Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 26 de enero de 2019

Sucesos delirantes



La balada de los unicornios
Ledicia Costas
Anaya, 2018



                Hay que agradecer a Ledicia Costas (Vigo, 1979) su tendencia a alejarse de la moda de edulcorar las historias destinadas al público infantil y juvenil. Ya en su novela Escarlatina, la cocinera cadáver (Anaya, 2015) tuvo la osadía de contar que un niño recibe, como regalo de cumpleaños, un paquete enviado por el “Servicio de paquetería del Inframundo” que contenía un ataúd con un cadáver en su interior. La difunta era Escarlatina, una cocinera muerta hacía muchos años que, para mayor sorpresa, venía desmontada en piezas que el niño debía unir siguiendo las instrucciones que acompañaban al curioso paquete regalo. El humor negro que destilaba aquella disparatada historia seguro que hizo pasar un buen rato a muchos jóvenes lectores. Siguiendo las huellas del mismo personaje, ha publicado este otoño Los archivos secretos de Escarlatina (Anaya), un álbum ilustrado –con macabras imágenes realizadas por Víctor Rivas- donde aparece el periódico “Escalofríos del más allá”, una nutrida “Galería de ánimas, espectros y leyendas urbanas”, la tétrica programación de la televisión del inframundo, unas “ideas geniales para una tarde terrorífica” o las instrucciones para “El juego de la oca fúnebre”. Sin duda este tipo de historias e imágenes truculentas es del agrado de muchos lectores que se sienten atraídos por lo horrendo, macabro y luctuoso. De Ahí el éxito que actualmente tienen las adaptaciones “zombies” de algunos relatos clásicos. 

                Sin embargo, en La balada de los unicornios –la obra que ahora nos presenta Ledicia Costas y que ha recibido el Premio Lazarillo de Creación Literaria- este gusto por lo escatológico se le va de las manos. Es una novela de aventuras con tanta fantasía gratuita y tantos episodios truculentos, que hay que estar muy entregado a este tipo de historias para que el libro no se te caiga de las manos por inverosímil. Ya no es sólo que a la protagonista su abuela malvada le sacara los ojos porque con ellos podía adivinar el futuro ni que, para solucionar el problema, su abuelo le construyera unos ojos nuevos con una maquinaria dentada. Tampoco porque el abuelo sea un ermitaño que vive en la cabeza de un gigante que tiene 20 kilómetros de diámetro. Ni que en La Ciudad de los Perros sus cánidos habitantes paseen por las calles a humanos atados con correas. O que Jack el Destripador tenga afición a rebanar el cuello de las prostitutas y a sembrar el pánico en los callejones oscuros con el siniestro cántico de “Que asomen los intestinos, quiero ver tu hígado, quiero tus riñones, también tu corazón”. Tampoco que al ermitaño le guste alimentarse con los coleópteros mecánicos que habitan en la Cueva de los Escarabajos. Ni, en fin, que por doquier asedien arañas mecánicas o que el personaje malvado sea en realidad un cuervo. Es que todo ello unido no hace más que extraviar al lector en un rosario de sucesos delirantes, ensartados por una autora que en cada argumento sólo parece querer huir un poco más de lo políticamente correcto.
Cuando en un solo texto se pretende congeniar las artes mágicas de Harry Potter –en una Escuela de Artefactos y Oficios que vagamente parece emular al Colegio Howarts de Magia y Hechicería-, el disparatado experimento del Dr. Frankenstein –volver un cadáver a la vida por medio de artilugios mecánicos- o las fantásticas peripecias de Alicia, mezclado todo ello con elementos de la novela gótica, ocurrencias para un mundo futuro o la sucesión de aventuras sin fin, la abultada receta –procedimiento al que es tan aficionada la autora- puede ser indigesta para el común de los mortales.


(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 26 de enero de 2019)

sábado, 5 de enero de 2019

Historia del sudor



TOMOKO
Alfredo Hernández García
Luna de Abajo. Oviedo, 2018


                Después de la trilogía El relato total –compuesta por las novelas El fósil vivo, la venganza del objeto y Residencia de quemados-, en la que Alfredo Hernández García (Valencia, 1959), sirviéndose de las caprichosas piruetas que permite el lenguaje, de una osada complejidad formal y de la ironía como manera de comprender el mundo, proponía, entre otras críticas y denuncias, un radical cuestionamiento de una literatura acomodada, presenta ahora una suerte de “novela circular”.
Esa es la intención de Charles Sánchezlan, autor de Sudor oriental, la novela que se va insertando en estas páginas a medida que la va leyendo un periodista que pretende hacer la biografía del escritor. Esta novela, dividida en “Escenas”, cuenta, desde la libertina mirada de Tomoko, la “historia del sudor” en la que se moverá Silvestre, atractivo muchacho español que viaja a Japón para adentrarse en el misterioso, solemne y sufrido mundo del judo. Tomoko es una joven japonesa que, en su tarea de servir de intérprete al “Hispano”, se ve arrastrada por un íntimo apasionamiento que choca con las comedidas costumbres de su país. Precisamente en el texto se sucede un juego de dualidades –“una cosa se ve desde todo lo contrario”- en el que tratan de aunarse la contención casi mística de Japón con los desmedidos aspavientos de occidente; la refinada belleza de Tomoko con el arrebatador primitivismo de Silvestre; el sudor –“la sangre de la lucha”- con el conocimiento –“pensar es violentar la vida”; la soledad –“la espuma de su miedo”- del judoka con el acompañamiento de un amor secreto; el fracaso con la victoria –lucida “sólo por el miedo atroz que le tenemos a la derrota”; la vida –“lo más importante en la vida es la vida”- con la muerte –la pertinencia de un “suicidio bueno, el de las personas que se matan por reafirmarse”-. 
Alfredo Hernández García

Pero el más significativo desdoblamiento –y la íntima discordia que conlleva- se da en el interior de Silvestre, donde la lucha se produce entre su propia soledad “combatiendo consigo misma en el tatami”. Disputa que, en definitiva, no es sino la metáfora del eterno conflicto del ser humano entre la tendencia a vivir libre en su naturaleza “asilvestrada” y la necesidad de domesticarse en un hábitat más civilizado y próspero. Para ello el luchador debe superar una especie de “egoísmo estomacal”, regido por el rudimentario mandato “para comer he nacido”, y seguir la regla de esta época de “ojos trasplantados” –“el poder de nuestros ojos no es ver, sino crear”- con el fin de lograr construirse a sí mismo “de una manera que le guste”.
Hernández García propone con esta nueva novela un cierto cambio con respecto a su obra anterior, pero no abandona del todo algunas de sus señas de identidad. Así, la particular cualidad de un lenguaje que, aunque se muestra ahora más contenido, se regocija en la creación de palabras singulares; un lenguaje que, al burlarse de ciertas ataduras formales, logra también desplegar nuevos significados; la presencia de personajes extravagantes y situaciones inauditas que adoptan a ratos una perspectiva esperpéntica; en definitiva, una apuesta por una literatura comprometida que, para serlo, no debe dejar de ser una parodia de sí misma.
La “novela circular” –también llamada Penelopez por el autor de la obra insertada en el texto— pretende ser un nuevo género literario que sólo puede tener un final de “vuelta de tuerca”, aquel en el que –siguiendo a Henry James- sorpresivamente se concluye con una revisión del punto de vista que hace que el lector –en el mismo “teje y desteje” que se muestra en la novela- también se vea obligado a reconsiderar el sentido que hasta ese momento le ha suscitado la obra.


(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 5 de enero de 2019)