Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 29 de septiembre de 2012

La rana debajo del agua



EL PAPÁ QUE NO SABÍA CONTAR CUENTOS
Pepe Monteserín
Editorial Pintar-Pintar. Oviedo, 2012
32 páginas


            He aquí un cuento que deberían aprenderse de memoria todos los papás que no saben contar cuentos. Vale también para las mamás, abuelos, vecinos, maestros y demás personal que se vea obligado a enfrentarse a tan arriesgada tarea. Contar cuentos parece ser -antes que una habilidad que se pueda aprender sin más- un don, una especie de gracia con la que uno nace, similar al regalo que le hace la naturaleza a cierta gente que cuenta con el difícil arte de saber freír –sin que se le queme- un huevo frito. Así, el papá –el adulto acongojado ante el peligro que debe afrontar cada noche- que no “cuente” con esta dádiva de los dioses, sólo tiene que contarle –leído o aprendido de memoria- a sus pequeños destinatarios este bonito cuento de Pepe Monteserín.

Eso sí, no debe cambiar ni una coma, pues es bien sabido la querencia de los pequeños por las narraciones previsibles, aquellas en las que puedan anticipar no sólo el argumento o el final de la historia, sino la más mínima palabra, expresión o gesto que venga a continuación. Y no se trata de un mero capricho de los niños por las historias contadas una y otra vez de la misma manera, sino de una necesidad vital, pues ya se sabe que en el reconocimiento de lo ya sucedido se va conformando su frágil memoria, lo que de paso les proporciona también la seguridad de poder habitar un mundo estable. En eso precisamente falla el papá del cuento, en no saber hilar la forma indispensable y exacta –Érase una vez…, colorín, colorado…- que entronca con la vieja tradición de los cuentos infantiles. Pero el autor sí lo sabe, de manera que Pepe Monteserín logra mantener la atención de los pequeños no sólo con la introducción de las fórmulas conocidas, sino también a través de la repetición de expresiones o ideas que contribuyen además a crear el ritmo necesario para que poco a poco ese arrullo vaya meciendo a los niños hasta la profundidad de sus sueños. Un cierto lirismo -contenido y doméstico-, pautado con divertidas imágenes en las que de repente podemos asemejarnos a sardinas en lata o a cucharillas acostadas, enseña a los papás que para saber contar cuentos deben abandonar su posición habitual, aquella que recuerda cómo “duermen los puentes colgantes”, para lograr que cada noche en la imaginación de los niños vuelva a sentarse la rana debajo del agua.

La narración oral a la que se presta el texto se debe completar con la visión de las singulares ilustraciones de Miguel Tanco, que iluminan de color esta preciosa edición, marca de la casa de la editorial asturiana Pintar-Pintar.


(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 29 de septiembre de 2012)

viernes, 28 de septiembre de 2012

Hipatia, hija de Teón


     Hubo en Alejandría una mujer llamada Hipatia, hija del filósofo Teón, que alcanzó tales logros en la literatura y en la ciencia que llegó a aventajar a los demás filósofos de su tiempo. Admitida en la escuela de Platón y Plotino, explicaba los principios de la filosofía a quienes la escuchaban, algunos de los cuales acudían desde grandes distancias para recibir sus enseñanzas. Gracias a la serenidad y a la desenvoltura que había adquirido con el cultivo de su espíritu, no era infrecuente verla en público en compañía de los magistrados, y jamás se sentía insegura en una asamblea de hombres, pues ella era entre todos la más estimada por su dignidad y su virtud. Pero aun así, fue víctima de las envidias políticas de aquel momento. Dadas sus frecuentes entrevistas con el prefecto Orestes, el populacho cristiano propaló la calumnia de que era ella quien impedía a Orestes la reconciliación con el obispo. Así pues, algunos de aquéllos, impelidos por un celo fanático y brutal y capitaneados por cierto lector de nombre Pedro, la aguardaron emboscados a su regreso a casa y, tras sacarla con violencia de su carruaje, la condujeron hasta la iglesia del Cesáreo, donde la desnudaron por completo y la mataron cortándole las carnes con conchas. Después de despiezar su cuerpo, llevaron sus miembros mutilados al lugar conocido como Cinarón y allí los quemaron. Este asunto atrajo el mayor oprobio, no sólo sobre Cirilo, sino también toda la Iglesia de Alejandría. Y es seguro que nada puede estar más alejado del espíritu de la cristiandad que la permisividad con este tipo de masacres, contiendas y refriegas. Todo esto sucedió durante el mes de marzo, en tiempo de Pascua, en el cuarto año del episcopado de Cirilo, en el décimo consulado de Honorio y el sexto de Teodosio.”

(Sócrates – Historia Eclesiástica)
 
 
(Cita extraía de Pedro Olalla: "Historia menor de Grecia". Ed. Acantilado. Barcelona, 2012. pág. 167)

martes, 11 de septiembre de 2012

La trilogía de Nueva York - Paul Auster




            Leer a Paul Auster es adentrarse, introducirse de lleno en un intrincado mundo de laberintos y espejos, de vigilancias y persecuciones, de oscuridad, de mirada y misterio. Un mundo construido de palabras -¡cómo si no, tratándose de una obra literaria!-, pero de palabras pensadas, creadas y dichas para ser nuevas. Así, la aparente trama narrativa donde los espías, los detectives, las duras calles de la ciudad son piezas necesarias para plantear y resolver un misterio, se transforma –con este sabor nuevo del lenguaje- en la narración narrada de sí misma, el cuento que cuenta el continuo –interminable- cuento del hombre, de todos los hombres. Es el detective –somos el detective- que se paga a sí mismo para espiarse en el espejo de otro. Es la búsqueda –a través de las calles solitarias que habitamos, que nos habitan- de nuestra identidad, siempre huída o diluida u oscurecida, porque, en última instancia, al alcanzarnos e intentar atraparnos, siempre nos pillamos de espaldas, por la espalda y en los callejones de la noche. Además, en la inutilidad de esta búsqueda se halla la razón –o sinrazón- de que siempre la identidad es pasajera –a través del tiempo- e intercambiable –a través de los otros-, movida y zarandeada y traspasada por los diversos azares que son la realidad misma, que la conforman (“Nada es real excepto el azar”) y deforman hasta llegar a ser mendigos, indigentes, vagabundos de nosotros mismos, siempre errantes hasta el destino final –fatal- de la muerte.
            “En última instancia, una vida no es más que la suma de hechos contingentes, una crónica de intersecciones casuales, de azares, de sucesos fortuitos que no revelan nada más que su propia falta de propósito”  (Paul Auster: “La habitación cerrada”)
Paul Auster












sábado, 8 de septiembre de 2012

Memoria de un mundo nuevo



“EL FÓSIL VIVO”
Alfredo Hernández García
Autoedición. Oviedo, 2012
291 páginas
12 euros
 

 

            Entre los escritores acomodados, que expresamente conciben sus novelas para agradar al gran público, y los complicados, aquellos que deliberadamente se arriesgan con propuestas literarias alejadas de cualquier tipo de concesión al lector, Alfredo Hernández García (Valencia, 1959) se encuentra sin duda en la privilegiada nómina del segundo grupo. Con su novela “El fósil vivo” hace una radical apuesta por una literatura comprometida nada más que con la misma literatura, en la que el respeto al posible lector le lleva a considerarlo al menos tan inteligente –y tan exigente- como el propio autor.

            El argumento se puede resumir de forma sencilla si decimos que una arqueóloga del lenguaje llamada María del Océano debe redactar el Informe Bauer a partir del hallazgo del primer fósil vivo. Este personaje se llama Ausonio, procede de la isla de Hostia y habla un castellano muy arcaico, a través del cual va contando a la paleógrafa la fantástica historia de la civilización perdida a la que perteneció. Sin embargo, llevado por su privilegiada memoria -representando así lo que Rilke consideraba el deber del artista como testigo de la memoria cultural del hombre-, la narración del fósil va haciendo cada vez más compleja una trama en la que se va creando ante el lector un mundo irónicamente parecido al nuestro, con su dios (el Sobrestimado), un libro sagrado (el Sacrotocho), un fundador de la civilización (Bauer, llamado el Primer Decente) y unas leyes consideradas “saberes impinchables de la moralidad” (los Verdamentos). Es precisamente la emergencia de un “homo moralis” (dotado de un “tuétano” u órgano de la moral) lo que posibilita el advenimiento de una nueva cultura destinada a arrumbar la “cultura rupestre” de los homínidos, aquellos que, deslizándose por la pendiente de la indolencia, degeneraron hacia el “homo bronceadus” o bichanclo.

            Como puede notarse, el nuevo mundo se manifiesta a través de un lenguaje también distinto, compuesto de palabras que han forzado su forma para adquirir un más preciso y revelador significado. Este es uno de los hallazgos más luminosos de Alfredo HG en una sobresaliente novela repleta de destellos verbales, ingeniosos neologismos, imágenes deslumbrantes y guiños metaliterarios, relampagueado todo ello con un humor deslenguado que provoca el extrañamiento de un lector que debe estar atento para poder  encarnizar la fantástica idea del escritor.

 (Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 8 de septiembre de 2012)