Club
Lola y otros espectáculos
José
Ángel Ordiz
Liber
Factory. Madrid, 2014
(337
págs.)
Para
que un libro de relatos consiga ser algo más que una mera reunión
de los textos
cortos que a un
autor se le han ido
escapando cuando sólo pretendía hacer “ejercicios
de muñeca”, debe
haber un hilo que los una, la
imprescindible hebra
para que la gavilla de relatos no se suelte y
se nos caigan, como
sarmientos secos, de las
manos. En esta reunión de
“diez narraciones de variada temática y extensión no menos
dispar”, el hilo conductor nace de la novela corta “Club Lola”,
que, por su dimensión (180
páginas) y su calidad literaria, bien pudiera haber sido objeto de
una edición en solitario.
La
novelita tiene como escenario un club nocturno donde, como en un
microcosmos, se desenvuelven diferentes tipos humanos que, en
definitiva, han encontrado en ese espacio un medio para la
supervivencia, es decir, un lugar donde es posible compartir
la soledad a la que les ha condenado la propia vida. Es
la soledad de Jerónimo, el extraño
personaje que aparece un día
por el club con la intención de gastarse allí cinco millones de
pesetas en cien días; es la
soledad de Lola, la dueña del local que ha llegado a ese
turbio cometido
tras
el abandono de un amor cobarde; es la soledad de Rogelio, el camarero
leal que
sabe escuchar y callar todas
las historias; es
la soledad de todos los
hombres que cada noche acuden al club
engañándose con la verdad
de un amor falso; y es la
soledad de todas las chicas que, como
Celeste, prefieren no hablar para no tener que mentir. Todas
las soledades son definitivas porque es imposible cambiar el pasado
de donde proceden. Están
labradas en un tiempo que aparece en la narración de forma
fragmentaria, intercalado con un presente que también se presenta
ante el lector con la demora
precisa que exige una historia llena de sugerencias, de diálogos
entrecortados, de palabras a
medio decir y de escenas retratadas con el filtro de la mirada
irónica. Esa es la esencia de José Ángel Ordiz
(Sotrondio, 1955), que, como
nos tiene acostumbrados en
la mayoría de sus obras,
logra destilar el lenguaje hasta lo
justo que quiere expresar u ocultar, llevando así pegado a la
austeridad del estilo el
sobrio existir en el que se refugian los protagonistas de la
historia.
En
el resto de los relatos que acompañan a esta magnífica novela corta
se puede seguir el rastro de
soledades que deja “Club
Lola”. Así, en “Las
ignorancias del saber” la
soledad aparece cuando alguien la denuncia con su presencia; en
“Nunca
seremos ángeles” la viuda defiende en un acto de justicia la
dignidad de su vida solitaria; en
“El espectáculo debe continuar” la
inmigrante que tiene su hijo allá comparte soledades con
el enfermo para el que
trabaja acá,
dueño ahora del corazón solitario que le han trasplantado de una
suicida; en “María
Bonita” el sexo consuela
y amplía al mismo tiempo la soledad
del marido, de la mujer y
del hombre, los tres necesitados del silencio cómplice de los otros;
en “Doble aniversario”,
la imposibilidad del olvido de quien ha causado la definitiva soledad
a la que nos condena
la muerte. Otros cuatro
relatos vienen a completar esta gavilla de soledades que forman parte
de la “vida caníbal”, aquella
a la que
Ordiz siempre está atento
para transformarla en esa
literatura que
se sigue
asombrando
ante “la canallada de
algunas certezas”.
(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 3 de abril de 2015)
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