Esta es la reseña que sobre mi obra Ingenio lego ha publicado el escritor y profesor de literatura Antonio Gutiérrez Turrión en la Revista de Estudios Bejaranos. CEB. Nº XXI, diciembre 2017.
miércoles, 20 de diciembre de 2017
domingo, 17 de diciembre de 2017
La vida breve - Juan Carlos Onetti
Las frases imposibles, los adjetivos
desconcertantes en su precisión distraída, la palabra demorada tras la prosa
lenta, no sorprenden al lector avezado y atento, que sigue con los ojos
acariciando la línea, en una agonía feliz hasta el final del párrafo
interminable. Y en este estilo, en su pausada forma, está también el fondo,
indiferenciado, pues sólo la dilación puede dar espacio a la inmersión en la
profundidad del hombre, al sosiego con que uno se ve espectador y preso de sus
propias miserias.
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Juan Carlos Onetti |
sábado, 16 de diciembre de 2017
Entre la ciencia y la magia
Elio. Una historia animatográfica
Diego Arboleda y Raúl Sagospe
Anaya, 2017
En el vasto
panorama de la literatura infantil y juvenil en español hay pocos autores tan
originales, disparatados y divertidos como Diego Arboleda (escritor) y Raúl
Sagospe (ilustrador). Si en “Papeles arrugados” (2012) nos sorprendían con la
cantidad de historias entrelazadas a raíz de la misteriosa aparición de un
monstruo en un balneario, en “Prohibido leer a Lewis Carroll” (Premio Lazarillo
2013) rendían un particular homenaje al personaje de Alicia y en “Los
descazadores de especies perdidas” (2015) mezclaban ciencia y ecología para
celebrar aquellos maravillosos años del vapor, en “Elio. Una historia
animatográfica” (Anaya, 2017) introducen al lector en los tiempos en los que se
inventó el cinematógrafo. Cada una de estas novelas tiene como marco un lugar y
un período histórico determinados (la guerra civil española, el Nueva York de
1932, la Exposición Universal de París de 1867), que, sin embargo, suele ser
desbaratado con incursiones en otros tiempos y espacios, ágiles vaivenes que
logran dotar de tal dinamismo a la historia que es capaz de acelerar el corazón
del lector más aletargado.
Esta “historia
animatográfica” que ahora nos ocupa sigue la maestría trazada por sus dos
autores en sus anteriores obras. Se inicia con un ambiente propio del viejo Dickens,
en un orfanato (llamado pomposamente “Orfanato Triplántido de los Frailes de la
Orden Romana de la Última Protección”), dirigido por un personaje (el prior “Priorini”)
tan decididamente mezquino y cruel que resulta hasta ridículo. Allí ha ido a
parar Elio, el joven protagonista de esta historia, después de haber perdido a
sus padres cuando apenas contaba cuatro años. Elio sufre acromatopsia, un tipo
de daltonismo que hace que vea todo en blanco y negro. Ese defecto, sin
embargo, será lo que le salve de la vida miserable en el orfanato -donde los
niños a duras penas son capaces de sobrevivir entre ratas y mendrugos de pan-,
pues gracias a ello tiene la buena suerte de ser adoptado por una mujer (la
siempre sonriente Jocunda) y su marido (el afamado Práxedes Boj), ilustre
oftalmólogo empeñado en ponerle gafas a todo el mundo.
A partir de entonces,
Elio descubre el mundo de la ciencia, representado por su padre adoptivo,
personaje aficionado a coleccionar artefactos ópticos con complicados nombres,
como el praxinoscopio (una lámpara que al girar creaba dibujos animados), un
visor de las fotografías en tres dimensiones o un taumatropo (un juguete óptico
elaborado con un hilo y dos trozos de cartón). Pero Elio también descubre el
mundo de la magia y de la fantasía, pues al lado de su casa está el Circo de
Price, un lugar odiado por el oftalmólogo porque supone precisamente todo aquello
que se aleja de su afán científico. A pesar de eso, el muchacho se encuentra en
el tejado del edificio donde vive a los malabaristas, acróbatas y magos que
actúan en el circo y, claro está, inmediatamente se siente atraído por la
ilusión que despiertan las peripecias de tales artistas.
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Taumatropo |
A partir de
entonces transcurre una disparatada historia protagonizada por los
estrafalarios personajes a los que nos tienen acostumbrados estos dos autores.
Personajes reales o ficticios que sirven para ambientar aquel tiempo en el que
varios inventores se disputaban el privilegio de ser el primero en lograr ver
imágenes en movimiento. Por supuesto, los hermanos Lumière, considerados los
creadores del cinematógrafo, pero también Louis Le Prince, que desapareció en
extrañas circunstancias, y Lewis Rousby, que en 1896 presentó en Madrid el
animatógrafo. Una divertida historia que celebra la invención del cine como un
artefacto creado a medio camino entre el saber de la ciencia y la maravilla de
la magia.
(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 16 de diciembre de 2017)
miércoles, 13 de diciembre de 2017
Presencia y ausencia de Cervantes en Béjar
Marcelo Matas de Álvaro
(Publicado en la Revista Estudios Bejaranos. Nº XXI. 2017)
“Uno es escribir como poeta, y
otro como historiador: el poeta puede contar y cantar las cosas, no como
fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como
debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna”
(Quijote, II, 3)
Introducción
Si
convenimos que tres son las vías que pueden llevarnos al conocimiento -fe,
ciencia y arte-, no deberíamos descartar ninguna de ellas para tratar de
indagar en ese misterio que, en sintonía con el hidalgo manchego que tanto los
desvela, ha logrado secar el cerebro de la larga legión de preclaros y
esforzados cervantistas. Se trata de dilucidar la ardua –donde las haya-
cuestión de si en algún momento de su agitada vida don Miguel de Cervantes
Saavedra visitó la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Béjar. Este interés, claro
está, viene determinado por la dedicatoria de la primera parte del Quijote al duque de Béjar y por el poema
de cabo roto incluido en los preliminares donde se le celebra como un “nuevo
Alejandro Ma-” (Magno), honor que a los cervantistas asombra tanto como parece
ser que no pasma a los gongoristas por la dignidad que hace a nuestro duque en
las Soledades, ni a los lopistas por dedicarle
el soneto CXXXI, ni a los estudiosos –si los hubiera- de Pedro Espinosa, Juan
de Pineda o Cristóbal de Mesa por similares cortesías (Ignacio Díez, 2015; las
referencias completas de las obras citadas se incluyen en el apéndice
bibliográfico)
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Dedicatoria de la 1ª parte del Quijote |
En
fin, ateniéndonos a que “el comenzar
las cosas es tenerlas medio acabadas” (Quijote,
II, 41), adentrémonos cuanto antes a tratar de desvelar el misterio de la
presencia o ausencia de Cervantes en Béjar.
La
vía de la fe
Por medio
de la fe se alcanza la verdad revelada. Se trata de un don o privilegio que un
dios concede a los devotos de su religión, institución que establece, generalmente
en un texto sagrado, la doctrina y dogmas que incuestionablemente deben conocer,
creer y practicar sus feligreses. Así, a la certeza de que Cervantes pisó
alguna vez las calles de Béjar, sería lícito llegar por un “acto de fe”, a
través de una creencia incuestionable e íntima, revelada por una supuesta
religión –“Bejaranismo cervantiano”, o algo así- que postulara por medio de
ínclitos sacerdotes tal dogma, pero, salvo que habiten aún las catacumbas, no
veo yo por estos lares oficiantes, parroquianos, doctrina ni texto sagrado.
Además, no habiendo libro que más lejos se halle de unas sagradas escrituras
que el Quijote, nos amoldamos a que “vale más buena esperanza que
ruin posesión” (Quijote, II, 7), y seguimos
adelante.
La
vía de la ciencia
Según
las más afamadas enciclopedias, la historia es la ciencia que tiene como objeto
de estudio el pasado de la humanidad. Como tal, constituye la vía racional que debería
ser capaz de demostrar, en el caso que nos ocupa, si Cervantes estuvo o no en
Béjar. A ese conocimiento objetivo, veraz e imparcial se llega a través de una
metodología de investigación propia de las ciencias sociales, como la consulta
de fuentes documentales, la recopilación de datos, su análisis y valoración, la
formulación y verificación de hipótesis, etc.
Con respecto a la
vida de Cervantes, la mayoría de los biógrafos suele coincidir en la falta de referencias
que permitan detallar de una manera absolutamente fiable su peripecia vital y,
como consecuencia, poder alumbrar –lo que seguramente es más interesante- un
perfil íntimo del escritor, la singular personalidad del hombre que creó la
obra cumbre de la literatura universal. Así, el ilustre filólogo Américo Castro
(1966) afirma que “la biografía de Cervantes está tan escasa de noticias como
llena de sinuosidades”; el hispanista francés Jean Canavaggio (2004) se lamenta
tanto del “silencio de los archivos”, que en un gesto de lucidez o desánimo admite
que “la mayoría
de las Vidas de Cervantes son relatos novelados”; el historiador de la Universidad de Salamanca Manuel
Fernández Álvarez (2005) se lanza a hacer una biografía sobre Cervantes, a
pesar de “que existen tantas dudas, tantos interrogantes a medio
responder”. Se distancia, sin embargo, de este sentir general el filólogo Martín de Riquer
(1980), quien afirma que “no escasean los datos documentales que
permitan trazar la biografía de Cervantes”.
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Retrato de Cervantes. Espasa Hermanos. 1879 |
Al referirnos más en concreto al asunto que nos concierne, el filólogo y
profesor Antonio Gutiérrez Turrión (2013) escribe que “no hay ninguna certeza
de su presencia [de Cervantes] en la ciudad [Béjar] y la lógica indica que seguramente
nunca pisó sus calles”. Igualmente la historiadora bejarana Carmen Cascón Matas
(2010) manifiesta que “las sombras del tiempo no nos despejan las dudas de si
Cervantes anduvo por las calles de Béjar. Ciertos autores lo niegan, pues no
hay prueba documental que lo avale, aunque bien pudo ser que se acercara a la
villa serrana para mostrar el borrador de su obra al duque”. Esta última
apreciación es aprobada por el profesor y crítico literario Jordi Gracia (2016)
al afirmar tajante que “sin duda uno de los primeros en recibir su ejemplar [del
Quijote] habría de ser el duque de Béjar”. Aun así seguimos sin saber si el
libro fue entregado por la propia mano del autor en la misma corte o tuvo a
bien desplazarse a Béjar para cumplir tal propósito o se lo envió a donde estuviera
el duque a través de un emisario.
Como se ve, todo está tan envuelto en tinieblas que uno es receloso de
continuar adentrándose en este confuso bosque, plagado menos de hechos ciertos
que de incertidumbres. Mas valiéndome de “la Ocasión” que me presta Jordi
Gracia (2016) cuando exhorta a imaginar -“porque sin imaginación no hay
biografía”-, decido “asilla por el copete” y seguir adelante para, partiendo de
datos probados, seguir indagando en la resolución –o no- de nuestro misterio.
A partir de 1603 –en
el verano de 1604 “su presencia está debidamente atestiguada en Valladolid”
(Canavaggio, 2015)- Cervantes se asentó con su familia en la ciudad del
Pisuerga, siguiendo las oportunidades que se ofrecían desde que Felipe III en
1601 decidiera trasladar allí su corte. La ciudad castellana se convirtió así en
“la capital intelectual del reino” (Canavaggio, 2015), a la que enseguida
arribaron escritores, pintores, escultores, etc., en busca de un noble que
pudiera servirles de mecenazgo. “La vinculación hacia un determinado
protector –afirma Isabel Enciso Alonso-Muñumer (2008)- les proporcionaba una
red clientelar y el beneficio de una pensión o algún dinero eventual; también, se
convertía en un medio recíproco para adquirir honor y fama”. Se colige, por
tanto, que en los cenáculos cortesanos y literarios de Valladolid bien pudiera Cervantes
haber conocido al duque de Béjar, de quien, por otro lado, debía de tener
cercanas referencias, teniendo en cuenta que la finca que el escritor habitaba
en Valladolid pertenecía a Juan de las Navas, “hijo del gestor,
secretario, mayordomo y lo que haga falta del duque de Béjar” (Gracia, 2016). Así,
Cervantes, poniendo en práctica los propios versos de cabo roto que habría de
plasmar en los preliminares del Quijote
–“Y pues la espiriencia ense- / que el que a buen árbol se arri- / buena sombra
le cobi-, / en Béjar tu buena estre- / un árbol real te ofre- / que da
príncipes por fru-“- se arrimó al
duque con ánimo de conseguir de éste las prebendas que emanan de un valedor de
su alcurnia, quien –podemos imaginar sin riesgo a fantasear en demasía y tal
vez contradiciendo la displicencia que algunos biógrafos le atribuyen hacia
Cervantes- bien pudiera haberle invitado a visitar alguna de las haciendas que
poseía en Béjar, en concreto la finca de recreo “El Bosque”.
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El Bosque (foto: Rubén Martín Bardera) |
Como bien sabemos -sobre todo desde los impagables estudios que sobre
este espacio les debemos a Urbano Domínguez Garrido y José Muñoz Domínguez
(1994)-, “El Bosque” es una villa renacentista que, a la manera de las habidas
en Italia, se erigía como un “ideal antiurbano para la aristocracia del
momento, pero también como espacio para el aprendizaje de las artes, las letras
y las habilidades cinegéticas” (Muñoz Domínguez, 2004). De esta manera, la
inspiración humanista que caracterizaba a las villas italianas, donde se
desplegaba el interés por el conocimiento y el gusto por las artes, también
tuvo su reflejo en “El Bosque”. Así, entre la diversidad de actividades –artes
plásticas, jardinería, recitación poética, teatro, música, canto coral, danza o
naumaquias- que se llevaban a cabo en esta finca de recreo, es oportuno destacar
aquí la relevancia de la poesía que, al celebrar las bondades de “El Bosque”
por autores como Góngora o Cristóbal de Mesa, “convierten este lugar en un
verdadero espacio poético” (Muñoz Domínguez, 2004).
De Cervantes, como ya hemos visto, no consta que acudiera a “El Bosque”
para presenciar alguna representación teatral o participar en alguna de esas
veladas poéticas, pero podemos imaginar que, siendo tan aficionado al teatro
como a los torneos líricos –consta que “El 7 de mayo de 1595 resulta Cervantes
vencedor en una justa poética organizada por los dominicos en Zaragoza”
(Canavaggio, 2004)-, el autor del Quijote
no dejara pasar la ocasión de acercarse a la villa bejarana.
De esta manera tenemos al menos tres datos que no hacen
descabellado columbrar la idea de la presencia de Cervantes en Béjar. La relativa
cercanía a su actual asentamiento en Valladolid, la necesidad de arrimarse al
duque para que le prestara su mecenazgo y su gusto por participar en justas
poéticas son circunstancias que además contaban con un espacio privilegiado
–“El Bosque”- para hacerlas confluir. “Y
diga cada uno lo que quisiere; que si por esto fuere reprehendido de los
ignorantes, no seré castigado de los rigurosos” (Quijote, I, 15).
La vía del arte
“El arte no se aventaja a la
naturaleza, sino perfecciónala” (Quijote,
II, 16). Valga aquí decir no sólo la naturaleza, sino los hechos reales del
mundo que son objeto de la ciencia –las incertidumbres que como hemos visto nos
ha dejado la investigación histórica-, los que trataremos de complementar
asomándonos a lo que pueda aportarnos el arte para ir desbrozando la maraña que
envuelve al misterio de la presencia o ausencia de Cervantes en Béjar.
Afirma Jorge Wasenberg (2009) que
“la ciencia es una forma de conocimiento. También la literatura. Todo lo que no
es la realidad misma es ficción. Cualquier literatura, incluido el ensayo es,
en rigor, una ficción de la realidad. La ciencia, cualquier ciencia, no lo es
menos.” Igualmente, Martín de Riquer (1980) precisa que “son abundantes las
alusiones autobiográficas que aparecen en varias obras de Cervantes, las
cuales, aunque en ciertas ocasiones hay que considerarlas con cautela, nos
ayudan a rehacer algunos momentos de su vida”. En la misma línea, Canavaggio
(2004) manifiesta que “dos caminos suelen ofrecerse a quien intenta acercarse
al vivir cervantino. O bien dedicarse a la consulta de documentos y archivos,
cuyo laconismo deja inevitablemente frustrado al que no satisface con los pocos
datos sacados de actas notariales y apuntes de cuentas, ajenos a la intimidad
del escritor; o bien buscar esta intimidad en su obra, a riesgo de ceder a un
espejismo: el testimonio de unas “fábulas mentirosas” que no han tenido nunca
como fin el de llenar los vacíos de nuestra información”. Y añade que se da una
“contaminación del relato con el vivir cervantino”, de manera que ciertas “ocurrencias,
esparcidas a lo largo de las dos partes de la novela, remiten, de forma más
bien velada, a la gravitación del escritor, a su vida privada, a su formación
intelectual o a los varios ambientes que llegó a conocer”.
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Grabado de Gustave Doré |
Por ello, sin menoscabo de que otros hallazgos puedan
darse en el ámbito científico y sin pretender la exhaustividad del “donoso
escrutinio” que pretendemos, seguiremos algunas de las pistas que nos deja la
obra cervantina para, rastreando en la ficción, no defraudar “el deseo de cumplir con lo que
he prometido” (Quijote, II, 48).
En
Viaje del Parnaso, una obra narrativa
en verso publicada en 1614 que cuenta el viaje al monte Parnaso de Cervantes y
los mejores poetas españoles para librar una batalla alegórica contra los malos
poetas, aparece un diálogo con Pancracio, donde éste le pregunta a don Miguel
si ha compuesto alguna comedia, a lo que nuestro escritor responde “muchas”.
Seguidamente cita, entre otras “dignas de alabanza”, la titulada El Bosque Amoroso. Esta obra, sin
embargo, no se ha encontrado y, por tanto, no consta dentro de la producción
cervantina, si bien Armando Cotarelo Valledor (1947) aventura que la comedia
“que desapareció con el nombre de El bosque amoroso, es seguramente la
que hoy tenemos con el título de La casa de los celos y selvas de Ardenia.” Pues bien, del sugerente título –para
nuestro sacrificada y acaso estéril empresa- de “El Bosque” (eso sí, “Amoroso”)
pasamos a otro bajo el cual se desarrolla una trama burlesca de enredo amoroso,
de mitología caballeresca y pastoril, representada en un espacio arcádico
donde, en un momento de la comedia “en el que la ficción se impone por completo
a la realidad” (Ruiz Pérez, 1989), el texto dice que “han de
haber comenzado a entrar por el patio Angélica, la bella, sobre un palafrén,
embozada y la más ricamente vestida que ser pudiere; traen la rienda dos
salvajes vestidos de yedra o de cáñamo teñido de verde” (Cervantes, Obra completa). En otras
dos ocasiones –al menos- el motivo del salvaje vuelve a aparecer de forma
expresa en la obra cervantina. Así,
en el capítulo de las bodas de Camacho (Quijote,
II, 20), delante de las dos hileras de ocho ninfas que entran en la sala
donde se celebra la fiesta, se presentan “cuatro salvajes, todos vestidos de
yedra y de cáñamo teñido de verde”, tirando del llamado Castillo del buen recato. Igualmente, en la aventura de Clavileño (Quijote, II, 41) entran por el jardín
portando sobre sus hombros al gran caballo de madera “cuatro salvajes, vestidos
de verde yedra”. Bien es cierto que el salvaje es un personaje típico de
representaciones y mascaradas de la época, pero, siguiendo a Cusac Sánchez y
Muñoz Domínguez (2011) –imprescindible su reveladora y amena obra al respecto-,
quienes creen “fuera de toda duda el vínculo de los Hombres de Musgo con toda
su parentela salvaje y milenaria”, podríamos pensar que no es inverosímil la
posibilidad de que tal vez Cervantes conociera de primera mano la “costumbre
inmemorial” de los Hombres de Musgo, es decir, que pudiera acudir en Béjar a
alguna de las procesiones del Corpus en las que participaban -constatadas
documentalmente a partir de 1577- o a los festejos y representaciones que
seguramente se celebraban en “El Bosque”.
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Palacio Ducal de Béjar |
Sin
ceder en nuestro –acaso- insensato empeño, pues “es de cosa manifiesta / que no es de estima lo que poco
cuesta” (Quijote, I, 43), dejamos a
un lado el episodio del Caballero del Bosque (Quijote, II, 12) –de nuevo un vocablo harto provocativo para
nuestros intereses- y nos adentramos en la divertida Aventura de los batanes (Quijote, I, 20). En este capítulo don
Quijote y Sancho entran ya de noche “entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas
del blando viento, hacían un temeroso y manso ruido, de manera que la soledad,
el sitio, la escuridad, el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo
causaba terror y espanto”. De seguido, amo y criado se enredan en un diálogo
que expresa el valeroso ánimo de uno y el conmovido temor del otro, quien
decide –para entretener la noche hasta la llegada del alba- contar la historia
de la pastora Torralba de manera tan reiterativa que sólo hacía avanzar el
desespero que causaba a su señor. Al amanecer, “habiendo andado una buena pieza
por entre aquellos castaños, dieron en un pradecillo que al pie de unas altas
peñas se hacía, de las cuales se precipitaba un grandísimo golpe de agua”,
siguieron el estruendo que no paraba de golpear entre unas casas en ruinas y
dieron a parar a la causa de “aquel horrísono y para ellos espantable ruido que
tan suspensos y medrosos toda la noche los había tenido. Y eran (si no lo has,
¡oh, lector!, por pesadumbre y enojo) seis mazos de batán, que con sus
alternativos golpes aquel estruendo formaban”. Como consecuencia de la aventura
frustrada, un don Quijote “corrido” y un Sancho burlón siguieron hasta el final
del capítulo en animada y divertida plática. Hasta aquí el resumen del episodio,
donde para beneficio de nuestra porfía aparecen en su ambiente castaños, altas
peñas y, sobre todo, el batán, elementos de la naturaleza y de la industria que
tan propios son de las tierras bejaranas. El batán se describe – sin ir más
lejos, en la nota a pie de página que consta en la edición del “IV Centenario” (2004)-
como “máquina movida por forma hidráulica, provista de unos mazos que golpean
tejidos o pieles para desengrasarlos o enfurtirlos”. Como se ve, nos suena
–además del propio ruido que hace- este artilugio mecánico como un elemento
particular de la industria textil bejarana, que ya se había instalado en la
ciudad en tiempos de Cervantes. A este respecto apuntan Alberto Bravo Martín y
Carmen Cascón Matas (2013) que “en el siglo XVI la Casa Ducal se había
inmiscuido en la trayectoria textil con la construcción de un batán, un
lavadero y un tinte”.
Igualmente
y como es bien sabido, muchos de los episodios incluidos en la Segunda parte
del Quijote (del capítulo 30 al 57)
relatan lo acontecido entre los duques y el caballero andante y su escudero. Además
de expresar el hondo conocimiento que Cervantes tenía de la relajada vida en la
que en ocasiones se solazaba la nobleza, no sería muy descabellado lanzar la
hipótesis de que este duque del Quijote pudiera
ser un trasunto del duque de Béjar, a quien –por desquite al no haber obtenido de
su “buen árbol” el cobijo de su “buena sombra” a la que procuró arrimarse al dedicarle
la Primera parte de la obra- caricaturizó en tantas chanzas que pretendían
mofarse de don Quijote y Sancho, que hasta el propio Cide Hamete arremete
contra ellos al decir que “tiene para sí ser tan locos los burladores como los
burlados y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto
ahínco ponían en burlarse de dos tontos” (Quijote,
II, 50). A esta idea de que tal duque fuera un remedo –en la acepción
grotesca del término- del noble de Béjar, pueden añadirse algunos datos que
abonen nuestro ofuscado empeño por situar la trama quijotesca en tierras
bejaranas. En el capítulo en que don Quijote y Sancho se encuentran con una
“bella cazadora”, ésta los invita “a servirse de mí y del duque mi marido, en
una casa de placer que aquí tenemos” (Quijote,
II, 30), vocablo –“de placer”- que en una nota a pie de página de la
edición del “IV Centenario” (2004) equivale a “de recreo”, lo cual no puede por
menos que evocar en nuestra arrebatada mente la villa de “El Bosque”. Más
adelante, cuando se relata la caza de montería, se dice que “llegaron a un
bosque que entre dos altísimas montañas estaba” (Quijote, II, 34), donde sucede la caza del jabalí y la divertida
escena de Sancho pendiendo de una “encina”. Todo el capítulo sigue con
continuas alusiones al “bosque” donde los duques, sus invitados y su séquito se
encontraban. En el episodio en que por fin Sancho toma posesión de la ínsula
tantas veces prometida por su señor, se dice que el escudero llegó a “las
puertas de la villa, que era cercada” –“amurallada”, aclara la nota a pie de
página- (Quijote, II, 45). De nuevo,
nuestro magín se desborda de ilusión con palabras tan “bejaranas” como puerta
de la villa o murallas.
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Murallas de Béjar |
Aun
así, todos los elementos hallados en este incompleto rastreo por la obra
cervantina –bosques (amorosos o no), salvajes vestidos de verde yedra, altas
peñas, castaños, encinas, casa de placer o recreo, duque burlado, montañas,
puerta de la villa, murallas y batanes- , tomados de uno en uno o en conjunto,
no animan a lanzar las campanas al vuelo en este aventurado afán de tratar de aclarar
si Cervantes estuvo o no en Béjar. Sobre todo porque tanto las singularidades
de la orografía, como las distintas tradiciones y costumbres, los elementos de
la naturaleza, de la villa y hasta la existencia del propio duque –“desde Pellicer
la crítica ha identificado, aunque nunca con seguridad, a estos duques (…) con los duques de Luna y de
Villahermosa”, afirmación de J.J. Allen recogida por Ángel Basanta en una nota
a pie de página de una edición propia del Quijote
(2015)- pueden ser comunes a cualquier otro lugar de la geografía hispana.
Por ello,
cuidándonos de que “el que busca lo imposible, es justo que lo posible se le
niegue” (Quijote, I, 33), y
ateniéndonos a la cautela a la que se refería más arriba Martín de Riquer,
similar advertencia a la que nos hace Antonio Gutiérrez Turrión (2013) –“En
todo caso, las conjeturas deben hacerse desde la cautela y la prudencia.
Variadas interpretaciones hacen referencia a la posible intención de reflejar
paisajes bejaranos en alguno de sus capítulos. Todo queda en el mundo de las
conjeturas y de los deseos”-, igualmente apoyada por la reflexión de Cusac
Sánchez y Muñoz Domínguez (2011) –”Sugerente y verosímil, aunque poco
fundamentada, es la opinión de Agustín Jiménez, según la cual el palacio
renacentista de “El Bosque” albergaría buena parte de los episodios sucedidos
en la segunda parte del Quijote”-, podría
enterrar aquí mi desventurada empresa y despedirme con un “Adiós, gracias;
adiós, donaires; adiós, regocijados amigos” (Prólogo a Los trabajos de Persiles y Sigismunda).
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Monumento a Cervantes en Béjar |
Conclusión
Y sin embargo, aunque alejada de
mí “la tozudez de querer bejaranizar a Cervantes” (José Antonio Sánchez Paso,
2011), todavía podemos acudir a la única prueba irrefutable que debemos aportar
para alumbrar de manera definitiva el misterio. Ya que no podemos constatar empíricamente
la pertinente objetividad de los hechos ni confiar de forma plena en las pistas
que pueda darnos la obra cervantina -y obviando, claro está, que a algunos la
vía de la fe pueda salvarles de la duda-, proponemos acudir a “la imaginación
del novelista” (Gracia, 2016).
Ingenio lego (2016), que “a no ser mía, me pareciera digna de
alabanza” (Viaje del Parnaso), es un
cuento que juega con la identidad del autor del Quijote. A modo de largo monólogo, privada confesión o testamento,
don Alonso López de Zúñiga y Sotomayor, duque de Béjar, cuenta cómo, después de
conocer a Cervantes en la corte de Valladolid, invita al escritor a visitar la
villa de recreo de “El Bosque”, el idílico lugar donde se “hacía paraíso en
carne y hueso” esa Arcadia perdida y soñada en las novelas pastoriles, como La Galatea cervantina, obra que con más tibieza que
entusiasmo ya había leído el duque. No sólo en otoño Cervantes se acerca a la finca
de aire renacentista, sino que al escritor le parece que todo “era maravilla”,
de forma que en sus paseos por los jardines y el estanque “se hallaba henchido
de vida”. Con la voluntad de celebrar la onomástica de su invitado, el duque
ordena iluminar “el estrado con camelias para que asimismo don Miguel de
Cervantes recitara versos nacidos de su propia pluma”. Al final, unas significativas estrofas de La
Galatea y la réplica de un soneto escrito por el duque, dejan en el ánimo del
lector un dato más sobre la verdadera –o confusa- autoría del Quijote.
Como se ve, el autor esgrime –también a su capricho baraja
y manosea- algunos de los elementos biográficos y literarios que han ido apareciendo
en este artículo, de manera que se concierten para tratar de merecer la
verosimilitud que a toda obra de ficción se exige –la “verdad de las mentiras”,
que diría Vargas Llosa- y atreverse así a poner lo suyo en concejo, donde “unos
dirán que es blanco y otros que es negro” (Quijote,
II, 36). De ahí que no sea posible la disyuntiva de la presencia o la ausencia de Cervantes en Béjar, ni
mucho menos discernir sobre ella, sino, soslayando la aparente paradoja, asumir
de una vez por todas la conjunción de los contrarios, pues si su ausencia
brilla en los documentos con luz propia, la presencia de Cervantes en Béjar es
incuestionable, como lo es la del propio don Quijote cabalgando junto a su
escudero por los caminos de la Mancha.
Así, volviendo a destacar la cita que encabeza este
artículo, “el poeta –valga
decir, el novelista- puede contar y cantar las cosas, no como fueron, sino como
debían ser” (Quijote, II, 3). Vale.
Bibliografía
·
Bravo
Martín, Alberto, y Cascón Matas, Carmen. (2013). “El “duque fabricante” don
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sábado, 18 de noviembre de 2017
El valor de los recuerdos
Días azules, sol de la infancia
Marcos Calveiro
Edelvives. Zaragoza, 2017
A la formación
de nuestra identidad, de esa propia manera de sentirnos a la vez individuos
únicos y partes de una comunidad que nos engloba, contribuye necesariamente la
experiencia que nos aporta nuestro pasado, pero no sólo el personal o
biográfico, aquel que se nos ha ido pegando a la piel desde la llegada al
mundo, sino también lo ocurrido antes del nacimiento tanto en el ámbito
estrictamente familiar como en el amplio espacio de la sociedad a la que, por
azar, pertenecemos. De ahí que sea una propiedad consustancial al ser humano la
necesidad de recibir historias del pasado -igual da su cualidad real o
ficticia- y más concretamente la de buscar dentro de los márgenes más íntimos
recuerdos o secretos que –también tanto da que sean verdaderos o inventados-
conformen el resbaladizo dominio del escenario familiar. Multitud de novelas –no
sólo de literatura infantil y juvenil, claro está- se nutren de esta necesidad humana
con el fin de revelar la identidad de un personaje, de manera que éste emprende
su propia indagación para reelaborar su presente –y de ahí asentar su vida
futura- desde ciertos hechos que habitan el pasado.
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Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí |
Esta es la
clave de la novela “Días azules, sol de la infancia”, de Marcos Calveiro
(Vilagarcía de Arousa, 1968), escrita originalmente en gallego y traducida al
castellano por Carmen Cabaleiro. Para Nico, el joven protagonista del libro,
todo comienza al recordar la sentencia que siempre pronunciaba su abuelo: “El
mejor regalo que me han hecho en toda mi vida fue un manojo de perejil”. A
partir de ese dicho misterioso y de la frase –“Todos guardamos recuerdos”- que
le escribe una amiga que ha conocido por internet, Nico decide buscar alguna
pista en la casa que quedó abandonada en el pueblo desde que su abuelo Nicasio
–tan parecido a él en las fotos que aún se conservan de su juventud- no tuvo
más remedio que irse a vivir a la ciudad con una de sus hijas. Allí, cerca de
una indómita planta de perejil que peleaba por sobrevivir entre la maleza que
ya se había comido el antiguo jardín, encuentra medio enterrada una vieja caja
de lata oxidada. Nico se la lleva corriendo a su casa de Madrid y, una vez
logra desprenderse de la presencia de sus padres, descubre con asombro algunos
recuerdos que el abuelo fue guardando durante todos esos años.
Cada recuerdo
encontrado en la caja va cobrando sentido en las historias que, en una mirada
al pasado del abuelo, se van introduciendo en la novela de forma paralela a la
narración del presente de Nico. De esta forma, se cuenta cómo desde su Galicia
natal el joven Nicasio acompañó a su padre para la campaña de siega por las
tierras de Castilla, cómo la amistad le ayudó a sobrevivir en Madrid en los
primeros días de la Guerra Civil, cómo descubrió la magia del cine, a
directores y actrices que en medio de la catástrofe aún lograban perseguir sus
sueños, cómo descubrió el amor con una chica que servía en la casa de Zenobia
Camprubí y Juan Ramón Jiménez, y cómo éstos acogieron en su piso del barrio de
Salamanca a un grupo de niños huérfanos antes de tener que huir hacia su exilio
en América.
Así, a través
de este entramado de acontecimientos reales y sucesos ficticios, el joven
lector actual se adentra en ciertos pasajes de la Guerra Civil, pero también
asiste al valor que tienen los recuerdos –históricos, familiares y personales-
para ayudar a conformarnos y crecer como personas.
(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 18 de noviembre de 2017)
miércoles, 15 de noviembre de 2017
El corazón de las tinieblas - Joseph Conrad
¿Quién es Kurtz?
¿Quién es Marlow? ¿Dónde está esa selva y ese río innombrado? ¿Cómo surcar el
cauce interminable, adentrarse en la vegetación que nos circunda, amenaza y
ahoga? Esta novela no hace sino adentrarse en la profundidad del misterio, de
forma que para descubrir su interior envuelve al lector con el manto físico de
un paraje feraz, oscuro, caluroso, húmedo, inmenso y turbio, como la propia
alma que pretende cubrir y, por ello, mostrar.
sábado, 21 de octubre de 2017
Una obra maestra
Huracán en Jamaica
Richard Hugues
Alba. Barcelona, 2017
Tal
vez podría decirse que “Huracán en Jamaica” es la novela de aventuras más
inquietante jamás contada. Y no tanto por los hechos narrados, por la zozobra
que pueda provocar la agitada cadena de sucesos o por el propio ritmo que suele
encoger el corazón de quien se engancha a este tipo de intrigas, sino por la
sospecha de un acontecimiento no expuesto, la existencia de algo oculto que de
forma permanente hace temblar la mirada del lector.
Así, la trama
propiamente dicha no se aleja mucho del esquema típico de las novelas de
piratas. A mediados del siglo XIX la familia inglesa Bas-Thornton y la familia
criolla Fernández viven con sus cinco hijos en la isla de Jamaica, una especie de
paraíso donde los niños se mueven con una libertad seguramente ya desconocida
en la vieja y lejana Europa, repleta de colegios, prohibiciones y normas. Pero
un huracán, precedido de un terremoto y una tormenta que entusiasman a los
pequeños, devasta la isla y entonces a los padres no les queda más remedio que
enviar a sus hijos a Inglaterra. Ya en el barco los niños, que tienen “pocas
facultades para distinguir entre un desastre y el curso ordinario de sus
vidas”, no sólo se adaptan rápidamente a la nueva situación, sino que tampoco
se sorprenden cuando son asaltados por unos piratas. Acostumbrados desde
siempre a una vida de juego, continuas peripecias y aventuras, los chicos –y
las chicas- se desenvuelven en el “ambiente pirata” con una soltura que parece
convertir en normal cualquier episodio por duro o truculento que sea. Es
precisamente esa normalidad con la que el narrador cuenta –a veces a través de la
omisión deliberada, la mera insinuación o el breve trazo- lo que desasosiega al
lector, en ocasiones turbado ante la perversa seducción de la inocencia y la
banalidad con la que se despacha un suceso trágico.
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Cartel de la película |
Publicada
inicialmente en 1929, Richard Hughes (1900-1976) indaga con “Huracán en
Jamaica” –llevada al cine en 1965 por Alexander Mackendrick y titulada en
español como “Viento en las velas”- en la peculiar perspectiva moral de los
niños, en esa distancia –a menudo abismal- que hay entre la conducta
desprejuiciada de la edad infantil y la severa autocorrección que se impone en
el mundo del adulto. Incluso en el barco se ve reflejada esa brecha generacional,
pues los propios piratas, que continúan de una forma decadente una “tradición
vocacional”, ejercen por inercia un oficio ya desprovisto de maldad, mientras
que los niños parecen asumir como un juego más de su infancia ciertos
comportamientos malignos que deberían ser propios de sus imprevistos captores.
Los jóvenes –y
los adultos- lectores de nuestro tiempo pueden disfrutar de la manejable y
atractiva edición –en impecable traducción de Amado Diéguez- que nos presenta
ahora la editorial Alba de esta obra maestra de la literatura. Un clásico de
las novelas de aventuras que ofrece otras lecturas más allá del mero
divertimento: el habitual afán de los adultos para manipular la verdad con el
fin de lograr lo que ya tenían prefijado; la educación como medio para
domesticar la natural tendencia de la infancia a saltarse las normas; el
desmentido de la supuesta inocencia de los niños; la equivocada rotundidad que
atribuimos al significado de ciertos contrarios (verdad-mentira, bondad-maldad,
realidad-imaginación). Y todo narrado desde un punto de vista donde el humor,
al pretender el distanciamiento irónico ante algunos hechos dramáticos, ahonda
más en el desasosiego del lector cuando presiente la presencia larvada de lo
innombrable.
(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 21 de octubre de 2017)
sábado, 23 de septiembre de 2017
Aprender a jugar con el lenguaje
Con el diccionario a diario: jugando con las palabras
Juan José Lage
Octaedro. Barcelona, 2017
Traemos hoy
aquí, a este espacio habitualmente dedicado a reseñar obras de literatura
infantil y juvenil, un libro que no es de ficción, pero que tiene como
finalidad contribuir a desarrollar en los niños y niñas las habilidades
necesarias para, entre otros beneficios relacionados con la lectura, poder
disfrutar de manera plena de las obras literarias.
Uno de los requisitos
necesarios para lograr que los niños se conviertan en buenos lectores, es
decir, que adquieran la capacidad de decodificar y comprender textos escritos, es
que tengan la oportunidad de desarrollar unas habilidades metalingüísticas
básicas. Dicho de una manera llana, que sean capaces de jugar con todas las
posibilidades que nos brinda el lenguaje. Así, no es suficiente el conocimiento
de las letras y su correcta asociación con los fonemas que representan, para
que se considere que un niño “sabe leer”. Como mucho, puede decirse que
adquiere la “mecánica lectora”, una habilidad sin duda imprescindible para el
desarrollo posterior de la lecto-escritura, pero leer supone algo más, implica
establecer “representaciones mentales” a partir de la palabra escrita, es
decir, alcanzar el significado, la intención última de llegar a la comprensión
de lo leído. Esto lo saben – o deberían saberlo- los educadores en quienes
confiamos para que enseñen a leer a nuestros niños.
Como decíamos,
para favorecer la adquisición de estas competencias, el profesor asturiano Juan
José Lage (director de la revista Platero, dedicada a la literatura infantil y
juvenil) ha escrito este interesante y útil “Con el diccionario a diario:
jugando con las palabras” (Octaedro, 2017). En la primera parte del libro se
presenta una serie de actividades que se puede llevar a cabo en el aula o en
casa en torno al diccionario. Desde algunos juegos más conocidos, como palabras
encadenadas (casa-saco-coma…), palíndromos o palabras capicúa (somos), parónimas
(afectivo-efectivo), anagramas (cuenta-cuneta) o familias de palabras, a otros
más originales, como encontrar las palabras más largas del diccionario, palabras
robadas (juego inventado por Cortázar en “Rayuela”), monovocalismos (carcajada)
o tautogramas (frases cuyas palabras empiezan por la misma letra: María miraba
mis manos). En la segunda parte, titulada “Jugando con las palabras”, se continúa
proponiendo tareas como comparaciones (roja como un cangrejo), pentavocalismos (murciélago),
retruécanos, neologismos, pleonasmos, etc.
Lage, que fue
galardonado en 2007 con el Premio Nacional al Fomento de la Lectura, se ha
servido de toda su dilatada experiencia como profesor, bibliotecario, crítico
literario, experto en animación a la lectura y escritor de varios libros de
divulgación literaria, para desempolvar el diccionario –ese tocho que a menudo
duerme en las estanterías a la espera de que alguien vaya a buscar el
significado de alguna palabra- y plantear en torno a él variadas y múltiples
actividades que puedan servir a los docentes para su trabajo cotidiano en el
aula, pero también a las familias que quieran emplear el tiempo libre para
jugar con las palabras, tratando así de despertar en los niños y niñas su creatividad
y el gusto lúdico por el lenguaje. A ello también contribuye la inserción de
fragmentos de textos literarios de diferentes autores, muy apropiados para
ilustrar cada tarea que se propone.
El libro se
completa con unos apéndices que incluyen citas relacionadas con el conocimiento
y el lenguaje, juegos de pareados, ortografía de homófonos, y unas viñetas
humorísticas. De gran utilidad es también la bibliografía, donde aparecen todo
tipo de diccionarios, así como libros que contienen propuestas para jugar con
las palabras y algunas novelas juveniles que tratan de divertir al lector a
través del uso lúdico del lenguaje.
sábado, 26 de agosto de 2017
Cuentos de Miguel Hernández
Cuentos para mi hijo Manolillo
Miguel Hernández
Nórdica Libros. Madrid, 2017
En
la vida de Miguel Hernández, tan cargada de sucesos dramáticos, conmueve hasta
las lágrimas la escena en la que el poeta, al terminar una visita de Josefina
Manresa en la cárcel de Alicante, quiere entregarle a su hijo un libro que ha
escrito para él. Podemos imaginar, en medio de la oscura soledad del poeta, el
rayo de ilusión que le ofrecía la posibilidad de ver la risa de su hijo, la “luz
que proclama la victoria del trigo sobre la grama”. Pero, con el mismo desdén y
frialdad del desalmado régimen al que sirve, el carcelero se lo quita y se lo da
a Josefina, evitando así la íntima satisfacción que para Miguel Hernández
suponía dar el libro en propia mano a su hijo, transmitir de piel a piel la
profunda cualidad de lo creado. Podemos hacernos una somera idea de la
desolación del poeta al ser privado del contacto físico, incluso de la mínima cercanía
para poder entregarle emocionado (a través de ese libro acompañado tal vez por algunas
palabras “hondas como un beso”) un legado de esperanza dentro del dolor de la
enfermedad y de la muerte, que ya tan próxima barruntaba.
El libro, encuadernado por el mismo poeta con tapas duras, se titulaba
“Dos cuentos para Manolillo”, con el añadido entre paréntesis “Para cuando sepa
leer”. Los cuentos eran “El potro obscuro” y “El conejito”, que Miguel
Hernández había traducido del inglés. Su compañero de celda Eusebio Oca pasó a
limpio los textos del poeta y se encargó de realizar unas sencillas ilustraciones
con acuarelas para resaltar la belleza del texto.
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Portada original de Miguel Hernández |
“El potro obscuro” cuenta cómo precisamente “Potro-Obscuro” lleva sobre
sus lomos a niños, niñas y animales a la gran ciudad del Sueño. Tiene
reminiscencias del famoso cuento “Los músicos de Bremen”, y el eco que se
repite, como una cantinela en la boca de los personajes (“Llévame, caballo
pequeño, a la gran ciudad del sueño”), no es otro que la búsqueda de la
libertad, el deseo de llegar a un lugar “donde no hay dolor ni pena”. “El
conejito” es una fábula en la que un conejo se ve atrapado en un huerto por
culpa de su glotonería. La referencia es “El cuento de Perico, el conejo
travieso”, publicado por Hellen Beatrix Potter en 1902. A la agilidad de la
narración contribuyen los pensamientos del conejo expresados en el texto en
forma de diálogos, y a través de los cuales el pequeño lector puede sentir el
deseo, la felicidad y el temor que el conejo va sintiendo.
En este año en el que se cumplen los 75 de la muerte de Miguel Hernández,
la editorial Nórdica nos presenta esos dos cuentos y dos más –“Un hogar en el
árbol” y “La gatita Mancha y el ovillo rojo”- que también había escrito el
poeta en la cárcel y cuya existencia no se dio a conocer hasta la celebración
del centenario de su nacimiento en 2010. Los textos se acompañan con
ilustraciones de Damián Flores, Sara Morante, Adolfo Serra y Alfonso Zapico. Esta primorosa edición se completa
con un sucinto prólogo de Víctor Fernández y un apéndice con documentos originales
de los cuentos y dibujos de Miguel Hernández.
Son cuentos muy breves, de sonoridad poética, muy apropiados para contar
a niños pequeños que aún no saben leer o para primeros lectores, que
seguramente encontrarán ese placer inicial que les pueda llevar a adentrarse en
el amor por la lectura.
(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 26 de agosto de 2017)
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