Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

martes, 26 de agosto de 2014

Centenario de Julio Cortázar

Cuentos completos
Julio Cortázar
Alfagura. Madrid, 1994 (2 vol.)


          Dos meses con la boca tocando tu boca de papel de carne de papel, con un dedo tocando el borde de la boca de tu libro, tus libros, todos los cuentos el cuento, empezando por La otra orilla, sintiendo “la ausencia de Sonny, presente en todas partes como son las ausencias”, tal vez perdido en el “Océano multiforme, de cabezas y senos henchido”, mientras voy nadando junto a Francis de Mesnil con “los delfines, tristes como una boca posada en un espejo”, sí tu boca y la mía, la misma boca que forma parte del Bestiario y “está mezclada con otras historias que uno agrega a base de olvidos menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos”, resbalando a la vez que Las babas del diablo se deslizan dentro de Las armas secretas donde la “Remington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven”, muda, sin atreverse a saber que “quizá contar sea como una respuesta”, “corriendo inmóvil con el tiempo” y mirar “porque es lo que nos arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía” de seguir inventando “fabricaciones irreales, imaginar excepciones” antes de que Charlie Parker diga o piense o toque, sí sólo toque con su boca en la boca de “esto lo estoy tocando mañana”, a pesar de que “yo empiezo a entender de los ojos para abajo, y cuanto más abajo mejor entiendo”, “viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo ¿te das cuenta?” sí, no, no sé, “cuando no se está demasiado seguro de nada, lo mejor es crearse deberes a manera de flotadores”, o bocas que tocar y que nos toquen al Final del juego, cuando uno se da cuenta de que “uno habla con vos y es como si al mismo tiempo estuviera solo, y a lo mejor es por eso que uno habla con vos como yo ahora”, también
para ser como vos, un axolotl y “abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente”, escuchando, no, tocando con mi boca las Historias de cronopios y famas, para “rellenar los huecos inevitables”, “nada más que para no sentir tan de cerca la lluvia de esta tarde vacía”, y avivar, a salivazos, Todos los fuegos el fuego hasta dejar las bocas y los ojos “tan ciegos como la sombra misma”, porque, en verdad, “lo único que vale la pena es que lo quieran a uno”, antes de pasar al Último round del segundo volumen, y a Octaedro para seguir tocando “la inútil necesaria retórica que no es consuelo ni mentira ni siquiera frases coherentes, un simple estar ahí, que es tanto”, tanta boca “que se me da soñando y despierto, que es un ahí sin asidero”
aunque sea para estar otra vez cerca de él cuando se muera
 como en aquella noche de octubre, los cuatro amigos, la fría lámpara
 colgando del cielo raso, la última inyección de coramina, el pecho
 desnudo y helado,los ojos abiertos que uno de nosotros le cerró llorando”
Alguien que anda por ahí pensando “lo que se piensa, eso llega siempre antes que uno mismo y lo deja tan atrás” porque “todo lo que se posee es la muerte porque anuncia la desposesión, organiza el vacío a venir”, como Un tal Lucas en sus meditaciones ecológicas aceptó tocar con su boca que “todo parece consistir en quedarse una y otra vez como estúpidos delante de una colina o una puesta de sol que son las cosas más repetidas imaginables”
que el lenguaje es un medio, como siempre, pero este medio
 es más que medio, es como mínimo tres cuartos”
“no se conocen límites a la imaginación
como no sean los del verbo”

Queremos tanto a Glenda que la tocamos, nos tocamos con “tanta sangre en los recuerdos que a veces uno se siente culpable de ponerles límites, de manearlos para que no nos inunden del todo”, mientras a Deshoras transgredimos “la verosimilitud en busca de una verdad más honda y más última”, para acabar pensando que “cuánta razón tiene Derrida cuando dice: No (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada. Ningún interés, de veras, porque buscar a Anabel en el fondo del tiempo es siempre caerme de nuevo en mí mismo, y es tan triste escribir sobre sí mismo aunque quiera seguir imaginándome que escribo sobre Anabel”. Tu boca. Y la mía.

sábado, 16 de agosto de 2014

Centenario de Platero

PLATERO Y YO
Juan Ramón Jiménez
Anaya. Madrid, 2014
Ilustraciones de Thomas Docherty


          En diciembre de 1914 se publicó la primera versión de “Platero y yo. Elegía andaluza”. Esta primera selección, que según Juan Ramón Jiménez fue “hecha por los editores”, constaba de 63 capítulos y estaba destinada a formar parte de una colección titulada Biblioteca de la Juventud para “Ediciones de la Lectura”. La edición completa de 1917, compuesta entre 1907 y 1916, está formada por 138 “estampas”, desde la titulada “Platero”, que se inicia con algunas de las palabras más famosas de la historia de la literatura (ya saben: “Platero es pequeño, peludo, suave...”), hasta la última “A Platero, en su tierra”, en la que el poeta se consuela ante la pérdida del “burrito de plata” con un emocionado “vengo a estar con tu muerte”.
          Así, entre la celebración de la belleza de la vida y el lamento por las circunstancias adversas, transcurre este texto en el que el propio Juan Ramón Jiménez expresa -en la previa “Advertencia a los hombres que lean este libro para niños”- que “la alegría y la pena son gemelas”. Lejos de la pretensión de escribir una fábula (“no temas que vaya yo nunca a hacerte héroe charlatán de una fabulilla”, le dice el autor a Platero), efectivamente las estampas se suceden en la expresión de una realidad revelada con sus luces y sus sombras. Del regreso a los lugares -reales o inventados, tanto da- de una infancia feliz, a menudo habitada por la maldad, el poeta va desgranando episodios que también podrían leerse como cuentos o historias independientes. Hay capítulos en los que eleva el sentimiento ante el espectáculo de “hermosura resplandeciente y eterna” (“Las brevas”, “¡Ángelus!”) y otros en los que una honda tristeza se hace eco de los sufrimientos cotidianos, de la crueldad de los hombres o del dolor de las pérdidas (“La carretilla”, “El perro sarnoso”, “La tísica”, “Lord” ). Pero también Juan Ramón es capaz de pintar, con el mismo dominio del lenguaje poético, en una misma lámina un fresco donde se suceda la feliz exaltación de los sentidos con el desasosiego que puede producirle una situación injusta o un niño desamparado (“El pan”, “Anochecer”).
          Como bien se sabe, el paisaje de Moguer, el de sus calles, sus casas y sus campos, es el de la infancia que en estas páginas recrea el poeta, pero también es el reflejo de un país en un momento de tránsito hacia una modernidad llena de incertidumbres. De ahí que la mirada de Juan Ramón esté nublada por una cierta melancolía al recordar un pasado que irremediablemente va a desaparecer, y que él sólo puede recuperar con palabras llenas de poesía, emoción y ternura. Esa memoria desde la que escribe el poeta, conecta, a través de un lenguaje pleno de imágenes deslumbrantes, con la propia memoria del lector, hasta el punto de reconocer que la belleza de la prosa poética es, más que una vía estética para leer con todos los sentidos, el camino más directo hacia el desvelamiento ético del texto.
          Entre las publicaciones que, con ocasión del Centenario de “Platero y yo” -el libro más editado y traducido de la lengua española, tras el Quijote-, se están llevando a cabo durante estos meses, presentamos aquí la de Anaya, una cuidada edición que contiene unas bellas y serenas ilustraciones de Thomas Docherty y un acertado prólogo a cargo de Juan Mata Anaya.


(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 16 de agosto de 2014)