a surgir entre los personajes y que de forma inevitable desembocará en un desenlace plagado de disputas, aparece ante el lector ya en el primer capítulo, cuando se nos presenta a Zígor –el hombre que ha invitado a sus antiguos compañeros a pasar el fin de semana en su casa señorial- como un enfermo terminal y a los convocados como viejos camaradas de un comando terrorista. De ahí que, desde el principio, asistamos a esa dramática condición que une a los personajes y al anuncio de la sorpresa -no desvelada hasta el final de la novela- que les tiene preparada el convocante que ya ve cercana su muerte. 
Fulgencio Argüelles
 La situación, sumergida bajo una sospechosa atmósfera acotada en un tiempo y un espacio muy determinado, es propicia para que los personajes, lejos de ser presentados como héroes de tiempos convulsos, se sientan obligados a exteriorizar, junto a la íntima traición a su pasado infame, las miserias que acarrea el cotidiano vivir y el sobrevenido horror de tener que enfrentarse de repente a su propia muerte. Personajes que, encerrados en un forzoso psicodrama, deben dejar a un lado “el bálsamo de los deseos” para traer también a la memoria aquello que no quieren recordar, asumiendo que, a pesar de que por pura supervivencia “el dolor no se recuerda”, sí permanecen el tiempo y el espacio donde surgió, y sobre todo “las manos que lo provocaron”. Se les revela entonces, cuando la amenaza de la propia muerte despierta en ellos aquellas voces que durante años permanecieron en la sombra, la obligada expiación de la culpa por el sufrimiento causado, imperiosa necesidad a la que cada uno de ellos se enfrentará de desigual manera, pero al final cayendo en la certeza, expresada en la agonía de Zígor, de que “morir es un fracaso, pero matar es un fracaso más grande”. 

En esta magnífica novela se despliega la maestría literaria a la que nos tiene acostumbrados Fulgencio Argüelles. A esa fluidez narrativa con fraseo de largo aliento, a la habilidad de insertar sin guiones los diálogos en el párrafo, a la elegancia de una prosa poblada de sugerentes imágenes –“El atardecer estaba caluroso y azul, como una magulladura”-, a la inteligente imbricación de los sucesos y las tramas de la ficción en una realidad sin fechas ni lugares reconocidos o a la inusitada profundidad moral que siempre confiere a su obra, se añade ahora el labrado perfil de unos personajes –su pasado, sus vivencias, sus emociones, su vida actual, sus deseos, sus miedos, sus relaciones…- que, tras ser obligados a convivir en el desamparo, estarán condenados para siempre a huir de ese doloroso, insufrible “reencuentro” consigo mismos.

(Publicado en la revista digital Literarias el 3 de febrero de 2019)

https://www.escritoresdeasturias.es/literarias/resenas/la-ultima-novela-de-fulgencio-arguelles.html 


viernes, 5 de mayo de 2017

El triunfo de la palabra


Reseña  que el escritor David Fueyo ha publicado en la revista digital Literarias sobre mi libro de relatos Ingenio lego. 5 de mayo de 2017


Dice el escritor Eloy Tizón, —quizá uno de los que más ha teorizado sobre el cuento en los últimos años— que todo aquel que no se pliegue dócilmente a los dictados del mercado debe ser consciente de que no va a tenerlo fácil; ha escogido un camino en rampa, áspero, lleno de dificultad y con muchos escollos. Ese es la senda elegida por Marcelo Matas a la hora de llevar a cabo su Ingenio Lego, la del triunfo de la palabra sobre cualquier otra consideración, —mercantil, estilística o simplemente dejándose llevar por las modas— fuera de lo meramente literario.
Conozco a Marcelo, sé de su sensibilidad con el cuento infantil, de hecho tuve el placer de presentar El niño que se convirtió en coche (Juglar, 2015), un cuento para contar y disfrutar en familia, accesible y a la vez delicado. Lo compartí con niños y comprobé que disfrutaban conmigo; sin embargo he de confesar que no me esperaba la profundidad, complejidad y delicadeza que el mismo autor iba a sugerirme apenas un año después con éste, su Ingenio Lego, aunque durante el tiempo que le conozco puso ante mi diversas pistas de este talento literario en forma de cuento corto en varias antologías en las que participamos ambos, promovidos por la Asociación de Escritores de Asturias (Pravia con todas las letras, Mina de palabras, u Oviedo, libro abierto). Ahora me doy cuenta de que, de un coleccionista de Quijotes como es Marcelo, puedes esperar —literariamente hablando— cualquier asombrosa aventura literaria. 
Contraportada de "Ingenio lego"

Ingenio Lego, impecablemente editado por la Diputación de Salamanca, contiene catorce cuentos que van desde el monólogo interior hasta el lenguaje cervantino, del humor al desasosiego, de la prosa poética sin ni un solo punto seguido a la transcripción oral del lenguaje del pueblo, sus chascarrillos y sus muletillas, consiguiendo así la obra ser una polifonía llena de escollos bien superados muy lejos de lo que Tizón busca para el cuento moderno —picante, con cierta acidez, veloz y ligero— pero por encima en calidad y equilibrio de mucho de lo que se publica hoy en día.
Los catorce cuentos sugieren. Creo que ese es “El Piropo” con mayúsculas que puede definir un buen cuento. Desde el impresionante relato que da nombre al volumen, en el cual Marcelo parece tomar la pluma encarnado en un noble que, siguiendo escrupulosamente el tono cervantino, dice que prefiere ser olvidado que reconocido a pesar de conocer a Cervantes e incluso haberle regalado sus propios versos para que este pudiera conformar su prestigio en el futuro, —sencilla y retorcidamente lúcido— hasta el humor de guante blanco presente en Cuento de Navidad, una historia cotidiana que nos lleva un paso más allá en la vida de un soldado.
Hay lugar para la metaliteratura y el olor a librería de viejo, fonda y paraíso de aquellos que creemos que los libros son un tesoro, máxime si son encontrados entre un montón de saldos amarillentos o, mejor aún, en un contenedor de basura (Agua de palabras y Gesticulan voces). También para el monólogo, para el cuento torrencial (La casa en el camino de los juegos y el impresionante Al final el silencio, con el que se cierra el volumen), para la luz y la esperanza de dos enamorados unidos en todo menos en dimensión, —él en la real, Clarín, y ella, Ana Ozores, su creación, en la literaria—, y para la oscuridad, la venganza y la crudeza (Por la piel y El peluquero zurdo), historia (Rubén Darío se lava con Heno de Pravia), vida como trayecto (La vaca Jueves) y la muerte que en el fondo es un viaje de ida sin retorno, (El regreso, y vuelvo a citar otra vez Al final el silencio).
Los catorce cuentos están trabajados con la paciencia y precisión del orfebre. No hay escritura rápida, no hay prisas, no hay estruendo ni alharaca, tampoco extraños artificios ni Deux ex machina. El camino es en rampa áspera, pero sabe a dónde llevarnos: literatura pura y consistente, juego canónico donde no hay un canon preestablecido más allá de poner a funcionar las palabras con una cuidadosa fascinación por el lenguaje. Ingenio Lego no podría ser escrito por alguien que no ama la literatura y la comprende como vehículo de belleza y emoción. No podíamos esperar otra cosa de un coleccionista de Quijotes.  Otro triunfo para la palabra que a buen seguro sabrá saborear el avezado lector.


https://www.escritoresdeasturias.es/literarias/resenas/index.html

miércoles, 17 de febrero de 2016

Prohibido penetrar a personas no autorizadas


ESTILO RICO, ESTILO POBRE
Luis Magrinyà. Debate, Barcelona, 2015



         Todo escritor es un crítico literario. No hay otra manera de afrontar la escritura -al menos para quien no se guía por los postulados mercantiles que dictan algunas editoriales- que partiendo de un criterio propio sobre cómo articular todo el entramado del que se sirve el arte de la narración: el comienzo del relato, el punto de vista, el espacio, el tiempo, la estructura narrativa, los personajes, el lenguaje, el final de la novela, etc. Cualquier escritor que presuma de serlo debe decidir cómo abordar todos estos aspectos sobre los que se sustenta la novela y, lo más importante, cómo armonizarlos para que pueda aspirar a ser una obra de arte. Por ello, algunos autores (David Lodge con “El arte de la ficción” o Vargas Llosa con “Cartas a un joven novelista”, entre otros) han querido aportar su propia visión al respecto, con el sano propósito, además, de poder servir de orientación para el resto de escritores.

         En esta línea se publica ahora “Estilo rico, estilo pobre” (subtitulado con el demasiado pretencioso “Todas las dudas: guía para expresarse y escribir mejor”) del escritor y editor Luis Magrinyà. Sin embargo, su intención no es ocuparse de la particular artesanía que precisan los términos técnicos apuntados más arriba, sino que se centra en los aspectos puramente lingüísticos, pues -para el autor de este libro- “pensar la lengua es la primera condición del estilo”. Concebido precisamente el estilo como “la identificación de lo prescindible”, de lo que no se dice o se elimina, Magrinyà defiende que, a pesar de que a los escritores se nos ha enseñado que no está bien repetir, a menudo es mejor volver a poner la misma palabra antedicha que forzar el uso de un sinónimo que chirría. Esto ocurre, por ejemplo, con verbos de uso muy frecuente como ir, ser, decir, tener, hacer o entrar, de manera que, al no vencer la tentación de sustituirlos, se puede caer en malentendidos del tipo “Prohibido penetrar a personas no autorizadas”. Así, el escritor que se esfuerza en desplegar un “estilo rico”, se exige a sí mismo el uso de unos pretendidos “verbos finos” que, más que elevar el rango de la escritura, pueden llegar a ridiculizarla con expresiones como poseo caspa, realizar limpiezas o acude al cine. Se fija Maginyà en términos que se reproducen en los textos casi de forma automática, como los presuntamente elegantes repuso, espetó, masculló, con los que se acotan los diálogos con la intención de evitar el vulgar dijo, sin caer en la cuenta de que esos verbos rara vez se utilizan en el lenguaje convencional, el que curiosamente empleamos en los diálogos de la comunicación espontánea. Igualmente, tres “verbos difíciles” como tamborilear, perlar y tintinear pueblan generosamente las páginas de tantos escritores que los usan de forma incorrecta, tal vez porque son sólo “tópicos de novela sin la menor correspondencia con un estado real de la lengua”.

          Al contrario que el “estilo rico”, que se esfuerza por no repetir palabras, el “estilo pobre” estaría lastrado por la continua presencia de “verbos comodín”, como provocar y usar, que de vez en cuando podrían ser cambiados por un término más preciso, más acorde con las posibilidades de la lengua que todo escritor debe explorar. De la misma forma, se usan las palabras pesada o pesadamente, las expresiones no importa, sin problema o hiperónimos como lugar, habitación o ropa, de manera tan reiterativa que se olvida el precepto de que “siempre hay otra forma de decir las cosas, siempre la hay”.

          Más observaciones contiene este interesante libro de Magrinyà, quien, valiéndose de numerosos ejemplos sacados de traducciones y de textos de escritores en español -para nuestro consuelo muchos considerados grandes, incluyendo a académicos de la RAE o premiados con el Nobel-, advierte a los escritores de que hay que huir a la vez de la pretensión de alcanzar un “estilo elevado” que sólo tenga como criterio apartarse de la norma y del “estilo empobrecido” por la pereza que puede dar la búsqueda de un término más preciso para contar lo que se quiere contar.   

(Publicado en la Revista digital Literarias. 17 de febrero de 2016)
https://www.escritoresdeasturias.es/literarias/resenas/prohibido-penetrar-a-personas-no-autorizadas-critica-del-libro-estilo-rico-estilo-pobre-de-luis-magrinya.html

martes, 25 de marzo de 2014

Puro placer de formas


OFICIO DE LECTOR
J.M. CABALLERO BONALD
Seix-Barral. Barcelona, 2013 (606 p.)


           
¿Se puede concebir el acto de leer como un oficio, una dedicación, una entrega o un empeño más allá de su consideración como mero pasatiempo o como vehículo para alcanzar las formas de placer sensitivo o intelectual que puede suscitar la lectura? Así es si uno se dedica a ello profesionalmente, si se es editor, corrector de pruebas, profesor de literatura, librero, traductor, crítico literario o escritor, y aún así muchos de los que se dedican a alguna de estas labores leen sólo motivados por la propia obligación que deben tener con el ejercicio de su ocupación si de ella pretenden obtener beneficios. Como en la célebre novela de Unamuno, ¡cuántos feligreses de la parroquia literaria son ateos de la literatura! Así, no es raro encontrar editores que sólo están atentos a la cuenta de resultados, profesores encadenados al temario, libreros que sólo pretenden vender mercancía, críticos literarios que no leen nada más que las solapas de los libros que reseñan o escritores que se vanaglorian de desconocer a los clásicos. Por eso, la concepción de la lectura como un oficio no debería dejarse sólo en manos de los asalariados del gremio, ni siquiera de la minoría de letraheridos que obsesivamente desempolvan ejemplares en las librerías de viejo, sino que se debería extender a todo el que aspire a tenerse por un lector atento, aquel que, como dice Joseph Conrad, se ocupa de escribir la otra mitad de la mitad del libro que ha escrito el autor.
Partiendo de este aforismo, en “Oficio de lector” (Seix-Barral, 2013) José Manuel Caballero Bonald alza su voz poética para expresar la “obstinada idea de que es el lector quien justifica la literatura”, que sólo el protagonismo del lector puede lograr que las palabras ocupen un espacio mayor que el que convencionalmente les corresponde. Tarea que se complementa con el irrenunciable objetivo del escritor, que no debe ser otro que crearse un lector propio, lo que significa, en palabras de Wordsworth, que cada poeta debe crear “el gusto mediante el cual puede ser comprendido”.
Con este libro que reúne “una serie de comentarios sobre libros que he leído en días y ocasiones muy dispares”, Caballero Bonald ha elaborado una personal historia de la literatura, un brillante ejercicio práctico sobre crítica literaria y una cumplida expresión de sus postulados estéticos.
Una suerte de autobiografía literaria o de manual propio de literatura se revela en la nómina de escritores –la mayoría del siglo XX y en lengua castellana- que ha designado para dedicarles sus comentarios. Muchos de ellos pertenecen al Olimpo en el que se encuentran sólo los elegidos, como son Cervantes, Góngora, Quevedo, Dostoievski, Juan Ramón, Lorca o Antonio Machado. A ellos dedica páginas en las que demuestra la consabida máxima que afirma que un autor clásico es aquel del que todavía no se ha agotado todo lo que se puede decir. Así, la obra de Góngora y Quevedo –representantes aquí del Barroco- “no sólo añade frenéticos adornos a la serenidad artística del Renacimiento, sino que oculta, escamotea la realidad en que se apoya”. Otros escritores a los que se refiere están sin duda en cualquier recopilación histórica que se precie, entre ellos por ejemplo, Bécquer, Clarín, Camus, Rulfo, Onetti o los miembros de la Generación del 27 y del Grupo de los 50. Pero ya es más raro poder ver reseñas de autores considerados minoritarios (Fernando de Herrera, Olga Orozco o Eduardo Cote) u otros directamente vinculados en nuestra memoria a otras artes (Picasso u Oteiza). Por ello es de celebrar que Caballero Bonald nos “descubra” o resalte las cualidades artísticas de ciertos autores orillados en la canónica historia de la literatura (Gabriel Miró, Gil-Albert o Carlos Edmundo de Ory).
A pesar de que no están todos los que son, cuestión por otra parte que no se debe tener en cuenta en un trabajo que se presenta como estrictamente de gusto personal, Caballero Bonald ha realizado un estudio práctico de crítica literaria imprescindible para todo aquel que quiera profundizar en las claves de la obra de estos escritores y de paso hacer un recorrido por la historia –sobre todo la más reciente- de la literatura en lengua castellana, demostrándonos además que, como dice Gil de Biedma, “la crítica literaria no es sino una variedad del arte de escribir y que el efecto estético es tan principal en ella como en cualquier otro género de literatura”.
A través de los autores que analiza, Caballero Bonald, asumiendo que “nadie juzga sino desde el catálogo de sus gustos o sus apegos culturales”, va precisamente mostrando sus propias preferencias estilísticas y su concepción artística de la literatura asentada en la prevalencia del lenguaje, en el valor de la palabra como iluminación que indaga en las sombras de la realidad, alcanzando con ello una significación que va más allá de lo convencional al lograr asomarse a algún “secreto resquicio de la razón”. Así, sus postulados están próximos al “puro placer de formas” del Barroco, al “principio de contradicción” expresado por el Romanticismo, a las “afinidades ocultas entre lenguaje y pensamiento” que propone el Simbolismo o a “la recreación lingüística de la realidad” en la que ha profundizado el Surrealismo, movimiento artístico que para Caballero Bonald supone “la gran conquista estética del siglo XX”.

(Publicado en la revista digital LITERARIAS el 24 de marzo de 2014)