Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 8 de noviembre de 2014

Rubén Darío se lava con heno de Pravia

Rubén Darío se lava con heno de Pravia     
       
Rubén Darío
            Junto a la ribera del río Yaguaré, tres púberes canéforas encienden un fuego con ramas de jícaro. El viento suave y cálido que el bosque transpira, aviva la llama que hará brotar de la raíz de la cuculmeca los vahos capaces de aliviar sus nacientes fatigas vaginales. En un ritual orlado por la conquista de una maligna belleza, no sólo ahondan las ninfas en el bebedizo la ávida lengua de los besos azules, sino que, prendiendo con los dedos pulgar y corazón el vuelo de sus encajes, abren sus piernas a horcajadas sobre la olla donde burbujea la pócima. Sus sedosos vestidos danzan al son de las perlas que culebrean sobre la húmeda piel de los muslos, de forma que, dejándose llevar por un ritmo animal y divino, abanican de nuevo el aire hacia el interior del bosque. También despierta a la flor de su silencio el brinco febril de los pies desnudos en la yerba, acelerados al compás de los brazos que se alzan extasiados al cielo del día y de la noche. Candelabros alados que confían alumbrar más que la solitaria luz de las estrellas, riegan con su risa de oro las sombras de los labios aún sin besar y transfiguran en púrpura el temblor de sus ojos arbolados. Y las bocas, las bocas corean una canción profana de vida y esperanza. Desterrado a un desierto de espinos el cercano dolor de la infancia, el anhelo de la juventud embriagada sin freno se azora en la gozosa celebración de los sentidos, en el arrebatado temblor de la piel por donde hormiguean las puntas de los largos cabellos su música inocente y fecunda. Es la humedad de la carne, los pechos que se desperezan como racimos frescos. Sin embargo, como si de pronto un íntimo pavor las avisara de los abismos del éxtasis, detienen al momento la danza que ya agitaba sus almas hacia el crepúsculo donde habitan los faunos.
 
Rubén Darío y Paca Sánchez
            El poeta Rubén Darío, tumbado en la arena de la playa de los Quebrantos, ponía palabras a las imágenes de sus ensueños. A su lado, Paca Sánchez sólo soñaba con que la pleamar que los aislaba entre las rocas durara para siempre, que las olas de la tarde se remansaran sin fin bajo la Punta del Pozacu, justo a la puerta de la cueva donde los amantes se ocultaban de las posibles miradas de los curiosos. Más allá de los acantilados que rompían la monótona línea del horizonte, un ligero viento traía hacia la costa algunas nubes que, de vez en cuando, amenazaban con ensombrecer la siesta de sus cuerpos desnudos. Pero la humedad que por momentos causaba escalofríos en la piel acostada sobre la arena negra, no despertaba al poeta del cuento que le llevaba al departamento de Matagalpa, allá en su Nicaragua natal, donde seguía imaginando cómo, bajo el chorro de las cascadas de Cerro Apante, las ninfas sumergían sus cuerpos de mármol.

Una cortina de agua transparente y azul cae limpia sobre los cabellos rubios, resbala por los hombros y los pechos de rosa y marfil, por las caderas esculpidas por Fidias con el mismo cincel que utilizó para modelar las bellas formas de la diosa Atenea. Las ninfas lavan sus cuerpos frotándose unas a otras con flores de espuma, en un rito de purificación que pretende aplacar sus ansias, el delirio febril que palpita bajo la rosa ardiente de sus corazones felinos. Y entonces, el aire que alientan con sus cánticos los pájaros, se envuelve en un perfume…

            De pronto, el poeta Rubén Darío dejó de poner palabras a las imágenes de sus ensueños porque el olor de Paca Sánchez, echada a su lado en la playa de los Quebrantos, no le permitía evocar ningún otro perfume ni aroma ni fragancia ni esencia ni bálsamo que no fuera el mismo olor que recorría ese año todos los lugares por donde transcurría su veraneo. Ya fuera entre las blancas sábanas de la fonda El Brillante de San Esteban de Pravia, donde se hospedaba gracias a la amistad con su propietario el periodista y empresario Edmundo Díaz del Riego, fundador de la revista La Ilustración Asturiana; ya fuera en la toilette de la casa que el profesor Rafael Altamira tenía cerca del muelle de La Ribera y que el poeta solía visitar para no perder contacto con la vida intelectual y literaria; ya fuera en la ropa y el pelo y las manos de Raquel, la barquera que lo conducía de San Esteban de Pravia a San Juan de la Arena las noches que vestido de frac se embriagaba en El Brillante con copas de ajenjo y champaña francés; ya fuera en los manteles de hilo fino de los salones de Monterrey, donde le invitaba su amigo el indiano Feliciano Menéndez para rememorar juntos los viejos tiempos de La Habana; ya fuera en las praderas que rodeaban los caminos hacia el mirador del Espíritu Santo o la subida a Monteagudo, desde donde a Rubén Darío se le asemejaba a un lago la desembocadura del río Nalón; ya fuera en las suaves toallas que utilizaba en las visitas al doctor José Argüelles, quien en su consulta de Pravia velaba por la frágil salud del poeta; ya fuera incluso en los flamantes vagones del ferrocarril vasco-asturiano, que utilizaba para ir de San Esteban a Oviedo a visitar a don Ramón Pérez de Ayala; ya fuera, sobre todo, en la hierba que, recién segada de los prados de Somao, desprendía ese olor fresco y natural que en el estío impregnaba todo el aire del poblado de indianos, los exóticos jardines de los palacetes modernistas donde, a cambio de recitar sus poesías o tocar el piano ante los nuevos ricos retornados allende el océano, Rubén Darío se daba la satisfacción de poder lavarse las manos con ese jabón verde de tan suave tacto.

…Y entonces, el aire que alientan con sus cánticos los pájaros, se envuelve en un perfume que no huele a verbena y tomillo, a floridos limoneros o lluvia de azahares, a milflores silvestres o pétalos hervidos de rosas. Ni siquiera huele a liquidámbar, a haba de Tonka o a rocío libado por mariposas azules, sino al perfume, aroma, fragancia, esencia y bálsamo del heno de Pravia.


Marcelo Matas de Álvaro



 (Publicado en el libro colectivo  "Pravia con todas las letras" (edición del Ayuntamiento de Pravia). 8 de noviembre de 2014)

La extraña realidad


El colegio más raro del mundo
Pablo Aranda
Anaya. Madrid, 2014
184 páginas


          Muchos escritores aspiran a crear un personaje con un perfil tan definido que no sólo les consienta pasar página tras página sin desdibujarse, sino también que les permita saltar a otros libros para seguir protagonizando nuevas historias. En la Literatura Infantil y Juvenil ese propósito lo han conseguido, entre otros, Elvira Lindo con su “Manolito Gafotas” y J.K. Rowling con su “Harry Potter”. Como bien se sabe, a los jóvenes lectores les encanta que se les cuente siempre la misma historia, de manera que el éxito de las sagas escritas por estos autores no sólo viene por la divertida o hechizada trama que los atrapa, sino más aún por la seguridad que les proporciona el seguir inmersos en un mundo que ya reconocen como propio y en el deseo -o la necesidad- de saber más sobre esos personajes que para ellos son a la vez inventados y de carne y hueso.
          Este es el mérito de Pablo Aranda (Málaga, 1968), quien -después del celebrado “Fede quiere ser pirata” (Anaya, 2012), en el que conocimos a un pequeño que, como expresaba el título del libro, lo que más deseaba era convertirse en pirata para surcar los mares acompañado de su amiga Marga- continúa en este libro las peripecias de Fede, el personaje que, desde su inocente y curiosa mirada, nos cuenta ahora lo que ocurre en “el colegio más raro del mundo”. Fede es un niño aparentemente normal -tiene nueve años, va a la escuela, tiene amigos- que vive en una familia también aparentemente normal -padre, madre, hermana mayor y un perro-, pero que acude a un colegio donde han conseguido hacer normal la cosa más extraña del mundo, como es que para evitar los atascos que se producen cuando todos los padres van con sus coches a la misma hora para recoger a sus hijos, han acordado que cuando un niño salga del colegio se lo lleve el primer padre o madre que haya llegado. De esta forma, cada día los niños se van a pasar la tarde, a jugar, a hacer los deberes, a cenar y a dormir con una familia diferente, que a la mañana siguiente los llevará al colegio como si de sus propios hijos se tratase. Esto hace que a uno le pueda tocar la familia del señor Oso, llamado así porque se llama Osorio y no porque tenga mucho pelo por todo el cuerpo menos en la cabeza; o la de Marina Marín Morón, donde aparte de conocer a su hermano, “el torpe más inteligente que conozco”, Fede se ve obligado a dormir con un camisón de princesa; o la del señor Papa, padre de su compañero Papapodocopoulos, un apellido normal en Grecia. Como también es normal que en su colegio -llamado TELE (Tecno Escuela de Lenguas Extranjeras)- haya muchos niños de origen extranjero con los que el resto de compañeros forman una especie de “big family” en la que todos aprenden palabras de otros idiomas, comidas diferentes y desconocidas costumbres.
          Es una ingeniosa obra llena de humor, en la que los continuos juegos de palabras, los personajes estrafalarios y algunos enredos de la trama divertirán al pequeño lector, pero lo que más llama la atención es la extraña cualidad que tiene Fede -tal vez lo que le defina como singular personaje- para hacer que la realidad nos parezca sorprendente al mismo tiempo que aparentan normalidad los sucesos más raros.


(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 8 de noviembre de 2014)