Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 17 de diciembre de 2011

En el taller de Tadanori Yamaguchi

Arte sin adjetivos

La leve reverencia con la que Tadanori Yamaguchi
saluda al visitante es uno de los pocos indicios
que avisan de que entramos en un espacio
donde trabaja un artista japonés.
Naturalmente, también nos advierten sus rasgos físicos, su nombre y el peculiar acento de su habla, pero el taller instalado en una vieja nave que hasta hace poco fue usada como carpintería, es un gran espacio donde los utensilios, las formas y los ecos no proceden del lejano oriente, sino que su origen diverso está dispuesto para crear una obra de decidida voluntad universal.
            A la inevitable pregunta de qué hace un japonés en Pravia, Yamaguchi recorre ante el visitante una azarosa secuencia de acontecimientos en cuyo origen está un simposium internacional sobre talla en granito celebrado en 1995 en Kasama (Japón). Allí conoce a un artista que se interesa por su obra y le pone en contacto con el arquitecto gijonés Vicente Díaz Faixat. En 1997 interviene en el taller “Intervenciones Contemporáneas en el Patrimonio Arquitectónico” que imparte el arquitecto asturiano, quien, después de ver su catálogo, le propone que solicite una beca para continuar su formación en España. De esta manera, Yamaguchi, nacido en Nagoya (Japón) en 1970 y licenciado en Arte Creativo por la Universidad de Arte de Kyoto, es becado en 1997 como investigador por el gobierno español para cursar el módulo de Artes Aplicadas de la Piedra en la Escuela de Arte de Oviedo. Un año después obtiene una beca para el Museo de Escultura de Candás y más tarde una subvención de la Fundación Municipal de Cultura de Gijón.
En la actualidad reside en Pravia, donde también tiene el taller en una de las parroquias que rodean la villa. Durante este tiempo ha realizado numerosas exposiciones individuales y colectivas en diferentes puntos de España y ha sido reconocido por diversos premios, entre los que destacan la mención especial en la convocatoria de proyectos de intervención artística “Madrid Abierto 2004” y “Madrid Abierto 2005”, el Premio en el concurso de ideas para la Autovía Minera (2003), el Primer premio en el concurso de ideas sobre la silla para la Revista artística Mínima (Asturias, 2003), Primer premio IV Bienal de Escultura San Martín del Rey Aurelio (2003) y Primer premio en la V beca del Museo Bartola de Gijón (2007). Además, en el año 2000 fue premiado en el concurso Advan imaginación arquitectónica de Tokyo y en 2006 obtuvo una de las Becas AlNorte que concede el diario EL COMERCIO.
Tadanori Yamaguchi afirma que no cree que haya un arte definido por los países ni por las técnicas ni por los materiales ni por los estilos. A pesar de que alguna vez le dijeron que en su obra se notaba la huella de su país de origen, no se atreve a determinar qué significa eso en realidad. Piensa que no se puede hablar de arte japonés, como tampoco de arte español o arte asturiano. “Hay un arte sin adjetivos de la misma manera que tampoco se puede concebir un artista ceñido únicamente a la pintura, a la escultura, a la fotografía o, como en la actualidad, al videoarte o al ciberarte”. Por supuesto que hay quien es sólo o principalmente pintor, escultor o fotógrafo, pero Yamaguchi no quiere etiquetas que limiten su labor como artista. Igualmente los materiales deben considerarse sólo un medio que sirva de manera precisa para la expresión de lo que el artista concibe y siente. El hierro, la madera, la piedra, el papel o el lienzo se deben adecuar al propósito concreto y único de la obra. Y aún va más allá cuando afirma que tampoco le interesa hacer distinciones entre arte figurativo, abstracto, conceptual, minimalista o de cualquier otro tipo, entendiendo tal vez que sólo son calificativos a los que recurren los historiadores o los críticos para ser más didácticos, en definitiva para enmarcar y así tal vez ayudar a explicar una obra, pero que poco tienen que ver con la propia e íntima creación del artista. “El arte es arte y punto”, concluye Yamaguchi en un castellano que en su sencilla rotundidad parece haber aprendido en las conversaciones con sus vecinos de Pravia.
Buena prueba de que estamos ante un artista sin adjetivos es la variedad de materiales que habitan el espacio donde trabaja. Lo primero que llama la atención cuando se entra en la nave son los grandes bloques de mármol que le envían desde Carrara. De esa preciada piedra blanca –que parece arrancar de la cantera italiana el espíritu que tanto atrajo a los maestros clásicos-, Yamaguchi extraerá la obra de arte que en su interior el mármol ya contiene. En un taller cerrado dentro de la nave para que el polvo blanco no contamine con su humo irrespirable todo el espacio, provisto de una máscara y unas gafas protectoras hace los primeros cortes más bastos con la sierra radial, para después ir dibujando sobre la piedra la figura que más tarde sacará con el cincel, a golpes cada vez más firmes y certeros. La apariencia de rudo trabajador, de obstinado cantero en su severo oficio de artesano, parece contradecir la finura con que se empeña en el acabado. Igualmente, la dureza de la piedra contrasta con la blandura que sugiere una figuración tierna como “La maternidad”, que realizó en 2009 –en colaboración con la escultora Castora de Diego- por encargo de la “Fundación Cerezales Antonino y Cinia” de León. (Se puede ver cómo trabaja en un video colgado  http://www.tadanoriyamaguchi.com/)
            Situado cerca de la puerta de la entrada porque las dimensiones de la pieza no permitían adentrarlo más hacia el interior de la nave, un gran bloque de granito negro traído de África aguarda que el artista se ponga con él manos a la obra. “Lo pedí justo de este tamaño y forma para hacer algo que tengo en la cabeza”, dice Yamaguchi, pero no va más allá, no quiere dar más pistas sobre lo que para él encierra esa especie de plancha de piedra de aproximadamente cuarenta centímetros de alto, dos metros de ancho y cuatro de largo. “Mi propósito es ir eliminando de la piedra sólo lo que sobra para tratar de expresar mucho con los mínimos elementos”.
            Dentro de la nave hay otro espacio cerrado que guarda a modo de exposición permanente algunas obras del artista. En la puerta, como si se tratara de una columna que flanqueara la entrada a un templo clásico, descansa en un pedestal la maqueta de hierro que Yamaguchi presentó para un concurso de ideas que se convocó hace unos años sobre el entorno del Cabo Peñas. “Pretendía ser un laberinto en forma de silbato que la gente podría recorrer y así escuchar el sonido del viento cuando soplara entre sus paredes. Sería una pieza monumental, al modo de las que concibe Richard Serra como espacios para ser paseados por la gente. Además la obra se cubriría con una gran plataforma a la que se podría subir a través de unas escaleras para poder mirar desde allí el horizonte. Quedó seleccionada para el concurso, pero no lo ganó, tal vez porque su construcción hubiera sido demasiado costosa”.
            La exposición contiene una muestra de sus obras y es en sí misma una síntesis de la variedad de su quehacer como creador. Sobre las estanterías metálicas reposan esculturas con luz interior, piezas de mármol o de granito con las que ensaya diferentes formas geométricas, varias “propuestas” de cerámica artística, algunas “existencias” talladas en piedras de alabastro, una “explosión” de hierros que surgen como el nacimiento de una célula y una serie de “cuadros escultóricos” que enmarcan juegos de formas con papeles de colores. De las paredes cuelga alguna fotografía de gran tamaño en la que una bola de papel arrugado parece flotar como una estrella más en un espacio negro e infinito.
            El trabajo con la fotografía lo lleva a cabo en el interior de una cámara oscura que ha construido en el otro extremo de la nave y donde Yamaguchi asegura que no se asoma nadie más que él, seguramente para preservar un reducto de intimidad en ese espacio tan amplio y abierto, tan expuesto a la curiosa mirada del visitante. “De vez en cuando me encierro en esta cámara, un poco para descansar del duro trabajo con la piedra y otro poco porque suelo hacer varias cosas a la vez. Me cansa centrarme en una sola cosa, y así, cuando estoy concentrado realizando alguna tarea, me surgen ideas para trabajar en otra que tengo entre manos. También se puede deber a que nunca estoy satisfecho con lo que hago, lo cual es la única forma de avanzar, de buscar el arte total, que es lo que verdaderamente te enriquece como persona”.
           
(Publicado en El comercio y La Voz de Avilés. 17 de diciembre de 2011)

sábado, 10 de diciembre de 2011

Una esquirla en el corazón


LA REINA DE LOS HIELOS
Autora: Marie Díaz
Editorial Edelvives. Zaragoza, 2011
63 páginas
Entre las cualidades de los cuentos clásicos está la facilidad que a menudo muestran para adaptarse no sólo a los modos propios de cada época, sino a la individual forma de narrar que cada persona posee. Esta capacidad se da sobre todo en los más populares, aquellos que los padres transmiten a sus hijos buscando el difícil equilibrio entre el atrevimiento de incluir algunas variaciones en el texto y el cuidado de no traicionar la esencia de lo narrado. De hecho, para contar bien un cuento hay que apropiarse de él, es decir, el narrador debe insuflarle su particular impronta para atrapar al lector o al oyente y llevárselo con él en esa suerte de rapto emocional que supone su escucha o su lectura. Así, en la transmisión oral o escrita que se hace entre generaciones se suelen añadir elementos y sobre todo eliminar aquéllos que chirríen con la sensibilidad de los tiempos. Sin duda, esta ductilidad es una virtud, pero también un riesgo, sobre todo si tenemos en cuenta cierta tendencia actual a una supuesta corrección moral en la que, para no hacer sufrir a los pequeños, nos esforzamos por edulcorar –y, por tanto, desvirtuar- los cuentos clásicos.
              No cae en ese peligro “La reina de los Hielos” de Marie Díaz, que, basado en el popular cuento de H.C. Andersen “La reina de las Nieves”, es capaz de introducir algunos cambios narrativos manteniendo los personajes, la estructura, la trama y, sobre todo, el sentido del relato original. Dividido –al igual que el relato de Andersen-, en siete historias o capítulos, esta adaptación cuenta cómo una malvada bruja llamada la Reina de los Hielos se hizo con un espejo que tenía la cualidad de reflejar de forma horrenda toda la belleza del mundo. En su afán por vencer al Sol, su mayor enemigo, el espejo se estrelló contra el suelo y se rompió en mil pedazos que saltaron por todas partes. Uno de esos fragmentos se clavó en el corazón de Kay, que inmediatamente fue transformado en hielo. A partir de entonces su amiga Freya notó cómo a Kay también se le congelaba el carácter, hasta que un día de fuerte temporal un misterioso personaje lo atrapó con sus malas artes y se lo llevó en su trineo blanco volando al interior de una recia tormenta de nieve y ventisca. Pasado el invierno, Freya sale en busca de su amigo, y para ello se verá obligada a atravesar un largo camino lleno de vicisitudes, aventuras fantásticas y sorprendentes encuentros con personajes tan misteriosos como “la anciana del jardín”, “el caballero y la doncella”, “la hija de los bandoleros” y “la anciana del Norte”. Hasta llegar al inhóspito, grandioso y frío Palacio de la Reina de los Hielos donde, si se sigue leyendo, se sabrá lo que sucedió después.
            En esta bella historia que conserva los elementos que debe contener todo cuento de hadas que se precie –el héroe (en este caso una niña), el personaje encantado, la bruja que lo seduce con su hipnotizadora mirada de hielo, las pruebas que el héroe tiene que pasar para lograr desencantar al amado, etc.- habitan “los sueños que vienen a visitar a los durmientes”.
Sería bueno que la lectura de esta fiel adaptación –ilustrada por Miss Clara con expresivos collages que añaden más belleza a la calidad literaria del texto- condujera a los pequeños (a partir de 8 años) –y a los adultos- a leer el original y de ahí seguir el hilo encantado que lleva a adentrarse en todos los cuentos de H.C. Andersen.
(Publicado en El Comercio y La Voz de Avilés. 10 de diciembre de 2011

sábado, 3 de diciembre de 2011

La guerra y sus consecuencias




 “El fuego y las cenizas"
Jorge Ordaz
Editorial Pez de Plata. Morcín (Asturias), 2011
222 páginas. 18,50 euros.
          
Con su última obra, Jorge Ordaz (escritor barcelonés afincado en Asturias) parece cerrar una trilogía de novelas “filipinas”, que inició con “La perla de Oriente” (finalista del Premio Nadal, 1993) y siguió con “Perdido edén” (1998). Si aquéllas se ambientaban en el siglo XIX, aún durante la época colonial española, en “El fuego y las cenizas” la acción se desarrolla en plena Segunda Guerra Mundial, cuando el ejército japonés desembarca en Filipinas después del ataque a Pearl Harbor.
            Estructurada en tres partes encabezadas por sendas citas de autores filipinos que escribieron en castellano –además de un prólogo y un epílogo-, la novela nos relata las “maniobras clandestinas” que van urdiendo los personajes en los momentos previos a la invasión, “el fuego” de guerra y represión que se sucede en Filipinas “bajo la férula japonesa” y “las cenizas” que van quedando esparcidas en un país y una población que se ve condenada a habitar “entre ruinas”. En Manila, llevados por un instinto depredador producto a su vez de una innata necesidad de supervivencia, se mueven personajes extremos, que son al mismo tiempo víctimas y verdugos de la situación en la que están inmersos. Son arquetipos de tantas narraciones donde se desenvuelven espías, sicarios, prostitutas, periodistas, políticos, empresarios y diplomáticos sin muchos escrúpulos, pero uno de los méritos de esta novela es que el autor ha conseguido que estos personajes-modelo aparezcan ante el lector como seres de carne y hueso, que en su deambular firme o escurridizo por los consulados, las lujosas mansiones, los clubes nocturnos o las cárceles más siniestras, sintamos con ellos el pálpito de la intriga, la crueldad de la violencia más despiadada, la viscosidad de sus traiciones o la silenciosa llama del amor. Los hechos históricos son el soporte de lo novelado, pero la realidad y la ficción están tan imbricadas en la trama que apenas se distinguen –y ya se sabe que para la verosimilitud de una novela esto poco importa- los episodios verdaderos de los inventados, de igual manera que se aprecia cómo los posibles personajes reales “dialogan” en el mismo plano con los imaginados por el autor.   
            Con un estilo literario de resonancias cinematográficas, Jorge Ordaz suele introducir los capítulos con unas referencias ambientales o históricas que enmarcan la escena que se va a desarrollar a continuación, donde la fuerza narrativa logra que el lector mantenga la atención en vilo, aquélla que se debe exigir a una buena novela que combina con maestría técnicas comunes a varios géneros: negra, espionaje, aventuras, histórica. De igual manera, en un despliegue de riqueza narrativa, el autor utiliza diferentes registros, como el diario y los diálogos escritos a modo de texto teatral.
            Hay que agradecer a Jorge Ordaz que acerque una vez más al lector español un territorio tan olvidado por la literatura –ensayística y de ficción- en castellano, más aún si tenemos en cuenta que Filipinas fue la parte más oriental de aquel imperio donde nunca se ponía el sol. Igualmente hay que celebrar el valor –en el doble sentido de valentía y buena cualidad- de la joven editorial asturiana “Pez de plata”, no sólo por el especial cuidado que presta a la  edición de sus obras, sino por la singular apuesta que hace por ilustrar sus libros. En este caso hay que destacar los expresivos dibujos en blanco y negro de Enrique Oria, que, como si fueran planos cinematográficos, ilustran espléndidamente esta estupenda novela de Jorge Ordaz.  
(Publicado en Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 3 de diciembre de 2011)