Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 22 de abril de 2017

El relato total


Residencia de quemados
Alfredo Hernández García
Luna de abajo. Oviedo, 2016


                
                Si “El fósil vivo” (2012) –primera parte de la trilogía- se adentra en la aparente paradoja de indagar en la memoria de un mundo futuro y “La venganza del objeto” (2014) –segunda entrega- denuncia el esperpento de la ciencia en su afán por inventar la verdad, “Residencia de quemados” (Luna de abajo, 2016), propone transformar “la conciencia de los propietarios de la culpa” echando mano de la arrolladora fuerza de la propia voluntad, “la más valiosa y peligrosa de cuantas facultades usamos”. Para ello, Alfredo Hernández García (Valencia, 1959) articula la novela en torno a dos planos narrativos. En uno aparece Clara, una psicóloga clínica que, ejerciendo de “enfermera de su misma enfermedad”, trata a cuatro pacientes –los quemados- con patologías ya expresadas en sus respectivos pseudónimos: “El Hombre de Oro”, compulsivo especialista en enriquecerse y arruinarse de la noche a la mañana, “El Hombre Adivina Qué”, ensimismado en la avaricia de su propio silencio, “Sazonado Corazón”, servicial lacayo de la ruda tiranía de su cónyuge, y “La Mujer Fantástica”, amarrada a las correas de su tiempo perdido. En el otro plano se cuenta la historia de Ruta, una princesa que construye su leyenda a base de fuerza, de una furibunda voluntad sólo guiada por el precepto de que “el mundo será lo que nosotros queramos”. De la lectura de ese relato que casualmente –o tal vez no tanto- cae en las manos de Clara, surge el cambio de la protagonista, quien, queriendo emular a la implacable personalidad de la princesa, acomete su particular empresa contra la “industria psicológica” a la que hasta ese momento había servido. 
Alfredo Hernández García

                Sin embargo, esta simplificación de la trama no debe ocultar toda la complejidad de una obra que nos lleva de nuevo por los difíciles senderos por los que suele obligarnos a transitar Alfredo HG. Como en sus anteriores novelas, el peculiar estilo del autor -reconocido en los ocurrentes y divertidos neologismos (“lacayosis”, “revientaorgías”, “curasienes”…), en el original lirismo de ciertas imágenes (“ceremonia de lágrimas”), en los continuos juegos del lenguaje (“charlas en las que nos va la vida antes que la vida nos vaya”), en las frases esculpidas a la manera de un laborioso orfebre de la lengua- exige del lector no sólo el grado de atención que supone toda lectura, sino más aún una decidida disposición a no entenderlo todo, a dejarse llevar por una intuición que ponga “aquello que a la comprensión le falta”.
                Reflexiones sobre la libertad, la verdad, la felicidad, la dignidad, la moral, la Historia, la política, la filosofía, la literatura –con osadías metaliterarias como la inclusión en el texto de dos críticas sobre la propia novela- y sobre todo la psicología (“que quiso ser ciencia y sólo es una mantenida”) cuajan una novela que aspira nada más y nada menos que a “El relato total” –título de la obra que crea Ruta-, pero no aquel, como se apunta en el libro, que pretende abarcarlo todo, sino que tiene un fin moral: el que logra liberar al que lo lea de toda servidumbre, entendiendo la conquista de la libertad como el definitivo logro de no hacer lo que uno no quiere hacer.
                Con esta novela Alfredo HG culmina una trilogía –tal vez enmarcada dentro de la llamada “Escuela de la dificultad”- que, sirviéndose de la ironía como herramienta de aproximación al mundo que pretende criticar, ha logrado el ambicioso propósito que en su día seguramente proyectó su autor. Aquel que, a mi parecer, tiene que ver con el radical cuestionamiento de una literatura cada vez más hundida en la molicie, tratando de salvar, de paso, a un escritor atrapado en la paradoja de ser “hijo del mismo tiempo que quiere destruir”.



(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 22 de abril de 2017)