Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 25 de abril de 2015

Cuando leer es divertido



No debería esperarse a la celebración del Día del Libro o a las Ferias que se organizan unas semanas después para comprar algún cuento o álbum ilustrado para los más pequeños, pero ya que muchos tienen la buena costumbre -bendito ritual- de adquirir algún libro estos días, aprovechando de paso la oportunidad que ofrecen los descuentos, nos permitimos hacer aquí una pequeña selección de algunos de los más divertidos aparecidos últimamente. 
“Cuando papá era pequeño había dinosaurios” y “Antes, cuando no había colegio”, de Vicent Malone y André Bouchard (Edelvives), pertenecen a una colección de álbumes ilustrados en los que, a modo de las viñetas humorísticas, se cuenta un chiste que despierta la risa por lo anacrónico del texto y la gracia de la ilustración. Así, se puede leer que “Antes, cuando no había colegio, la teoría de la evolución se entendía con solo salir a la calle” o “Cuando papá era pequeño, los calzoncillos de pelo de animal eran la moda”. Los dibujos son tan divertidos que los pequeños -y los mayores- pueden pasan un buen rato con sólo ir mirando las ilustraciones de los libros. 
También de André Bouchard aparece “¡Soy el lobo!” (Edelvives), un original cuento en el que un lobo se desespera porque no puede despertar a una niña para meterle miedo. Pero de pronto aparece de debajo de la cama la pesadilla de la niña, un monstruo que, al contrario del lobo, quiere que ésta siga durmiendo para que pueda aterrorizarla dentro de sus sueños. La cuestión se complica cuando también se presenta el monstruo que en la habitación de al lado está tratando de atemorizar a la abuela de la niña. Todo se enreda aún más con las pesadillas del lobo, que le convierten en víctima de los propios miedos que pretende provocar. Las desenfadadas ilustraciones de este divertido álbum seguramente contribuirán también a que los más pequeños puedan reírse de los temores y pesadillas que son tan propios de su edad.
En esta misma línea que toma como referencia los conocidos cuentos infantiles para crear una nueva historia, se encuentra “Feliz Feroz”, de El Hematocrítico (Editorial Anaya). Una loba de la familia Feroz llama preocupadísima a su hermano porque su hijo Lobito es buenísimo: estudia mucho, hace los deberes, tiene todo ordenado y hasta se atrevió un día a ayudar a cruzar la calle a una señora. Entonces el tío se propone hacer de él un lobo digno de llevar el apellido Feroz. Para ello, le enseña a engañar a Caperucita, a disfrazarse para visitar a la abuelita, a soplar fuerte para derribar la casa de los tres cerditos y a afinar su voz para poder comerse a los cabritillos. Al final, Lobito también consigue “meter miedo”, pero de una sorprendente manera. 
La Colección Mortimer, de Tim Healey y Chris Mould (Editorial Anaya), ha presentado por ahora tres disparatados cuentos en los que el ingenioso Mortimer (“un tipo pequeño con grandes ideas”) se dedica a inventar cacharros como la “máquina moquiavélica” (en “La invasión del moco”), “el arma antigravitaroria (en “El platillo volante”) o “el ingenio fantasmagórico” (en “Hay fantasmas sueltos”), que trastornan hasta el delirio la normal vida de su colegio. Los divertidos textos escritos en verso se intercalan ágilmente con unas llamativas ilustraciones que, empleando sólo un color chillón en cada cuento, logran dar un ritmo trepidante a estos tres relatos llenos de humor y fantasía, muy acertados para provocar la sorpresa y la risa en los pequeños lectores.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 25 de abril de 2015)




viernes, 3 de abril de 2015

Gavilla de soledades


Club Lola y otros espectáculos
José Ángel Ordiz
Liber Factory. Madrid, 2014
(337 págs.)


          Para que un libro de relatos consiga ser algo más que una mera reunión de los textos cortos que a un autor se le han ido escapando cuando sólo pretendía hacer “ejercicios de muñeca”, debe haber un hilo que los una, la imprescindible hebra para que la gavilla de relatos no se suelte y se nos caigan, como sarmientos secos, de las manos. En esta reunión de “diez narraciones de variada temática y extensión no menos dispar”, el hilo conductor nace de la novela corta “Club Lola”, que, por su dimensión (180 páginas) y su calidad literaria, bien pudiera haber sido objeto de una edición en solitario.
          La novelita tiene como escenario un club nocturno donde, como en un microcosmos, se desenvuelven diferentes tipos humanos que, en definitiva, han encontrado en ese espacio un medio para la supervivencia, es decir, un lugar donde es posible compartir la soledad a la que les ha condenado la propia vida. Es la soledad de Jerónimo, el extraño personaje que aparece un día por el club con la intención de gastarse allí cinco millones de pesetas en cien días; es la soledad de Lola, la dueña del local que ha llegado a ese turbio cometido tras el abandono de un amor cobarde; es la soledad de Rogelio, el camarero leal que sabe escuchar y callar todas las historias; es la soledad de todos los hombres que cada noche acuden al club engañándose con la verdad de un amor falso; y es la soledad de todas las chicas que, como Celeste, prefieren no hablar para no tener que mentir. Todas las soledades son definitivas porque es imposible cambiar el pasado de donde proceden. Están labradas en un tiempo que aparece en la narración de forma fragmentaria, intercalado con un presente que también se presenta ante el lector con la demora precisa que exige una historia llena de sugerencias, de diálogos entrecortados, de palabras a medio decir y de escenas retratadas con el filtro de la mirada irónica. Esa es la esencia de José Ángel Ordiz (Sotrondio, 1955), que, como nos tiene acostumbrados en la mayoría de sus obras, logra destilar el lenguaje hasta lo justo que quiere expresar u ocultar, llevando así pegado a la austeridad del estilo el sobrio existir en el que se refugian los protagonistas de la historia.
          En el resto de los relatos que acompañan a esta magnífica novela corta se puede seguir el rastro de soledades que deja “Club Lola”. Así, en Las ignorancias del saber” la soledad aparece cuando alguien la denuncia con su presencia; en Nunca seremos ángeles” la viuda defiende en un acto de justicia la dignidad de su vida solitaria; en “El espectáculo debe continuar” la inmigrante que tiene su hijo allá comparte soledades con el enfermo para el que trabaja acá, dueño ahora del corazón solitario que le han trasplantado de una suicida; en “María Bonita” el sexo consuela y amplía al mismo tiempo la soledad del marido, de la mujer y del hombre, los tres necesitados del silencio cómplice de los otros; en “Doble aniversario”, la imposibilidad del olvido de quien ha causado la definitiva soledad a la que nos condena la muerte. Otros cuatro relatos vienen a completar esta gavilla de soledades que forman parte de la “vida caníbal”, aquella a la que Ordiz siempre está atento para transformarla en esa literatura que se sigue asombrando ante “la canallada de algunas certezas”.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 3 de abril de 2015)