Rubén Darío se lava con heno de Pravia
Junto
a la ribera del río Yaguaré, tres púberes canéforas encienden un fuego con
ramas de jícaro. El viento suave y cálido que el bosque transpira, aviva la
llama que hará brotar de la raíz de la cuculmeca los vahos capaces de aliviar sus
nacientes fatigas vaginales. En un ritual orlado por la conquista de una
maligna belleza, no sólo ahondan las ninfas en el bebedizo la ávida lengua de
los besos azules, sino que, prendiendo con los dedos pulgar y corazón el vuelo de
sus encajes, abren sus piernas a horcajadas sobre la olla donde burbujea la
pócima. Sus sedosos vestidos danzan al son de las perlas que culebrean sobre la
húmeda piel de los muslos, de forma que, dejándose llevar por un ritmo animal y
divino, abanican de nuevo el aire hacia el interior del bosque. También despierta
a la flor de su silencio el brinco febril de los pies desnudos en la yerba, acelerados
al compás de los brazos que se alzan extasiados al cielo del día y de la noche.
Candelabros alados que confían alumbrar más que la solitaria luz de las
estrellas, riegan con su risa de oro las sombras de los labios aún sin besar y
transfiguran en púrpura el temblor de sus ojos arbolados. Y las bocas, las
bocas corean una canción profana de vida y esperanza. Desterrado a un desierto
de espinos el cercano dolor de la infancia, el anhelo de la juventud embriagada
sin freno se azora en la gozosa celebración de los sentidos, en el arrebatado
temblor de la piel por donde hormiguean las puntas de los largos cabellos su
música inocente y fecunda. Es la humedad de la carne, los pechos que se desperezan
como racimos frescos. Sin embargo, como si de pronto un íntimo pavor las
avisara de los abismos del éxtasis, detienen al momento la danza que ya agitaba
sus almas hacia el crepúsculo donde habitan los faunos.
El poeta Rubén Darío, tumbado en la
arena de la playa de los Quebrantos, ponía palabras a las imágenes de sus
ensueños. A su lado, Paca Sánchez sólo soñaba con que la pleamar que los
aislaba entre las rocas durara para siempre, que las olas de la tarde se
remansaran sin fin bajo la Punta
del Pozacu, justo a la puerta de la cueva donde los amantes se ocultaban de las
posibles miradas de los curiosos. Más allá de los acantilados que rompían la monótona
línea del horizonte, un ligero viento traía hacia la costa algunas nubes que,
de vez en cuando, amenazaban con ensombrecer la siesta de sus cuerpos desnudos.
Pero la humedad que por momentos causaba escalofríos en la piel acostada sobre
la arena negra, no despertaba al poeta del cuento que le llevaba al departamento
de Matagalpa, allá en su Nicaragua natal, donde seguía imaginando cómo, bajo el
chorro de las cascadas de Cerro Apante, las ninfas sumergían sus cuerpos de
mármol.
Una cortina de agua transparente y
azul cae limpia sobre los cabellos rubios, resbala por los hombros y los pechos
de rosa y marfil, por las caderas esculpidas por Fidias con el mismo cincel que
utilizó para modelar las bellas formas de la diosa Atenea. Las ninfas lavan sus
cuerpos frotándose unas a otras con flores de espuma, en un rito de
purificación que pretende aplacar sus ansias, el delirio febril que palpita bajo
la rosa ardiente de sus corazones felinos. Y entonces, el aire que alientan con
sus cánticos los pájaros, se envuelve en un perfume…
De pronto, el poeta Rubén Darío dejó
de poner palabras a las imágenes de sus ensueños porque el olor de Paca
Sánchez, echada a su lado en la playa de los Quebrantos, no le permitía evocar
ningún otro perfume ni aroma ni fragancia ni esencia ni bálsamo que no fuera el
mismo olor que recorría ese año todos los lugares por donde transcurría su
veraneo. Ya fuera entre las blancas sábanas de la fonda El Brillante de San
Esteban de Pravia, donde se hospedaba gracias a la amistad con su propietario
el periodista y empresario Edmundo Díaz del Riego, fundador de la revista La Ilustración Asturiana ;
ya fuera en la toilette de la casa que el profesor Rafael Altamira tenía cerca
del muelle de La Ribera
y que el poeta solía visitar para no perder contacto con la vida intelectual y
literaria; ya fuera en la ropa y el pelo y las manos de Raquel, la barquera que
lo conducía de San Esteban de Pravia a San Juan de la Arena las noches que vestido
de frac se embriagaba en El Brillante con copas de ajenjo y champaña francés;
ya fuera en los manteles de hilo fino de los salones de Monterrey, donde le
invitaba su amigo el indiano Feliciano Menéndez para rememorar juntos los
viejos tiempos de La Habana ;
ya fuera en las praderas que rodeaban los caminos hacia el mirador del Espíritu
Santo o la subida a Monteagudo, desde donde a Rubén Darío se le asemejaba a un
lago la desembocadura del río Nalón; ya fuera en las suaves toallas que
utilizaba en las visitas al doctor José Argüelles, quien en su consulta de Pravia
velaba por la frágil salud del poeta; ya fuera incluso en los flamantes vagones
del ferrocarril vasco-asturiano, que utilizaba para ir de San Esteban a Oviedo
a visitar a don Ramón Pérez de Ayala; ya fuera, sobre todo, en la hierba que, recién segada de
los prados de Somao, desprendía ese olor fresco y natural que en el estío impregnaba
todo el aire del poblado de indianos, los exóticos jardines de los palacetes modernistas
donde, a cambio de recitar sus poesías o tocar el piano ante los nuevos ricos retornados
allende el océano, Rubén Darío se daba la satisfacción de poder lavarse las
manos con ese jabón verde de tan suave tacto.
…Y entonces, el aire que alientan
con sus cánticos los pájaros, se envuelve en un perfume que no huele a verbena
y tomillo, a floridos limoneros o lluvia de azahares, a milflores silvestres o
pétalos hervidos de rosas. Ni siquiera huele a liquidámbar, a haba de Tonka o a
rocío libado por mariposas azules, sino al perfume, aroma, fragancia, esencia y
bálsamo del heno de Pravia.
Marcelo Matas de Álvaro
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