Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 30 de enero de 2016

El pasado y el presente ocultos


Sombras de la Plaza Mayor
Rosa Huertas
Edelvives. Zaragoza, 2015


          Las buenas historias sólo suceden en el lado oscuro de la vida. A la luz del día, en los lugares transitados por la gente corriente, no ocurre nada que sea digno de ser contado. Sobre este discutible tópico -serían innumerables los ejemplos de obras maestras de la literatura que se han creado a partir de lo que pasa en el “lado de acá”, justamente en esos prosaicos momentos en los que parece no pasar nada-, Rosa Huertas ha escrito, sin embargo, una apreciable novela destinada el público juvenil.
          Gonzalo, un estudiante de bachillerato que suele pasar a menudo por la Plaza Mayor de Madrid en busca de ideas para cumplir su deseo de ser escritor, se encuentra allí un día con un misterioso pintor que precisamente le habla del poco “interés literario” que tiene a esa hora de la tarde un escenario sólo poblado de camareros y turistas. Le advierte de que sólo en ese tiempo en el que “aparecen las sombras, los desheredados, los criminales, los que realmente tienen una historia intensa a sus espaldas, los muertos vivientes, los tipos que reniegan de la luz y se escudan en la oscuridad para protegerse de la vida”, es cuando el joven aspirante a escritor, que lleva un cuaderno por si en el momento menos esperado le viene la inspiración, podrá encontrar “algo digno de contar”. Para comprobarlo es invitado por Rodrigo, el extraño pintor, a que se pase por la Plaza Mayor el próximo miércoles a las cinco de la madrugada, pero sus intenciones, como sabrá más adelante, serán otras.
          Esa noche Gonzalo descubre la existencia de los “habitantes de las tinieblas”, los indigentes que a duras penas pueden guarecerse del frío bajo los soportales de la plaza. Forman una especie de poblado nocturno de fantasmas que parecen tener su equivalencia con otros fantasmas que, según le cuenta Rodrigo, todavía arrastran el dolor de su existencia pasada bajo los adoquines de la plaza. Así parece haber un paralelismo entre las sombras que ahora deambulan en la noche y las sombras que proceden de los relatos y leyendas de la Historia. Muchos de ellos son desconocidos para la mayoría de la gente que a diario circula por las calles de Madrid, como la noticia de los gorriones atrapados en el interior de la estatua de Fernando III que se erige en el centro de la Plaza Mayor, o el sangriento suceso ocurrido en 1834 en el Instituto San Isidro, relatado por Galdós en el “episodio nacional” Un faccioso más y algunos frailes menos. En ese instituto precisamente estudia Gonzalo y es donde conoce a Inés, una nueva alumna aficionada a las historias truculentas, por la que empezará a sentir una atracción más allá de la mera amistad. La misteriosa relación que tienen Inés y Rodrigo, la dramática biografía del pintor, la siniestra aparición de algún personaje con las trazas y las intenciones de un vampiro, el jeroglífico que los llevará a perderse por los pasadizos olvidados bajo la plaza, lograrán, entre otros descubrimientos, que Gonzalo sea testigo y protagonista de una serie de historias que se suceden tanto en su vida actual como en la imaginación alimentada por los relatos que hace Rodrigo, de manera que pasado y presente, realidad y ficción se van imbricando en la vida del joven estudiante hasta conformar, curiosamente, la novela que aspiraba a escribir.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 30 de enero de 2016)








jueves, 7 de enero de 2016

Mina de palabras


Relatos de Marcelo Matas de Álvaro incluidos en el libro Mina de Palabras.
 AEA. Oviedo, 2015

DITIRAMBO BATE A ROCABRUNO

A Gonzalo Suárez

            En la playa de Arnáu los futbolistas jugaban como curas con sotana, buscando todo el tiempo el balón enredado en el nudo de sus propios pies. No alzaban la vista para otear los improbables desmarques de algún compañero ni mucho menos para advertir el acoso o la casual llegada de un contrario. En su descargo, primero traté de disculparlos con la excusa del viento, el mayor enemigo de la pelota en las playas del Norte, pero en seguida pensé que eso no les podía ocurrir a dos equipos tan duchos en estas lides. Se trataba nada más y nada menos que del Ditirambo y del Rocabruno, dos clubes acostumbrados a bregar en los más prestigiosos campeonatos amateur con los que cuenta la Cornisa Cantábrica. 
Partido de fútbol en el Campo de la Mina. Arnáu
            Entonces me acordé de una película en la que dos boxeadores se pasan el combate mirándose los pies, como si en el torpe jeroglífico que dibujaban sus cortos pasos no estuviera tanto la clave de la victoria como el arcano que debían descifrar para eludir la derrota. Peleaban H.H., el “Mago”, y G.S., el “Resbaladizo”. Los dos venían sin pasado, esto es, de un pasado desconocido por el espectador, a quien los púgiles se le aparecían en la pantalla apenas como dos sombras que simulaban luchar en el empeño de no encontrarse con el otro. Se esforzaban los puños por prodigar sólo al aire sus golpes certeros, mientras que sus respectivas miradas se tambaleaban al tratar de esquivar la presencia del rostro del contrario. Como dos boxeadores sonados, en cada asalto se abrazaban cinco segundos antes de que se oyera la campana del ring.
            Al final el Ditirambo ganó al Rocabruno sin saber cómo. Cuando quise preguntar, todos los jugadores y el público ya habían alzado la vista del suelo para seguir bebiendo. Brindé por el Mago y el Resbaladizo, por el embriagador hallazgo de lo no sospechado.
Gonzalo Suárez

MI CORAZÓN BAJO EL AGUA

Interior del castillete de la Mina de Arnáu
         Mi abuelo me contó tantas veces la vida en esta mina que podría recorrerla de memoria, sin necesidad de que tú y yo tengamos que ir ahora de la mano siguiendo las indicaciones del guía, unidos a un grupo que seguramente habrá entrado aquí por el mismo interés con el que todos los turistas visitan cualquier otro museo o paraje que les indique el folleto que les entregaron en el hotel, sin saber de antemano lo que yo a ti también te he contado tantas veces y que ahora me dispongo a enseñarte, la majestuosa presencia del centenario castillete de madera por donde se baja al pozo abuelo, llamado así por ser el primer pozo vertical que se construyó en una mina de esta región, las galerías con ladrillos ennegrecidos por la carbonilla que se desprendía de las vagonetas tiradas por mulas ciegas, el olor a huevos podridos que aún se desprende de la humedad y de lo que entonces llamaban el gas mofeta, el eco de los picos contra la pared, de los martillos clavando los postes que sujetan el techo, de los guajes recogiendo el carbón caído entre los raíles, de las voces del capataz siempre advirtiendo de la obligación de trabajar más y más rápido, del silencio, sobre todo el eco del silencio que endurecía los oídos después de una explosión, alguna de aquellas de las que no le daba tiempo a avisar al penitente o al canario para que pudieran correr todos hacia la salida de la mina que daba al mar, hacia la puerta de la salvación y también del deseo, de la posibilidad de soñar con viajar más allá, al lejano territorio de donde volvían enriquecidos los indianos..., pero ahora yo veo también las últimas galerías sumergidas bajo el agua y lamento no poder enseñarte el corazón que mi abuelo dejó grabado con su navaja en un puntal, el mismo corazón que en este momento, cuando los turistas están distraídos escuchando al guía, yo vuelvo a grabar en este poste con aquellas letras, las mismas iniciales que llevamos nosotros en nuestros nombres, tanto en el mío como en el de mi esposa muerta.

Galerías de la Mina de Arnáu







sábado, 2 de enero de 2016

Las recetas del Inframundo


Escarlatina, la cocinera cadáver
Ledicia Costas
Anaya, 2015


              En esta novela que acaba de recibir el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil 2015 se unen -ya desde el título- dos de los temas que están más de moda en los últimos tiempos. Por un lado, el repentino y acaso desmedido interés que este país ha encontrado por todo lo que tenga que ver con los asuntos culinarios, de manera que no hay cadena de televisión que no cuente con su propio programa dedicado a la cocina o la gastronomía, entre cuyos destinatarios últimamente se encuentra un público infantil al que se ha ascendido a la categoría de chef. Por otro lado, el ya cansino aluvión de publicaciones escatológicas, ésas que llevan su argumento a un mundo de ultratumba poblado por vampiros enamorados, fantasmas pueriles o personajes zombis, a menudo sin pretender aspirar a la nobleza de la novela gótica, sino simplemente a conformarse con que vivamos -o muramos- en un continuo Halloween.
               De estos dos tópicos se nutre “Escarlatina, la cocinera cadáver”, de Ledicia Costas (Vigo, 1979) -escrita originalmente en gallego y traducida al castellano por la propia autora-, pero es precisamente la unión de lo culinario con el desconocido mundo del más allá la arriesgada receta que la escritora sabe cocinar con buen gusto para agradar al exigente paladar de los jóvenes lectores. La novela cuenta la historia de Román Casas, un niño de diez años que sueña con llegar a ser un gran cocinero. Por eso les ha pedido a sus padres un curso de cocina como regalo para el día de su cumpleaños, fecha que curiosamente coincide con el dos de noviembre, Día de los Difuntos. Pero lo que recibe no es un regalo normal, sino un paquete enviado por el “Servicio de paquetería del Inframundo” y que contiene nada más y nada menos que un ataúd con un cadáver en su interior. La difunta es Escarlatina, una cocinera muerta hace un mogollón de años que, para mayor sorpresa, viene desmontada en piezas que el pequeño Román deberá unir siguiendo las instrucciones que acompañan al curioso paquete regalo. Una vez enroscadas las piezas, la “cocinera cadáver” volverá a la vida y Román podrá recibir sus ansiadas clases de cocina, para las que sólo dispone de tres horas, las que cuenta Escarlatina antes de tener que volver al Más Allá. A no ser que la difunta vuelva definitivamente a la vida, para lo cual es preciso que cocine con un humano nacido el Día de Difuntos un manjar que guste por igual a vivos y muertos, cuestión harto difícil si se tiene en cuenta que los “habitantes del Más Allá” tienen unos gustos gastronómicos que harían vomitar a los vivos con sólo pensarlo. Para ello Román debe viajar con Escarlatina al Inframundo, donde se encontrarán con sorpresas agradables -el reencuentro con el divertido abuelo de Román, muerto hace unos años- y otras horribles, como el malvado Amanito y sus secuaces, que tratarán de impedir con sus malas artes que los dos jóvenes consigan el fin que se proponen.
         Si consiguen sortear la aversión que puedan producirle el mundo de los muertos –incluida la peculiar dieta que llevan los habitantes del Más Allá-, los pequeños lectores se divertirán con esta disparatada historia llena de aventuras y sorpresas, además de enterarse de cuál es la receta de la que pueden disfrutar por igual los vivos y los muertos. Las fúnebres ilustraciones de Víctor Rivas también contribuyen, en aparente paradoja, a dar una viva expresión al relato.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 2 de diciembre de 2016)