Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 13 de diciembre de 2014

El esperpento de la ciencia


La venganza del objeto
Alfredo Hernández García
Editorial Luna de Abajo. Oviedo, 2014
233 páginas


          Todo escritor que se precie de serlo sueña con ser dueño de un estilo que cualquier lector pueda reconocerle como propio, claramente distinguible de la prosa funcional que más se suele celebrar en la literatura de escaparate. La mayoría de estos escritores se conforma -y no es poco- con que el estilo que los defina se ciña a meras cuestiones formales, de manera que indagan dentro de las posibilidades lingüísticas, estructurales, espaciales o temporales del texto, pero algunos -los más osados- procuran hacerse con un mundo personal, un territorio lo suficientemente acotado y ancho que en último término sea capaz de suscitar un planteamiento moral.
          Ya desde “El fósil vivo” (2012), novela en la que -en aparente paradoja- se hace memoria de un mundo futuro, Alfredo Hernández García entró en ese privilegiado grupo de escritores que pueden presumir de haber creado un espacio propio, no sólo caracterizado por algunos atrevimientos formales, sino más aún habitado por ciertos fantasmas de los que, al convocarlos, pretende desprenderse. En “La venganza del objeto” -también disponible en versión digital gratuita- sus señas de identidad se reconocen en las singularidades del lenguaje (una sintaxis que, puesta al servicio de la ironía, oscila entre la solemnidad ridícula de la precisión notarial y la displicencia más pedestre de las expresiones coloquiales; la presencia de neologismos -algunos dignos de aparecer en la próxima edición del DRAE- destinados a nutrir la prosa de pequeños divertimentos con los que el lector va obteniendo la recompensa por seguir leyendo; la originalidad de las imágenes, hallazgos poéticos capaces de deformar -es decir, de ampliar- el sentido de lo significado; el amplio despliegue de sentencias o citas, como muestra irónica de la “citografía” -y de los “culturemas” y “reflexflemas”- que el texto denuncia), en la originalidad de la historia (una mujer se propone observar a un científico, es decir, “transformar el estudioso científico en estudiado”, con la intención de auscultar sus marrullerías, las de un personaje que se tiene por “purpurado” -muy por encima de los “amansados” o “básicos” del pueblo llano-, pero que no es más que un “naturófago”, un superdotado -de nombre Chiripa, tal vez un guiño risueño al cuento “La conversión de Chiripa”, de Clarín- que no investiga para comprender la realidad y aumentar el conocimiento que teóricamente debe perseguir la ciencia, sino “para inventar la verdad”, en un afán meramente endogámico tras el cual sólo se pretende que otros investigadores citen el propio estudio, llegando así a la “axiomatización de la citografía”, única moral a la que el civilizador -el observador observado- se debe) y en el empleo de la metaficción (la narradora que introduce al lector en el propio texto que cuenta, haciéndole partícipe no sólo de lo que desde su punto de vista se observa en la trama, sino transmitiéndole su personal concepción de la novela en la que la intriga no sería más que el “recurso de los mediocres”) que, al servirse de la propia novela también como objeto de análisis, se eleva de esta manera como metáfora de lo que el mismo texto denuncia: el tramposo delirio del científico investigado corre en paralelo con la irónica mirada de la narradora ante lo narrado.
          De esta forma, el mérito de “La venganza del objeto” es que -como afirmaba Walter Benjamin de Kafka o los surrealistas- el lenguaje deja a un lado su significado “burgués” y recupera su poder primario para denunciar la prepotencia del hombre ante la naturaleza. Para ello el autor se sirve del humor, la exageración y el esperpento, que lejos de edulcorar la acidez de la crítica hacia una ciencia hipertrofiada y endogámica, ahonda más en el malestar que a menudo conlleva lo agridulce.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 13 de diciembre de 2014)





viernes, 12 de diciembre de 2014

Entrevista imaginaria a Juan Ramón Jiménez




          Imaginemos que, tras desfilar entre la hilera de olmos que se yerguen a cada lado de la calle Queensbury, pisamos un solar cubierto de césped donde se asienta una casa de madera blanca. En el porche, enrojecido por el sol que dejan filtrar las hojas doradas del otoño, nos espera Juan Ramón Jiménez, con su mirada fija en las ramas que balancea el último viento de la tarde. Sentado en su sillón de mimbre, el poeta nos invita a subir la corta escalera y compartir con él la frugal merienda que le acaba de llevar Zenobia. Algunas ardillas se acercan con cautela a la balaustrada para enseguida perderse en el pequeño bosque que, con su callado aliento, pretende ocultar los primeros árboles desnudos. Como ensimismado en el perenne recuerdo de sus días pasados, Juan Ramón va hablando con una voz grande y dulce, expresando un hondo sentir que se impone al solemne silencio de la tarde.

Casa de Riverdale (Maryland, EE.UU.)
  • Pregunta: Buenas tardes, don Juan Ramón. Tengo mucho gusto en saludarle y en hablar con usted. Lo primero que quiero hacer es agradecerles a usted y a su esposa que hayan tenido la amabilidad de recibirme en su acogedora casa de Riverdale. ¿Cómo se encuentra aquí, tan alejado de España?
  • Respuesta: Yo estoy bien aquí. Desde lejos, aunque parezca paradójico, se sabe más de todo, se está más enterado de todo. Y nos comprendemos mejor, y es menos literaria nuestra poesía. Ausencia y distancia son buen estímulo para recordar.
  • P: Precisamente con esta entrevista pretendemos que se le recuerde a usted y a su obra en el homenaje que se le tributará cuando se cumpla el centenario de la publicación de Platero y yo.
  • R: La gloria, Balzac lo dijo, es el sol de los muertos. Sólo a los muertos, y cuando el tiempo haya depurado su obra, debe rendirse homenajes como el que usted propone. Yo nada quiero. Mi alegría es conservar la honestidad de mi arte. El mejor elogio que se puede hacer de un libro es apretarlo contra el corazón; tenerlo como una flor, como una fuente, como una mujer; para ayudar al cuerpo a subir la montaña. Los libros son solo para dar sueños a la vida.
  • P: Usted es reconocido en todo el mundo como un gran poeta. Sin embargo, Platero y yo, uno de sus libros más celebrados, está escrito en prosa.
    1ª edición (1914) de Platero y yo
  • R: Yo creo que no hay prosa ni verso; lo mismo puede ser verso la prosa, que la prosa verso. En cualquier prosa hay rima, consonante y asonante, ritmo, medida, sólo que todo está mezclado y en cualquier verso está también la prosa. No hay más que escribirlo en forma de prosa y ya está.
  • P: También llama la atención que un escritor tan profundo como usted, a veces difícil de entender en toda su dimensión, escribiera esta obra tan leída y querida por los niños.
  • R: Yo nunca he escrito ni escribiré nada para niños, porque creo que el niño puede leer los libros que lee el hombre, con determinadas excepciones que a todos se le ocurren. También habrá excepciones para hombres y para mujeres, etc.
  • P: Sin embargo, usted ha logrado acercarse de una forma poco usual al sentir y al pensamiento de los lectores más jóvenes.
  • R: “Tú has sido siempre un niño”, me dijo mi madre días antes de morirse. Siempre como el niño voluntarioso, siempre libre, siempre en presente. Con mi juventud, mi madurez, mi vejez, siempre he permanecido niño. No he sido nunca sino niño. Y cómo se ha reído mi niño de los que no han sido niños nunca, de esos que se han tomado tan en serio. Yo creo que el sueño del juego de un niño es el más profundo hecho anticipador de la vida. Lo que se refiere a los niños me interesa siempre. Porque el niño no es aún personaje superior o corriente, sino una posibilidad o un preludio de personaje superior.
  • P: En el prólogo que a modo de “Advertencia” hace usted al libro, afirma que en Platero y yo “la alegría y la pena son gemelas”. ¿Es la doble cara de la existencia, la alegría por la celebración de la vida y la pena por la muerte inevitable?
  • R: La muerte y la vida han estado tan unidas siempre en mí, han luchado tanto por mí entre ellas, que yo no me considero sino como un combate entre varios yos.
  • P: Platero y yo se desarrolla en los paisajes de su infancia. ¿Qué nos puede decir sobre esos años?
  • R: Nací en Moguer la noche de Navidad de 1881. La blanca maravilla de mi pueblo guardó mi infancia en una casa vieja, de grandes salones y verdes patios. De estos dulces años recuerdo bien que jugaba muy poco y que era gran amigo de la soledad: las solemnidades, las visitas, las iglesias me daban miedo. Mi mayor placer era hacer campitos y pasearme en el jardín, por las tardes, cuando volvía de la escuela y el cielo estaba rosa.
  • P: Parece ser que esa primera época de su vida ha tenido gran influencia en su obra.
  • R: Aquel ofrecimiento amontonado de claridad tan lejana y tan cercana, tan inminente y tan inasible en el norte del verano moguereño, y aquel deseo mío de espresármelo, aquella tierra verdadera, fueron fundamentando en mí, noche tras noche de desviada soledad joven, con sus ricas luces sólidas, semillas de una cosecha de frutos perpetuos, de alimento eterno, el estado errante y febril de mi tan anhelada y mayor poesía.  
    Casa natal de Juan Ramón en Moguer
  • P: ¿Guarda algún recuerdo de su primer colegio?
  • R: El colejio de mi pueblo tenía, en la plataforma, una gran ventana que daba al jardín, jardín de antigua casa señorial, abandonado, lleno de yerba alta, de yedra y de humedad, con naranjos, jazmines, enredaderas y cipreses. En las tardes de lluvia de invierno, cuando a las cuatro ya era de noche, entre la salmodia incolora de los rezos cantados, o del deletreo de la cartilla, mis ojos se estasiaban en los amarillos descoloridos con que al poniente endulzaba el cielo de la tormenta, sobre los cipreses mojados, y bajo la inminente claridad del cenit. Confusamente, en aquel oro descolorido y triste, estaba como una clave conciente e inconciente a un tiempo de mi existencia lírica, a medias trájica y sentimental.
  • P: ¿Cómo era usted de pequeño?
  • R: Mi madre solía decirme que, de niño chico, yo estaba siempre riéndome; que tenía una risa alegre, luminosa, agradable, que se pegaba. Y que no comprendía cómo luego me volví tan serio. Desde que yo me acuerdo, me miro pensativo, serio y melancólico. Arranques de mal jenio siempre los tuve, pero fui aprendiendo, por mí mismo, en mi soledad, a reaccionar, y poco a poco fui dejando de ser capaz de dejar a nadie injustamente, en lugar desfavorable.
  • P: Aunque aún no utiliza su peculiar ortografía en Platero y yo, ¿por qué a partir de un determinado momento decide escribir con “j” y “s” en vez de “g” y “x”?
  • R: En mi segunda casa grande de Moguer había un hermoso Diccionario de Autoridades de la Academia Española, en dos tomos, que era un tesoro para mí. Desde niño me acostumbré a leer con “j” y “s”. A mí me parecía aquello tan natural, aquella ortografía se acomodaba tan bien a la prosodia moguereña, que no vacilé en aceptarla como buena. Al principio no la usaba en mis libros porque no tenía autoridad para imponerla en las imprentas.
  • P: ¿Cuándo empezó a escribir?
  • R: No me interesé mucho en la carrera de leyes que mis padres elijieron para mí y abandoné pronto la Universidad de Sevilla donde empecé a estudiarla. A mí me gustaba más pintar, tocar el piano y escribir, y mis padres y toda mi familia, con una comprensión y una largueza que nunca agradeceré bastante, decidieron que yo lo hiciera todo a mi gusto. De modo que yo fui escritor aceptado por mi familia desde los 14 años. Yo escribía, escribía como un loco verso y prosa. Y además, los publicaba. Ningún periódico o revista de la época me negó sitio y en muchas tuve hasta pago. Y leía, leía atropelladamente cuanto caía en mi mano.
    Juan Ramón en un momento de la entrevista
  • P: ¿Qué influencias de autores o corrientes literarias reconoce usted más determinantes en su obra?
  • R: ¿Influencias? Sí, de todas partes. Así, en su incorporación universal todas se destruirán unas a otras y uno se quedaría libre en más en lo suyo que más entonces. Las expresiones poéticas más bellamente delicadas se las he oído a hombres toscos del campo, y con nadie he gozado más hablando que con ellos o sus mujeres o sus hijos... Todos hemos nacido del pueblo, de la naturaleza, y todos llevamos dentro esa gran poesía orijinal.
  • P: Se dice que usted modifica y corrige constantemente lo que escribe, ¿podría decirnos cómo es su forma de trabajar?
  • R: Escribo siempre de un tirón, a lápiz, luego lo dicto o lo pone Zenobia a máquina, y lo veo objetivado, fuera de mí. Entonces sí lo corrijo despacio, pero después, una vez que lo dejo ya no me ocupo de él, si años más tarde lo releo tal vez cambie un adjetivo, una palabra, si en la lectura el cambio se impone por sí. Cuando estoy trabajando rodeado de mis papeles, se establece entre ellos y yo una corriente magnética. No puedo dejarlos. Si quiero, si tengo que irme a la fuerza, los papeles se me pegan a los huesos de los dedos como el cuerno frotado. Y, a veces, entre lo escrito y mis ojos salta, como un reproche, una chispa azul. Cuando me entrego al trabajo pleno parece que no me falta tanto en la vida.
  • P: ¿Hasta qué punto cree que su resentida salud ha condicionado su obra? 
    Zenobia y Juan Ramón
  • R: Si yo estuviera sano, sería uno de los hombres más grandes del mundo... Ah ¡si supierais los jérmenes decididos a estallar que llevo dentro! ¡Si yo pudiera emplear mi vida entera en mi pensamiento! ¡Si mi salud igualara a mi voluntad, el ansia de saber, el afán de viajar, de obrar, de aniquilar, de construir!
  • P: ¿Cómo ve usted la figura del poeta, su importancia o misión en el mundo?
  • R: El poeta ha venido al mundo para definirlo, ordenarlo voluptuosamente en belleza, para nombrarlo bello, verdaderamente, para inutilizarle todo lo inútil y salvarle todo lo útil.
  • P: Y su propia obra poética, ¿cómo se establece esa relación de usted con la poesía?
  • R: Yo tengo escondida en mi casa, por su gusto y por el mío, a la Poesía. Y nuestra relación es la de los apasionados. Que la frase esté tocada de alma, que evoque sangre, o lágrima, o sonrisa; que en el vocablo haya siempre un subvocablo, una sombra de palabra, secreta y temblorosa, un encanto de misterio. Poesía significa, no hay que olvidarlo, contemplación y creación. Así, todas las actividades grandes y pequeñas de nuestra vida, que es crear y contemplar, pueden y deben ser poéticas. La poesía, el mismo arte, no pueden ser menos ni, sobre todo, más que auténtica emoción y forma completa. La perfección de la forma artística no está en la exaltación sino en su desaparición, no en hacer una prosa mala o desaliñada sino en hacerla tan buena que parezca que no existe.
  • P: ¿Podría definirse a sí mismo o darnos una imagen de usted?
  • R: Soy hombre libre, lo fui siempre y estoy seguro de seguir siéndolo hasta el fin. La obligación humana y divina del poeta es cumplir como hombre, libre por conciencia y esclavo gustoso por vocación, su encontrado destino. No fumo, no bebo vino, odio el café y los toros, la religión y el militarismo, el acordeón y la pena de muerte; sé que he venido para hacer versos; no gusto de números; admiro a los filósofos, a los pintores, a los músicos, a los poetas; y, en fin, tengo mi frente en su idea y mi corazón en su sentimiento. Durante toda esta vida mía de libertad constante, he intentado comprender la verdad y la belleza; la belleza verdadera, esa belleza que está en la verdad de todo lo llamado bello y lo llamado feo.
  • P: También se ha significado por su sensibilidad social y la defensa de la justicia.
  • R: El poeta no ha olvidado nunca que lo peor verdadero es la injusticia, el hambre, la miseria por un lado, y por otro, la populachería, el odio y el crimen. Nada más lejano de lo popular que el chabacanismo plebeyo, el brillo, ese aquí estoy yo de la abundancia desmedida.
    Placa en Moguer
  • P: De igual manera, usted siempre se ha declarado un hombre del pueblo.
  • R: Afirmo muy alto, una vez más, que admiro apasionada o serenamente, según el instante, a mi maravilloso pueblo; que soy populareño por libertad, por sentido común, por honradez y por amor. Tengo para mi obra el amor de un labrador a su propio campo. En el que estoy todo el día, cavando, podando, regando, mirando y soñando.
  • P: ¿Qué lucha personal ha guardado en lo más íntimo de su existencia?
  • R: Quién sabe más que yo, quién hombre o dios puede, ha podido o podrá decirme a mí qué es mi vida y mi muerte, qué no es. Si hay quien lo sabe, yo lo sé más que éste, y si lo ignora, más que ése lo ignoro. Lucha entre este saber y este ignorar es mi vida.
  • P: ¿A su edad, qué enseñanza le ha dado la vida que se pueda transmitir a los más jóvenes?
  • R: No se pasa mejor en la vida con más cosas; sino con las cosas que nos hacen verdaderamente falta, las cosas a las que les hacemos verdadera falta nosotros.
  • P: Para terminar, ¿qué sensación o íntimo convencimiento le deja su vida, don Juan Ramón?
  • R: Estoy contento del trabajo de mi vida y creo que, al fin, conmigo, tiene España un poeta completo que puede unir a los universales. A ver, ahora, cuántos siglos pasarán antes de que venga otro español a ponerse a mi lado. Esto no es orgullo. Es gozo. No soy yo quien me jacto por mí; sino yo que he castigado, sacrificado, exaltado, al otro yo que ha realizado tal obra.

La caída de la tarde apenas deja ver ya el vuelo manso de las hojas que se desprenden de los olmos mecidas por un airecillo afilado, que Zenobia, en el gesto de ponerle a Juan Ramón la chaqueta sobre los hombros, ahuyenta del apagado porche de Riverdale. 

(Nota: Las respuestas de Juan Ramón Jiménez son expresiones literales vertidas por su pluma en alguna de sus obras. Por ese motivo, se ha respetado, cuando ha correspondido, la particular ortografía del poeta)



sábado, 6 de diciembre de 2014

La fragilidad de la mariposa


Madama Butterfly
Benjamin Lacombe
Editorial Edelvives. Zaragoza, 2014

           A partir del cuento “Madame Butterfly” (1898), escrito por el norteamericano John Luther Long, y de la novela “Madame Chrysantheme” (1887), del francés Pierre Loti, Giacomo Puccini compuso su célebre ópera “Madama Butterfly”. Debido al sonoro fracaso en su estreno en La Scala de Milán el 17 de febrero de 1904, el compositor italiano se vio obligado a reescribirla, de modo que, entre los diversos arreglos que fue llevando a cabo en las sucesivas versiones, decidió organizarla en los tres actos con los que es conocida en nuestros días. Estas modificaciones no sólo consiguieron salvar la obra, sino que la dirigieron hacia un éxito que ha logrado que en la actualidad “Madama Butterfly” sea una de las óperas más representadas en el mundo, la tercera -por detrás de “Tosca” y “La bohème”- entre las preferidas de la obra de Puccini.
          Ahora la editorial Edelvives nos ofrece -en adaptación libre de esta ópera a cargo del ilustrador francés Benjamin Lacombe- un precioso álbum donde al texto -fiel a la dimensión del drama- y a las imágenes -escenario propicio para la representación de lo narrado- sólo le hace falta la música del compositor italiano para que los jóvenes lectores puedan sentirse inmersos en la bella dramaturgia de la ópera.
          El texto, dividido en los tres actos que marca el original del que parte, cuenta desde la perspectiva del lugarteniente de la Armada norteamericana B.F. Pikerton su historia de amor y desventura con Butterfly -apodo debido a que al revolotear de una bella mariposa se asemejaban sus gráciles movimientos-, una bella geisha que conoce en el Japón tradicional del siglo XIX. El apuesto oficial, como si de un juego se tratase, no tiene reparos en seducir a la joven japonesa, quien le corresponde con un amor capaz de renunciar a las más enraizadas tradiciones de su pueblo. Con el tiempo, ya satisfecho de la conquista amorosa, Pikerton se cansa de la dulce melancolía que rodea su matrimonio y de vivir en una cultura tan diferente a la suya, siempre cargada de una monotonía de ritos y de costumbres que lo exasperan. De ahí que, en cuanto ve la oportunidad, vuelve a su país de origen, dejando a Butterfly con la promesa de que regresará “en la época de las rosas”. Pero pasa el tiempo en que “el petirrojo acaba de construir su nido”, la bella geisha da a luz al hijo que había mantenido en secreto en su seno, se suceden las estaciones, las flores del jardín se marchitan... y Butterfly sigue esperando a su amado, quien, ajeno a los desvelos de su esposa, ha contraído matrimonio con la norteamericana Kate, una mujer cuya forma de ser y lealtad a las costumbres son muy diferentes a las de la joven japonesa. Al cabo de tres años, Pikerton -héroe de tantas batallas- siente que es un desertor y un cobarde a ojos de Buttefly y decide regresar a Japón, pero va acompañado de Kate y de una intención que, como un soplo violento, destrozará las frágiles alas de la mariposa amada.
          En el texto Lacombe ha sabido nutrir la historia con los elementos propios de la tragedia romántica, bien acompasados con las coloridas ilustraciones que subrayan, en armónico contraste, la sobria melancolía del drama. A ello también contribuye el desplegable de diez metros que, a la manera de un biombo japonés, ofrece nuevas sugerencias plásticas a quienes tengan por bien acercarse a esta preciosa obra.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 6 de diciembre de 2014)