Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 13 de diciembre de 2014

El esperpento de la ciencia


La venganza del objeto
Alfredo Hernández García
Editorial Luna de Abajo. Oviedo, 2014
233 páginas


          Todo escritor que se precie de serlo sueña con ser dueño de un estilo que cualquier lector pueda reconocerle como propio, claramente distinguible de la prosa funcional que más se suele celebrar en la literatura de escaparate. La mayoría de estos escritores se conforma -y no es poco- con que el estilo que los defina se ciña a meras cuestiones formales, de manera que indagan dentro de las posibilidades lingüísticas, estructurales, espaciales o temporales del texto, pero algunos -los más osados- procuran hacerse con un mundo personal, un territorio lo suficientemente acotado y ancho que en último término sea capaz de suscitar un planteamiento moral.
          Ya desde “El fósil vivo” (2012), novela en la que -en aparente paradoja- se hace memoria de un mundo futuro, Alfredo Hernández García entró en ese privilegiado grupo de escritores que pueden presumir de haber creado un espacio propio, no sólo caracterizado por algunos atrevimientos formales, sino más aún habitado por ciertos fantasmas de los que, al convocarlos, pretende desprenderse. En “La venganza del objeto” -también disponible en versión digital gratuita- sus señas de identidad se reconocen en las singularidades del lenguaje (una sintaxis que, puesta al servicio de la ironía, oscila entre la solemnidad ridícula de la precisión notarial y la displicencia más pedestre de las expresiones coloquiales; la presencia de neologismos -algunos dignos de aparecer en la próxima edición del DRAE- destinados a nutrir la prosa de pequeños divertimentos con los que el lector va obteniendo la recompensa por seguir leyendo; la originalidad de las imágenes, hallazgos poéticos capaces de deformar -es decir, de ampliar- el sentido de lo significado; el amplio despliegue de sentencias o citas, como muestra irónica de la “citografía” -y de los “culturemas” y “reflexflemas”- que el texto denuncia), en la originalidad de la historia (una mujer se propone observar a un científico, es decir, “transformar el estudioso científico en estudiado”, con la intención de auscultar sus marrullerías, las de un personaje que se tiene por “purpurado” -muy por encima de los “amansados” o “básicos” del pueblo llano-, pero que no es más que un “naturófago”, un superdotado -de nombre Chiripa, tal vez un guiño risueño al cuento “La conversión de Chiripa”, de Clarín- que no investiga para comprender la realidad y aumentar el conocimiento que teóricamente debe perseguir la ciencia, sino “para inventar la verdad”, en un afán meramente endogámico tras el cual sólo se pretende que otros investigadores citen el propio estudio, llegando así a la “axiomatización de la citografía”, única moral a la que el civilizador -el observador observado- se debe) y en el empleo de la metaficción (la narradora que introduce al lector en el propio texto que cuenta, haciéndole partícipe no sólo de lo que desde su punto de vista se observa en la trama, sino transmitiéndole su personal concepción de la novela en la que la intriga no sería más que el “recurso de los mediocres”) que, al servirse de la propia novela también como objeto de análisis, se eleva de esta manera como metáfora de lo que el mismo texto denuncia: el tramposo delirio del científico investigado corre en paralelo con la irónica mirada de la narradora ante lo narrado.
          De esta forma, el mérito de “La venganza del objeto” es que -como afirmaba Walter Benjamin de Kafka o los surrealistas- el lenguaje deja a un lado su significado “burgués” y recupera su poder primario para denunciar la prepotencia del hombre ante la naturaleza. Para ello el autor se sirve del humor, la exageración y el esperpento, que lejos de edulcorar la acidez de la crítica hacia una ciencia hipertrofiada y endogámica, ahonda más en el malestar que a menudo conlleva lo agridulce.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 13 de diciembre de 2014)





viernes, 12 de diciembre de 2014

Entrevista imaginaria a Juan Ramón Jiménez




          Imaginemos que, tras desfilar entre la hilera de olmos que se yerguen a cada lado de la calle Queensbury, pisamos un solar cubierto de césped donde se asienta una casa de madera blanca. En el porche, enrojecido por el sol que dejan filtrar las hojas doradas del otoño, nos espera Juan Ramón Jiménez, con su mirada fija en las ramas que balancea el último viento de la tarde. Sentado en su sillón de mimbre, el poeta nos invita a subir la corta escalera y compartir con él la frugal merienda que le acaba de llevar Zenobia. Algunas ardillas se acercan con cautela a la balaustrada para enseguida perderse en el pequeño bosque que, con su callado aliento, pretende ocultar los primeros árboles desnudos. Como ensimismado en el perenne recuerdo de sus días pasados, Juan Ramón va hablando con una voz grande y dulce, expresando un hondo sentir que se impone al solemne silencio de la tarde.

Casa de Riverdale (Maryland, EE.UU.)
  • Pregunta: Buenas tardes, don Juan Ramón. Tengo mucho gusto en saludarle y en hablar con usted. Lo primero que quiero hacer es agradecerles a usted y a su esposa que hayan tenido la amabilidad de recibirme en su acogedora casa de Riverdale. ¿Cómo se encuentra aquí, tan alejado de España?
  • Respuesta: Yo estoy bien aquí. Desde lejos, aunque parezca paradójico, se sabe más de todo, se está más enterado de todo. Y nos comprendemos mejor, y es menos literaria nuestra poesía. Ausencia y distancia son buen estímulo para recordar.
  • P: Precisamente con esta entrevista pretendemos que se le recuerde a usted y a su obra en el homenaje que se le tributará cuando se cumpla el centenario de la publicación de Platero y yo.
  • R: La gloria, Balzac lo dijo, es el sol de los muertos. Sólo a los muertos, y cuando el tiempo haya depurado su obra, debe rendirse homenajes como el que usted propone. Yo nada quiero. Mi alegría es conservar la honestidad de mi arte. El mejor elogio que se puede hacer de un libro es apretarlo contra el corazón; tenerlo como una flor, como una fuente, como una mujer; para ayudar al cuerpo a subir la montaña. Los libros son solo para dar sueños a la vida.
  • P: Usted es reconocido en todo el mundo como un gran poeta. Sin embargo, Platero y yo, uno de sus libros más celebrados, está escrito en prosa.
    1ª edición (1914) de Platero y yo
  • R: Yo creo que no hay prosa ni verso; lo mismo puede ser verso la prosa, que la prosa verso. En cualquier prosa hay rima, consonante y asonante, ritmo, medida, sólo que todo está mezclado y en cualquier verso está también la prosa. No hay más que escribirlo en forma de prosa y ya está.
  • P: También llama la atención que un escritor tan profundo como usted, a veces difícil de entender en toda su dimensión, escribiera esta obra tan leída y querida por los niños.
  • R: Yo nunca he escrito ni escribiré nada para niños, porque creo que el niño puede leer los libros que lee el hombre, con determinadas excepciones que a todos se le ocurren. También habrá excepciones para hombres y para mujeres, etc.
  • P: Sin embargo, usted ha logrado acercarse de una forma poco usual al sentir y al pensamiento de los lectores más jóvenes.
  • R: “Tú has sido siempre un niño”, me dijo mi madre días antes de morirse. Siempre como el niño voluntarioso, siempre libre, siempre en presente. Con mi juventud, mi madurez, mi vejez, siempre he permanecido niño. No he sido nunca sino niño. Y cómo se ha reído mi niño de los que no han sido niños nunca, de esos que se han tomado tan en serio. Yo creo que el sueño del juego de un niño es el más profundo hecho anticipador de la vida. Lo que se refiere a los niños me interesa siempre. Porque el niño no es aún personaje superior o corriente, sino una posibilidad o un preludio de personaje superior.
  • P: En el prólogo que a modo de “Advertencia” hace usted al libro, afirma que en Platero y yo “la alegría y la pena son gemelas”. ¿Es la doble cara de la existencia, la alegría por la celebración de la vida y la pena por la muerte inevitable?
  • R: La muerte y la vida han estado tan unidas siempre en mí, han luchado tanto por mí entre ellas, que yo no me considero sino como un combate entre varios yos.
  • P: Platero y yo se desarrolla en los paisajes de su infancia. ¿Qué nos puede decir sobre esos años?
  • R: Nací en Moguer la noche de Navidad de 1881. La blanca maravilla de mi pueblo guardó mi infancia en una casa vieja, de grandes salones y verdes patios. De estos dulces años recuerdo bien que jugaba muy poco y que era gran amigo de la soledad: las solemnidades, las visitas, las iglesias me daban miedo. Mi mayor placer era hacer campitos y pasearme en el jardín, por las tardes, cuando volvía de la escuela y el cielo estaba rosa.
  • P: Parece ser que esa primera época de su vida ha tenido gran influencia en su obra.
  • R: Aquel ofrecimiento amontonado de claridad tan lejana y tan cercana, tan inminente y tan inasible en el norte del verano moguereño, y aquel deseo mío de espresármelo, aquella tierra verdadera, fueron fundamentando en mí, noche tras noche de desviada soledad joven, con sus ricas luces sólidas, semillas de una cosecha de frutos perpetuos, de alimento eterno, el estado errante y febril de mi tan anhelada y mayor poesía.  
    Casa natal de Juan Ramón en Moguer
  • P: ¿Guarda algún recuerdo de su primer colegio?
  • R: El colejio de mi pueblo tenía, en la plataforma, una gran ventana que daba al jardín, jardín de antigua casa señorial, abandonado, lleno de yerba alta, de yedra y de humedad, con naranjos, jazmines, enredaderas y cipreses. En las tardes de lluvia de invierno, cuando a las cuatro ya era de noche, entre la salmodia incolora de los rezos cantados, o del deletreo de la cartilla, mis ojos se estasiaban en los amarillos descoloridos con que al poniente endulzaba el cielo de la tormenta, sobre los cipreses mojados, y bajo la inminente claridad del cenit. Confusamente, en aquel oro descolorido y triste, estaba como una clave conciente e inconciente a un tiempo de mi existencia lírica, a medias trájica y sentimental.
  • P: ¿Cómo era usted de pequeño?
  • R: Mi madre solía decirme que, de niño chico, yo estaba siempre riéndome; que tenía una risa alegre, luminosa, agradable, que se pegaba. Y que no comprendía cómo luego me volví tan serio. Desde que yo me acuerdo, me miro pensativo, serio y melancólico. Arranques de mal jenio siempre los tuve, pero fui aprendiendo, por mí mismo, en mi soledad, a reaccionar, y poco a poco fui dejando de ser capaz de dejar a nadie injustamente, en lugar desfavorable.
  • P: Aunque aún no utiliza su peculiar ortografía en Platero y yo, ¿por qué a partir de un determinado momento decide escribir con “j” y “s” en vez de “g” y “x”?
  • R: En mi segunda casa grande de Moguer había un hermoso Diccionario de Autoridades de la Academia Española, en dos tomos, que era un tesoro para mí. Desde niño me acostumbré a leer con “j” y “s”. A mí me parecía aquello tan natural, aquella ortografía se acomodaba tan bien a la prosodia moguereña, que no vacilé en aceptarla como buena. Al principio no la usaba en mis libros porque no tenía autoridad para imponerla en las imprentas.
  • P: ¿Cuándo empezó a escribir?
  • R: No me interesé mucho en la carrera de leyes que mis padres elijieron para mí y abandoné pronto la Universidad de Sevilla donde empecé a estudiarla. A mí me gustaba más pintar, tocar el piano y escribir, y mis padres y toda mi familia, con una comprensión y una largueza que nunca agradeceré bastante, decidieron que yo lo hiciera todo a mi gusto. De modo que yo fui escritor aceptado por mi familia desde los 14 años. Yo escribía, escribía como un loco verso y prosa. Y además, los publicaba. Ningún periódico o revista de la época me negó sitio y en muchas tuve hasta pago. Y leía, leía atropelladamente cuanto caía en mi mano.
    Juan Ramón en un momento de la entrevista
  • P: ¿Qué influencias de autores o corrientes literarias reconoce usted más determinantes en su obra?
  • R: ¿Influencias? Sí, de todas partes. Así, en su incorporación universal todas se destruirán unas a otras y uno se quedaría libre en más en lo suyo que más entonces. Las expresiones poéticas más bellamente delicadas se las he oído a hombres toscos del campo, y con nadie he gozado más hablando que con ellos o sus mujeres o sus hijos... Todos hemos nacido del pueblo, de la naturaleza, y todos llevamos dentro esa gran poesía orijinal.
  • P: Se dice que usted modifica y corrige constantemente lo que escribe, ¿podría decirnos cómo es su forma de trabajar?
  • R: Escribo siempre de un tirón, a lápiz, luego lo dicto o lo pone Zenobia a máquina, y lo veo objetivado, fuera de mí. Entonces sí lo corrijo despacio, pero después, una vez que lo dejo ya no me ocupo de él, si años más tarde lo releo tal vez cambie un adjetivo, una palabra, si en la lectura el cambio se impone por sí. Cuando estoy trabajando rodeado de mis papeles, se establece entre ellos y yo una corriente magnética. No puedo dejarlos. Si quiero, si tengo que irme a la fuerza, los papeles se me pegan a los huesos de los dedos como el cuerno frotado. Y, a veces, entre lo escrito y mis ojos salta, como un reproche, una chispa azul. Cuando me entrego al trabajo pleno parece que no me falta tanto en la vida.
  • P: ¿Hasta qué punto cree que su resentida salud ha condicionado su obra? 
    Zenobia y Juan Ramón
  • R: Si yo estuviera sano, sería uno de los hombres más grandes del mundo... Ah ¡si supierais los jérmenes decididos a estallar que llevo dentro! ¡Si yo pudiera emplear mi vida entera en mi pensamiento! ¡Si mi salud igualara a mi voluntad, el ansia de saber, el afán de viajar, de obrar, de aniquilar, de construir!
  • P: ¿Cómo ve usted la figura del poeta, su importancia o misión en el mundo?
  • R: El poeta ha venido al mundo para definirlo, ordenarlo voluptuosamente en belleza, para nombrarlo bello, verdaderamente, para inutilizarle todo lo inútil y salvarle todo lo útil.
  • P: Y su propia obra poética, ¿cómo se establece esa relación de usted con la poesía?
  • R: Yo tengo escondida en mi casa, por su gusto y por el mío, a la Poesía. Y nuestra relación es la de los apasionados. Que la frase esté tocada de alma, que evoque sangre, o lágrima, o sonrisa; que en el vocablo haya siempre un subvocablo, una sombra de palabra, secreta y temblorosa, un encanto de misterio. Poesía significa, no hay que olvidarlo, contemplación y creación. Así, todas las actividades grandes y pequeñas de nuestra vida, que es crear y contemplar, pueden y deben ser poéticas. La poesía, el mismo arte, no pueden ser menos ni, sobre todo, más que auténtica emoción y forma completa. La perfección de la forma artística no está en la exaltación sino en su desaparición, no en hacer una prosa mala o desaliñada sino en hacerla tan buena que parezca que no existe.
  • P: ¿Podría definirse a sí mismo o darnos una imagen de usted?
  • R: Soy hombre libre, lo fui siempre y estoy seguro de seguir siéndolo hasta el fin. La obligación humana y divina del poeta es cumplir como hombre, libre por conciencia y esclavo gustoso por vocación, su encontrado destino. No fumo, no bebo vino, odio el café y los toros, la religión y el militarismo, el acordeón y la pena de muerte; sé que he venido para hacer versos; no gusto de números; admiro a los filósofos, a los pintores, a los músicos, a los poetas; y, en fin, tengo mi frente en su idea y mi corazón en su sentimiento. Durante toda esta vida mía de libertad constante, he intentado comprender la verdad y la belleza; la belleza verdadera, esa belleza que está en la verdad de todo lo llamado bello y lo llamado feo.
  • P: También se ha significado por su sensibilidad social y la defensa de la justicia.
  • R: El poeta no ha olvidado nunca que lo peor verdadero es la injusticia, el hambre, la miseria por un lado, y por otro, la populachería, el odio y el crimen. Nada más lejano de lo popular que el chabacanismo plebeyo, el brillo, ese aquí estoy yo de la abundancia desmedida.
    Placa en Moguer
  • P: De igual manera, usted siempre se ha declarado un hombre del pueblo.
  • R: Afirmo muy alto, una vez más, que admiro apasionada o serenamente, según el instante, a mi maravilloso pueblo; que soy populareño por libertad, por sentido común, por honradez y por amor. Tengo para mi obra el amor de un labrador a su propio campo. En el que estoy todo el día, cavando, podando, regando, mirando y soñando.
  • P: ¿Qué lucha personal ha guardado en lo más íntimo de su existencia?
  • R: Quién sabe más que yo, quién hombre o dios puede, ha podido o podrá decirme a mí qué es mi vida y mi muerte, qué no es. Si hay quien lo sabe, yo lo sé más que éste, y si lo ignora, más que ése lo ignoro. Lucha entre este saber y este ignorar es mi vida.
  • P: ¿A su edad, qué enseñanza le ha dado la vida que se pueda transmitir a los más jóvenes?
  • R: No se pasa mejor en la vida con más cosas; sino con las cosas que nos hacen verdaderamente falta, las cosas a las que les hacemos verdadera falta nosotros.
  • P: Para terminar, ¿qué sensación o íntimo convencimiento le deja su vida, don Juan Ramón?
  • R: Estoy contento del trabajo de mi vida y creo que, al fin, conmigo, tiene España un poeta completo que puede unir a los universales. A ver, ahora, cuántos siglos pasarán antes de que venga otro español a ponerse a mi lado. Esto no es orgullo. Es gozo. No soy yo quien me jacto por mí; sino yo que he castigado, sacrificado, exaltado, al otro yo que ha realizado tal obra.

La caída de la tarde apenas deja ver ya el vuelo manso de las hojas que se desprenden de los olmos mecidas por un airecillo afilado, que Zenobia, en el gesto de ponerle a Juan Ramón la chaqueta sobre los hombros, ahuyenta del apagado porche de Riverdale. 

(Nota: Las respuestas de Juan Ramón Jiménez son expresiones literales vertidas por su pluma en alguna de sus obras. Por ese motivo, se ha respetado, cuando ha correspondido, la particular ortografía del poeta)



sábado, 6 de diciembre de 2014

La fragilidad de la mariposa


Madama Butterfly
Benjamin Lacombe
Editorial Edelvives. Zaragoza, 2014

           A partir del cuento “Madame Butterfly” (1898), escrito por el norteamericano John Luther Long, y de la novela “Madame Chrysantheme” (1887), del francés Pierre Loti, Giacomo Puccini compuso su célebre ópera “Madama Butterfly”. Debido al sonoro fracaso en su estreno en La Scala de Milán el 17 de febrero de 1904, el compositor italiano se vio obligado a reescribirla, de modo que, entre los diversos arreglos que fue llevando a cabo en las sucesivas versiones, decidió organizarla en los tres actos con los que es conocida en nuestros días. Estas modificaciones no sólo consiguieron salvar la obra, sino que la dirigieron hacia un éxito que ha logrado que en la actualidad “Madama Butterfly” sea una de las óperas más representadas en el mundo, la tercera -por detrás de “Tosca” y “La bohème”- entre las preferidas de la obra de Puccini.
          Ahora la editorial Edelvives nos ofrece -en adaptación libre de esta ópera a cargo del ilustrador francés Benjamin Lacombe- un precioso álbum donde al texto -fiel a la dimensión del drama- y a las imágenes -escenario propicio para la representación de lo narrado- sólo le hace falta la música del compositor italiano para que los jóvenes lectores puedan sentirse inmersos en la bella dramaturgia de la ópera.
          El texto, dividido en los tres actos que marca el original del que parte, cuenta desde la perspectiva del lugarteniente de la Armada norteamericana B.F. Pikerton su historia de amor y desventura con Butterfly -apodo debido a que al revolotear de una bella mariposa se asemejaban sus gráciles movimientos-, una bella geisha que conoce en el Japón tradicional del siglo XIX. El apuesto oficial, como si de un juego se tratase, no tiene reparos en seducir a la joven japonesa, quien le corresponde con un amor capaz de renunciar a las más enraizadas tradiciones de su pueblo. Con el tiempo, ya satisfecho de la conquista amorosa, Pikerton se cansa de la dulce melancolía que rodea su matrimonio y de vivir en una cultura tan diferente a la suya, siempre cargada de una monotonía de ritos y de costumbres que lo exasperan. De ahí que, en cuanto ve la oportunidad, vuelve a su país de origen, dejando a Butterfly con la promesa de que regresará “en la época de las rosas”. Pero pasa el tiempo en que “el petirrojo acaba de construir su nido”, la bella geisha da a luz al hijo que había mantenido en secreto en su seno, se suceden las estaciones, las flores del jardín se marchitan... y Butterfly sigue esperando a su amado, quien, ajeno a los desvelos de su esposa, ha contraído matrimonio con la norteamericana Kate, una mujer cuya forma de ser y lealtad a las costumbres son muy diferentes a las de la joven japonesa. Al cabo de tres años, Pikerton -héroe de tantas batallas- siente que es un desertor y un cobarde a ojos de Buttefly y decide regresar a Japón, pero va acompañado de Kate y de una intención que, como un soplo violento, destrozará las frágiles alas de la mariposa amada.
          En el texto Lacombe ha sabido nutrir la historia con los elementos propios de la tragedia romántica, bien acompasados con las coloridas ilustraciones que subrayan, en armónico contraste, la sobria melancolía del drama. A ello también contribuye el desplegable de diez metros que, a la manera de un biombo japonés, ofrece nuevas sugerencias plásticas a quienes tengan por bien acercarse a esta preciosa obra.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 6 de diciembre de 2014)



sábado, 8 de noviembre de 2014

Rubén Darío se lava con heno de Pravia

Rubén Darío se lava con heno de Pravia     
       
Rubén Darío
            Junto a la ribera del río Yaguaré, tres púberes canéforas encienden un fuego con ramas de jícaro. El viento suave y cálido que el bosque transpira, aviva la llama que hará brotar de la raíz de la cuculmeca los vahos capaces de aliviar sus nacientes fatigas vaginales. En un ritual orlado por la conquista de una maligna belleza, no sólo ahondan las ninfas en el bebedizo la ávida lengua de los besos azules, sino que, prendiendo con los dedos pulgar y corazón el vuelo de sus encajes, abren sus piernas a horcajadas sobre la olla donde burbujea la pócima. Sus sedosos vestidos danzan al son de las perlas que culebrean sobre la húmeda piel de los muslos, de forma que, dejándose llevar por un ritmo animal y divino, abanican de nuevo el aire hacia el interior del bosque. También despierta a la flor de su silencio el brinco febril de los pies desnudos en la yerba, acelerados al compás de los brazos que se alzan extasiados al cielo del día y de la noche. Candelabros alados que confían alumbrar más que la solitaria luz de las estrellas, riegan con su risa de oro las sombras de los labios aún sin besar y transfiguran en púrpura el temblor de sus ojos arbolados. Y las bocas, las bocas corean una canción profana de vida y esperanza. Desterrado a un desierto de espinos el cercano dolor de la infancia, el anhelo de la juventud embriagada sin freno se azora en la gozosa celebración de los sentidos, en el arrebatado temblor de la piel por donde hormiguean las puntas de los largos cabellos su música inocente y fecunda. Es la humedad de la carne, los pechos que se desperezan como racimos frescos. Sin embargo, como si de pronto un íntimo pavor las avisara de los abismos del éxtasis, detienen al momento la danza que ya agitaba sus almas hacia el crepúsculo donde habitan los faunos.
 
Rubén Darío y Paca Sánchez
            El poeta Rubén Darío, tumbado en la arena de la playa de los Quebrantos, ponía palabras a las imágenes de sus ensueños. A su lado, Paca Sánchez sólo soñaba con que la pleamar que los aislaba entre las rocas durara para siempre, que las olas de la tarde se remansaran sin fin bajo la Punta del Pozacu, justo a la puerta de la cueva donde los amantes se ocultaban de las posibles miradas de los curiosos. Más allá de los acantilados que rompían la monótona línea del horizonte, un ligero viento traía hacia la costa algunas nubes que, de vez en cuando, amenazaban con ensombrecer la siesta de sus cuerpos desnudos. Pero la humedad que por momentos causaba escalofríos en la piel acostada sobre la arena negra, no despertaba al poeta del cuento que le llevaba al departamento de Matagalpa, allá en su Nicaragua natal, donde seguía imaginando cómo, bajo el chorro de las cascadas de Cerro Apante, las ninfas sumergían sus cuerpos de mármol.

Una cortina de agua transparente y azul cae limpia sobre los cabellos rubios, resbala por los hombros y los pechos de rosa y marfil, por las caderas esculpidas por Fidias con el mismo cincel que utilizó para modelar las bellas formas de la diosa Atenea. Las ninfas lavan sus cuerpos frotándose unas a otras con flores de espuma, en un rito de purificación que pretende aplacar sus ansias, el delirio febril que palpita bajo la rosa ardiente de sus corazones felinos. Y entonces, el aire que alientan con sus cánticos los pájaros, se envuelve en un perfume…

            De pronto, el poeta Rubén Darío dejó de poner palabras a las imágenes de sus ensueños porque el olor de Paca Sánchez, echada a su lado en la playa de los Quebrantos, no le permitía evocar ningún otro perfume ni aroma ni fragancia ni esencia ni bálsamo que no fuera el mismo olor que recorría ese año todos los lugares por donde transcurría su veraneo. Ya fuera entre las blancas sábanas de la fonda El Brillante de San Esteban de Pravia, donde se hospedaba gracias a la amistad con su propietario el periodista y empresario Edmundo Díaz del Riego, fundador de la revista La Ilustración Asturiana; ya fuera en la toilette de la casa que el profesor Rafael Altamira tenía cerca del muelle de La Ribera y que el poeta solía visitar para no perder contacto con la vida intelectual y literaria; ya fuera en la ropa y el pelo y las manos de Raquel, la barquera que lo conducía de San Esteban de Pravia a San Juan de la Arena las noches que vestido de frac se embriagaba en El Brillante con copas de ajenjo y champaña francés; ya fuera en los manteles de hilo fino de los salones de Monterrey, donde le invitaba su amigo el indiano Feliciano Menéndez para rememorar juntos los viejos tiempos de La Habana; ya fuera en las praderas que rodeaban los caminos hacia el mirador del Espíritu Santo o la subida a Monteagudo, desde donde a Rubén Darío se le asemejaba a un lago la desembocadura del río Nalón; ya fuera en las suaves toallas que utilizaba en las visitas al doctor José Argüelles, quien en su consulta de Pravia velaba por la frágil salud del poeta; ya fuera incluso en los flamantes vagones del ferrocarril vasco-asturiano, que utilizaba para ir de San Esteban a Oviedo a visitar a don Ramón Pérez de Ayala; ya fuera, sobre todo, en la hierba que, recién segada de los prados de Somao, desprendía ese olor fresco y natural que en el estío impregnaba todo el aire del poblado de indianos, los exóticos jardines de los palacetes modernistas donde, a cambio de recitar sus poesías o tocar el piano ante los nuevos ricos retornados allende el océano, Rubén Darío se daba la satisfacción de poder lavarse las manos con ese jabón verde de tan suave tacto.

…Y entonces, el aire que alientan con sus cánticos los pájaros, se envuelve en un perfume que no huele a verbena y tomillo, a floridos limoneros o lluvia de azahares, a milflores silvestres o pétalos hervidos de rosas. Ni siquiera huele a liquidámbar, a haba de Tonka o a rocío libado por mariposas azules, sino al perfume, aroma, fragancia, esencia y bálsamo del heno de Pravia.


Marcelo Matas de Álvaro



 (Publicado en el libro colectivo  "Pravia con todas las letras" (edición del Ayuntamiento de Pravia). 8 de noviembre de 2014)

La extraña realidad


El colegio más raro del mundo
Pablo Aranda
Anaya. Madrid, 2014
184 páginas


          Muchos escritores aspiran a crear un personaje con un perfil tan definido que no sólo les consienta pasar página tras página sin desdibujarse, sino también que les permita saltar a otros libros para seguir protagonizando nuevas historias. En la Literatura Infantil y Juvenil ese propósito lo han conseguido, entre otros, Elvira Lindo con su “Manolito Gafotas” y J.K. Rowling con su “Harry Potter”. Como bien se sabe, a los jóvenes lectores les encanta que se les cuente siempre la misma historia, de manera que el éxito de las sagas escritas por estos autores no sólo viene por la divertida o hechizada trama que los atrapa, sino más aún por la seguridad que les proporciona el seguir inmersos en un mundo que ya reconocen como propio y en el deseo -o la necesidad- de saber más sobre esos personajes que para ellos son a la vez inventados y de carne y hueso.
          Este es el mérito de Pablo Aranda (Málaga, 1968), quien -después del celebrado “Fede quiere ser pirata” (Anaya, 2012), en el que conocimos a un pequeño que, como expresaba el título del libro, lo que más deseaba era convertirse en pirata para surcar los mares acompañado de su amiga Marga- continúa en este libro las peripecias de Fede, el personaje que, desde su inocente y curiosa mirada, nos cuenta ahora lo que ocurre en “el colegio más raro del mundo”. Fede es un niño aparentemente normal -tiene nueve años, va a la escuela, tiene amigos- que vive en una familia también aparentemente normal -padre, madre, hermana mayor y un perro-, pero que acude a un colegio donde han conseguido hacer normal la cosa más extraña del mundo, como es que para evitar los atascos que se producen cuando todos los padres van con sus coches a la misma hora para recoger a sus hijos, han acordado que cuando un niño salga del colegio se lo lleve el primer padre o madre que haya llegado. De esta forma, cada día los niños se van a pasar la tarde, a jugar, a hacer los deberes, a cenar y a dormir con una familia diferente, que a la mañana siguiente los llevará al colegio como si de sus propios hijos se tratase. Esto hace que a uno le pueda tocar la familia del señor Oso, llamado así porque se llama Osorio y no porque tenga mucho pelo por todo el cuerpo menos en la cabeza; o la de Marina Marín Morón, donde aparte de conocer a su hermano, “el torpe más inteligente que conozco”, Fede se ve obligado a dormir con un camisón de princesa; o la del señor Papa, padre de su compañero Papapodocopoulos, un apellido normal en Grecia. Como también es normal que en su colegio -llamado TELE (Tecno Escuela de Lenguas Extranjeras)- haya muchos niños de origen extranjero con los que el resto de compañeros forman una especie de “big family” en la que todos aprenden palabras de otros idiomas, comidas diferentes y desconocidas costumbres.
          Es una ingeniosa obra llena de humor, en la que los continuos juegos de palabras, los personajes estrafalarios y algunos enredos de la trama divertirán al pequeño lector, pero lo que más llama la atención es la extraña cualidad que tiene Fede -tal vez lo que le defina como singular personaje- para hacer que la realidad nos parezca sorprendente al mismo tiempo que aparentan normalidad los sucesos más raros.


(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 8 de noviembre de 2014)



sábado, 11 de octubre de 2014

El dulce aliento de la chirimoya


Un cóndor en Madrid
Paloma Muiña
Edelvives. Zaragoza, 2014


          Al acabar la lectura de esta preciosa historia uno tiene la sensación de que ya la había leído antes, de que el argumento está plagado de los tópicos que han ido alimentando nuestra imaginación desde que éramos niños. Sin embargo, también nos deja el poso de que, de alguna manera que en una primera aproximación aún se nos escapa, hemos participado de un relato novedoso.
          En primera persona el pequeño Manu va contando sus peripecias con Adriana, una amiga de clase que lo tiene encandilado con su trenza larga y oscura. Vive a 429 pasos de su casa, acompañada de su madre y de su misterioso abuelo al que llaman Papi Ángel. Se trata de un hombre colosal, que con el paso lento de los viejos dinosaurios lleva sobre su hombro un animal pequeño y peludo, un cuy que se trajo de Ecuador cuando se trasladó con su familia a vivir a Madrid. Al enigmático abuelo Papi Ángel se une la no menos misteriosa existencia del ático de la casa de Adriana, donde cada vez que suben los dos amigos se sienten aterrados ante la presencia de ruidos extraños o de sombras que se mueven. Naturalmente, Manu trata de disimular su miedo, pero no puede evitar las pesadillas que alteran su sueño. De ahí que su amiga le deje el atrapasueños que a su abuelo le regaló un indio ojibwa con la intención de que “le protegiese con su telaraña mágica y le llevara los rayos del sol y el viento de la vida”. Esa historia es tan rara como la de La Mariangula o la de la carretera Panamericana donde parece que se encuentra perdido el abuelo. En realidad, a Manu le intrigan muchas cosas de Adriana, como el dulce olor a piña que desprende su pelo o que a veces no le conteste cuando habla con ella o que amenace a Esteban, un estúpido compañero de clase, con la maldición de la guayaba. Entre el recelo y la fascinación se mueven las sensaciones que le despiertan Adriana y su familia, sobre todo el abuelo, que desde que murió su mujer y se vio obligado a venirse a vivir a Madrid, parece que se ha refugiado en un mundo propio, unas veces sólo habitado por el silencio y otras por expresiones que a Manu le cuesta entender. Para tratar de aliviar esa tristeza, los dos amigos traman un plan con el que pretenden traerle a Papi Ángel un pedacito de Ecuador en el que no faltará el cóndor, el animal protector, el pájaro de trueno con el que se irá el espíritu del abuelo.
          En “Un cóndor en Madrid” (Premio Ala Delta 2014 de Literatura Infantil) Paloma Muiña (Madrid, 1970) ha escrito una historia que, a partir de elementos muy sabidos (las señales del primer enamoramiento, el valor de la amistad, el misterio que siempre encierran los desvanes, la triste soledad de los ancianos, la nostalgia de los emigrantes por su país de origen, la sabiduría que transmiten las viejas historias o la cualidad de la imaginación para atajar ciertos problemas de la vida) logra superar los meros resortes a que obliga la intriga para dejar en el pequeño lector sugerencias más suaves, el dulce aliento de la chirimoya cerca de su piel, junto a un susurro (“Ñuca yaquirini”) que le haga volar “como el cóndor sobre el cráter nevado de un volcán”.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 11 de octubre de 2014)

sábado, 13 de septiembre de 2014

Vida de artistas

La perla del Greco
Lucía González Piquín
Ilustraciones de Goyo Rodríguez
Anaya. Madrid, 2014


          Entre los actos para conmemorar el cuarto centenario de la muerte de El Greco puede verse en el Museo del Prado una magnífica exposición en la que se muestra la influencia del artista cretense en la pintura moderna. La huella de Doménicos Theotocópoulos se puede rastrear en la obra de Manet, Cézanne, Modigliani y otros, pero es Pablo Picasso quien parece ser uno de los mayores deudores de su legado, como se ve reflejado en sus cuadros “Dos cabezas al estilo del Greco” o “Yo, el Greco”. De ahí que sea oportuno que la editorial Anaya, en su colección con la que pretende acercar “célebres personajes de la literatura, el arte o la historia” a los pequeños lectores, haya publicado este mismo año dos obras sobre estos dos grandes artistas.
          “La perla del Greco” es una historia en la que se cuenta cómo Diego, un niño huérfano que deambula por las calles de Toledo, tiene la suerte de conocer a un hombre que le ofrece trabajo como sirviente. Entre los cometidos que le asigna está el de recorrer las calles de Toledo para llevar y recibir encargos de los amigos de su señor, en especial del Greco, el famoso artista que pintó “El entierro del Conde Orgaz”. Con el tiempo, recomendado por su patrón, entrará a servir en casa del pintor, quien a la vez que le enseña las técnicas de su arte, le convierte en testigo de sus problemas económicos y, sobre todo, del proceso de creación del cuadro “Vista y plano de Toledo”, pintura en la que aparece un misterioso personaje que sujeta el plano de la ciudad. La autora (Lucía González Piquín, Oviedo, 1991) logra con este sencillo relato introducir al pequeño lector en el ambiente del Toledo del siglo XVII y hacer un ajustado retrato de la figura del Greco, además de aventurarse, recurriendo a la imaginación que toda ficción exige, a resolver el misterio de la identidad del joven que muestra el plano en esa obra del genial pintor. Las ilustraciones de Goyo Rodríguez son también un buen reflejo de la forma de pintar del Greco, con sus característicos personajes alargados, cierto hieratismo en las expresiones, una composición geométrica de las estampas y unos divertidos juegos pictóricos que seguramente serían muy del agrado de los surrealistas.
          En “Pablo Picasso y el cubismo” el profesor Rafael Jackson resume para los jóvenes lectores la vida del famoso pintor malagueño, centrándose en los episodios más relevantes de su biografía: las primeras clases con su padre, profesor de dibujo; su formación en Madrid y Barcelona; su decisión de trasladarse a París, donde el ambiente creativo de la ciudad, la variopinta gente de la calle y los artistas más significados del momento influyeron en su nueva concepción de la pintura (etapas azul y rosa); el descubrimiento del arte africano, que contribuyó a desarrollar su idea sobre el cubismo; la costumbre de recoger las cosas tiradas en la calle, que a Picasso le sirvieron para inventar la técnica del collage; el horror de la guerra civil plasmado en el gran cuadro Guernica. La acertada síntesis de la vida de Picasso se complementa perfectamente con las ilustraciones -algunas picasssianas- de María Espluga. Para niños a partir de 5 años, estos mismos autores han hecho una adaptación titulada “Mi primer libro sobre Picasso”.


(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 13 de septiembre de 2014)



martes, 26 de agosto de 2014

Centenario de Julio Cortázar

Cuentos completos
Julio Cortázar
Alfagura. Madrid, 1994 (2 vol.)


          Dos meses con la boca tocando tu boca de papel de carne de papel, con un dedo tocando el borde de la boca de tu libro, tus libros, todos los cuentos el cuento, empezando por La otra orilla, sintiendo “la ausencia de Sonny, presente en todas partes como son las ausencias”, tal vez perdido en el “Océano multiforme, de cabezas y senos henchido”, mientras voy nadando junto a Francis de Mesnil con “los delfines, tristes como una boca posada en un espejo”, sí tu boca y la mía, la misma boca que forma parte del Bestiario y “está mezclada con otras historias que uno agrega a base de olvidos menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos”, resbalando a la vez que Las babas del diablo se deslizan dentro de Las armas secretas donde la “Remington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven”, muda, sin atreverse a saber que “quizá contar sea como una respuesta”, “corriendo inmóvil con el tiempo” y mirar “porque es lo que nos arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía” de seguir inventando “fabricaciones irreales, imaginar excepciones” antes de que Charlie Parker diga o piense o toque, sí sólo toque con su boca en la boca de “esto lo estoy tocando mañana”, a pesar de que “yo empiezo a entender de los ojos para abajo, y cuanto más abajo mejor entiendo”, “viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo ¿te das cuenta?” sí, no, no sé, “cuando no se está demasiado seguro de nada, lo mejor es crearse deberes a manera de flotadores”, o bocas que tocar y que nos toquen al Final del juego, cuando uno se da cuenta de que “uno habla con vos y es como si al mismo tiempo estuviera solo, y a lo mejor es por eso que uno habla con vos como yo ahora”, también
para ser como vos, un axolotl y “abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente”, escuchando, no, tocando con mi boca las Historias de cronopios y famas, para “rellenar los huecos inevitables”, “nada más que para no sentir tan de cerca la lluvia de esta tarde vacía”, y avivar, a salivazos, Todos los fuegos el fuego hasta dejar las bocas y los ojos “tan ciegos como la sombra misma”, porque, en verdad, “lo único que vale la pena es que lo quieran a uno”, antes de pasar al Último round del segundo volumen, y a Octaedro para seguir tocando “la inútil necesaria retórica que no es consuelo ni mentira ni siquiera frases coherentes, un simple estar ahí, que es tanto”, tanta boca “que se me da soñando y despierto, que es un ahí sin asidero”
aunque sea para estar otra vez cerca de él cuando se muera
 como en aquella noche de octubre, los cuatro amigos, la fría lámpara
 colgando del cielo raso, la última inyección de coramina, el pecho
 desnudo y helado,los ojos abiertos que uno de nosotros le cerró llorando”
Alguien que anda por ahí pensando “lo que se piensa, eso llega siempre antes que uno mismo y lo deja tan atrás” porque “todo lo que se posee es la muerte porque anuncia la desposesión, organiza el vacío a venir”, como Un tal Lucas en sus meditaciones ecológicas aceptó tocar con su boca que “todo parece consistir en quedarse una y otra vez como estúpidos delante de una colina o una puesta de sol que son las cosas más repetidas imaginables”
que el lenguaje es un medio, como siempre, pero este medio
 es más que medio, es como mínimo tres cuartos”
“no se conocen límites a la imaginación
como no sean los del verbo”

Queremos tanto a Glenda que la tocamos, nos tocamos con “tanta sangre en los recuerdos que a veces uno se siente culpable de ponerles límites, de manearlos para que no nos inunden del todo”, mientras a Deshoras transgredimos “la verosimilitud en busca de una verdad más honda y más última”, para acabar pensando que “cuánta razón tiene Derrida cuando dice: No (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada. Ningún interés, de veras, porque buscar a Anabel en el fondo del tiempo es siempre caerme de nuevo en mí mismo, y es tan triste escribir sobre sí mismo aunque quiera seguir imaginándome que escribo sobre Anabel”. Tu boca. Y la mía.

sábado, 16 de agosto de 2014

Centenario de Platero

PLATERO Y YO
Juan Ramón Jiménez
Anaya. Madrid, 2014
Ilustraciones de Thomas Docherty


          En diciembre de 1914 se publicó la primera versión de “Platero y yo. Elegía andaluza”. Esta primera selección, que según Juan Ramón Jiménez fue “hecha por los editores”, constaba de 63 capítulos y estaba destinada a formar parte de una colección titulada Biblioteca de la Juventud para “Ediciones de la Lectura”. La edición completa de 1917, compuesta entre 1907 y 1916, está formada por 138 “estampas”, desde la titulada “Platero”, que se inicia con algunas de las palabras más famosas de la historia de la literatura (ya saben: “Platero es pequeño, peludo, suave...”), hasta la última “A Platero, en su tierra”, en la que el poeta se consuela ante la pérdida del “burrito de plata” con un emocionado “vengo a estar con tu muerte”.
          Así, entre la celebración de la belleza de la vida y el lamento por las circunstancias adversas, transcurre este texto en el que el propio Juan Ramón Jiménez expresa -en la previa “Advertencia a los hombres que lean este libro para niños”- que “la alegría y la pena son gemelas”. Lejos de la pretensión de escribir una fábula (“no temas que vaya yo nunca a hacerte héroe charlatán de una fabulilla”, le dice el autor a Platero), efectivamente las estampas se suceden en la expresión de una realidad revelada con sus luces y sus sombras. Del regreso a los lugares -reales o inventados, tanto da- de una infancia feliz, a menudo habitada por la maldad, el poeta va desgranando episodios que también podrían leerse como cuentos o historias independientes. Hay capítulos en los que eleva el sentimiento ante el espectáculo de “hermosura resplandeciente y eterna” (“Las brevas”, “¡Ángelus!”) y otros en los que una honda tristeza se hace eco de los sufrimientos cotidianos, de la crueldad de los hombres o del dolor de las pérdidas (“La carretilla”, “El perro sarnoso”, “La tísica”, “Lord” ). Pero también Juan Ramón es capaz de pintar, con el mismo dominio del lenguaje poético, en una misma lámina un fresco donde se suceda la feliz exaltación de los sentidos con el desasosiego que puede producirle una situación injusta o un niño desamparado (“El pan”, “Anochecer”).
          Como bien se sabe, el paisaje de Moguer, el de sus calles, sus casas y sus campos, es el de la infancia que en estas páginas recrea el poeta, pero también es el reflejo de un país en un momento de tránsito hacia una modernidad llena de incertidumbres. De ahí que la mirada de Juan Ramón esté nublada por una cierta melancolía al recordar un pasado que irremediablemente va a desaparecer, y que él sólo puede recuperar con palabras llenas de poesía, emoción y ternura. Esa memoria desde la que escribe el poeta, conecta, a través de un lenguaje pleno de imágenes deslumbrantes, con la propia memoria del lector, hasta el punto de reconocer que la belleza de la prosa poética es, más que una vía estética para leer con todos los sentidos, el camino más directo hacia el desvelamiento ético del texto.
          Entre las publicaciones que, con ocasión del Centenario de “Platero y yo” -el libro más editado y traducido de la lengua española, tras el Quijote-, se están llevando a cabo durante estos meses, presentamos aquí la de Anaya, una cuidada edición que contiene unas bellas y serenas ilustraciones de Thomas Docherty y un acertado prólogo a cargo de Juan Mata Anaya.


(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 16 de agosto de 2014)



sábado, 19 de julio de 2014

Un verano en el pueblo

VEINTISIETE ABUELOS SON DEMASIADOS
Raquel López
Anaya. Madrid, 2014
67 páginas


          Para un niño de ciudad -incluso para un adulto que se haya criado en ella- el pueblo representa un lugar que se haya al otro lado. Y no sólo un espacio en el que no habitamos, sino más aún significa un tiempo ya pasado, una época en la que, por definición, sólo podemos adentrarnos a tientas por un camino de sombras. En el imaginario urbano la vida rural se asocia con una posible realidad donde siempre tiene cabida lo extraordinario, aquello que, al alejarnos del cotidiano transcurrir de la ciudad, nos permite cambiar nuestra monótona mirada, explorar nuevas experiencias y asomarnos a ciertos abismos ya olvidados. El mundo rural es el territorio de nuestros antepasados, aquellos que a través de sus recuerdos -reales, transmitidos o inventados- han ido emitiendo el soplo cálido o frío que alienta nuestra imaginación, pero sobre todo es el paisaje de los cuentos que han contribuido a profundizar en ese lado oscuro que nos habita desde la infancia.
          De ahí que para Álex, el protagonista de “Veintisiete abuelos son demasiados” (galardonado con el Premio de Narrativa Infantil Vila D'Ibi 2013 y publicado en la Colección El duende verde de la editorial Anaya), el día en el que su madre le castiga con pasar las vacaciones de verano en el pueblo por haber suspendido inglés, se convierta en el mejor día de su vida. Pero ya en el pueblo - de “esos pequeños que no salen en los mapas”- a Álex se le presentan situaciones increíbles a las que siempre responde con la única frase que sabe decir de carrerilla en inglés: “I can't believe it”. Porque en verdad no puede creer que la piscina del pueblo esté vacía para que él pueda disfrutarla solito; o que a la puerta de la casa de su abuela haya una fila india de veintisiete abuelos; o que don Francisco, después de desayunar, le obligue a tomar dos tazas de chocolate mientras le va metiendo churros en la boca; o que un tal Facundo, personaje que parece venido del pasado, le haga ordeñar a la Galabra para que su abuela le haga un arroz con leche de cabra; o que doña Anita, la prehistórica maestra de su abuela, le cuente, a golpe de bastón para que no se distraiga, la rocambolesca historia del primer inglés que apareció por esas tierras, allá por el año 1691; o que su abuelo le despierte de madrugada para ir a recoger paja a lomos del burro Bartolo; o que Fermín le enseñe a trenzar pajas para hacer un sombrero; o que una vieja monstrua con guantes le amenace con una brocha si no le tiñe sus canas con una masa pringosa... Así hasta que comprende que han desaparecido todos los niños del pueblo y que debe encontrarlos para librarse de tanto abuelo.
          Sirviéndose de la narración en primera persona del niño que va contando la historia, Raquel López (Ulea, Murcia, 1968) utiliza un lenguaje coloquial muy apropiado para que disfruten de su lectura los pequeños a partir de ocho años, aquellos que después de leer este libro ameno y divertido no podrán más que desear tener un pueblo o dos o tres -de sus padres o de sus abuelos- donde poder pasar un verano en el “otro lado”, allí donde siempre suelen ocurrir las cosas importantes de la vida.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 19 de julio de 2014)

sábado, 21 de junio de 2014

Las leyes de la selva


MOWGLI
Rudyard Kipling
Adaptación de Maxime Rovere
Edelvives, Zaragoza, 2014
(116 páginas)


       Rudyard Kipling (1865-1936) publicó en los volúmenes “El libro de la selva” (1894) y “El segundo libro de la selva” (1895) una recopilación de fábulas morales y de poemas en los que aparece Mowgli, el pequeño humano que es acogido por una manada de lobos en las colinas Seoni. De este conjunto de cuentos el escritor francés Maxime Rovere, ha realizado -”modificando muy levemente las frases y sin añadir prácticamente ninguna”- una labor de montaje para adaptar este clásico de la literatura universal.
         Siguiendo la organización original de Kipling en dos volúmenes, este álbum ilustrado que nos presenta la historia íntegra de Mowgli se divide en dos “Libros” titulados “La ley de la selva” y “El destino de Mowgli”. En ellos se incluyen once capítulos en los que se van narrando las conocidas aventuras del niño salvaje, sobre todo célebres a partir de la famosa versión cinematográfica que realizó la factoría de Walt Disney en 1967. Para la mayoría de los pequeños -y aun de los mayores- esta película de dibujos animados -un tanto edulcorada con respecto al texto original, llena de gags humorísticos y números musicales- es la única referencia que tienen de los cuentos de Kipling. Por eso, esta excelente adaptación de los “Libros de la selva” es una una buena oportunidad para que los jóvenes lectores se acerquen al relato de Kipling y puedan de esta manera introducirse en el profundo sentido que siempre aportan los cuentos clásicos. Porque, sin duda, se trata de una fábula que contiene elementos de las historias que han ido enseñando a los hombres las leyes de la tribu. Así, la aparición de un cachorro humano en la selva nos remite al mito del salvaje, al radical desvalimiento del ser humano, a su imposibilidad de sobrevivir en soledad y a su necesidad vital de hacerse con las normas de la sociedad que le acoge. El compromiso de Baloo, el oso que defiende ante el Consejo de los lobos el ingreso de Mowgli en la manada, para enseñarle la “ley de la selva” nos habla de un relato de iniciación, que en este caso no sólo muestra los ritos de paso o el aprendizaje necesario para crecer como persona, sino la resbaladiza sensación de no saber a qué comunidad se pertenece. El encuentro con Hathi, el elefante que, en medio de la sequía, proclama la tregua del agua, nos revela una moral que alude el respeto por la vida ajena cuando la presa puede ser más vulnerable. El descubrimiento, junto a su amiga Kaa, la gran serpiente pitón, del tesoro del “rey de veinte reyes” que se halla oculto en las ruinas de las Moradas Frías, nos alerta del peligro de dejarse llevar por el deslumbrante brillo de las riquezas. Igual sucede con episodios que nos enseñan la necesidad del miedo o el valor de la amistad. A través de estas experiencias, Mowgli aprende a interpretar las señales de la selva y a desconfiar de los hombres -“esos constructores de trampas”-, quienes, sin embargo, son su destino inevitable, pues “el hombre vuelve al hombre, aunque la selva no lo expulse”.
          El cachorro humano que se acerque a este libro podrá también disfrutar de las expresivas y originales ilustraciones de Justine Brax, y si aún no sabe leer, algún adulto de su tribu debería leérselo en voz alta para que vaya aprendiendo las leyes de la selva.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 21 de junio de 2014)


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