Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

martes, 25 de marzo de 2014

Puro placer de formas


OFICIO DE LECTOR
J.M. CABALLERO BONALD
Seix-Barral. Barcelona, 2013 (606 p.)


           
¿Se puede concebir el acto de leer como un oficio, una dedicación, una entrega o un empeño más allá de su consideración como mero pasatiempo o como vehículo para alcanzar las formas de placer sensitivo o intelectual que puede suscitar la lectura? Así es si uno se dedica a ello profesionalmente, si se es editor, corrector de pruebas, profesor de literatura, librero, traductor, crítico literario o escritor, y aún así muchos de los que se dedican a alguna de estas labores leen sólo motivados por la propia obligación que deben tener con el ejercicio de su ocupación si de ella pretenden obtener beneficios. Como en la célebre novela de Unamuno, ¡cuántos feligreses de la parroquia literaria son ateos de la literatura! Así, no es raro encontrar editores que sólo están atentos a la cuenta de resultados, profesores encadenados al temario, libreros que sólo pretenden vender mercancía, críticos literarios que no leen nada más que las solapas de los libros que reseñan o escritores que se vanaglorian de desconocer a los clásicos. Por eso, la concepción de la lectura como un oficio no debería dejarse sólo en manos de los asalariados del gremio, ni siquiera de la minoría de letraheridos que obsesivamente desempolvan ejemplares en las librerías de viejo, sino que se debería extender a todo el que aspire a tenerse por un lector atento, aquel que, como dice Joseph Conrad, se ocupa de escribir la otra mitad de la mitad del libro que ha escrito el autor.
Partiendo de este aforismo, en “Oficio de lector” (Seix-Barral, 2013) José Manuel Caballero Bonald alza su voz poética para expresar la “obstinada idea de que es el lector quien justifica la literatura”, que sólo el protagonismo del lector puede lograr que las palabras ocupen un espacio mayor que el que convencionalmente les corresponde. Tarea que se complementa con el irrenunciable objetivo del escritor, que no debe ser otro que crearse un lector propio, lo que significa, en palabras de Wordsworth, que cada poeta debe crear “el gusto mediante el cual puede ser comprendido”.
Con este libro que reúne “una serie de comentarios sobre libros que he leído en días y ocasiones muy dispares”, Caballero Bonald ha elaborado una personal historia de la literatura, un brillante ejercicio práctico sobre crítica literaria y una cumplida expresión de sus postulados estéticos.
Una suerte de autobiografía literaria o de manual propio de literatura se revela en la nómina de escritores –la mayoría del siglo XX y en lengua castellana- que ha designado para dedicarles sus comentarios. Muchos de ellos pertenecen al Olimpo en el que se encuentran sólo los elegidos, como son Cervantes, Góngora, Quevedo, Dostoievski, Juan Ramón, Lorca o Antonio Machado. A ellos dedica páginas en las que demuestra la consabida máxima que afirma que un autor clásico es aquel del que todavía no se ha agotado todo lo que se puede decir. Así, la obra de Góngora y Quevedo –representantes aquí del Barroco- “no sólo añade frenéticos adornos a la serenidad artística del Renacimiento, sino que oculta, escamotea la realidad en que se apoya”. Otros escritores a los que se refiere están sin duda en cualquier recopilación histórica que se precie, entre ellos por ejemplo, Bécquer, Clarín, Camus, Rulfo, Onetti o los miembros de la Generación del 27 y del Grupo de los 50. Pero ya es más raro poder ver reseñas de autores considerados minoritarios (Fernando de Herrera, Olga Orozco o Eduardo Cote) u otros directamente vinculados en nuestra memoria a otras artes (Picasso u Oteiza). Por ello es de celebrar que Caballero Bonald nos “descubra” o resalte las cualidades artísticas de ciertos autores orillados en la canónica historia de la literatura (Gabriel Miró, Gil-Albert o Carlos Edmundo de Ory).
A pesar de que no están todos los que son, cuestión por otra parte que no se debe tener en cuenta en un trabajo que se presenta como estrictamente de gusto personal, Caballero Bonald ha realizado un estudio práctico de crítica literaria imprescindible para todo aquel que quiera profundizar en las claves de la obra de estos escritores y de paso hacer un recorrido por la historia –sobre todo la más reciente- de la literatura en lengua castellana, demostrándonos además que, como dice Gil de Biedma, “la crítica literaria no es sino una variedad del arte de escribir y que el efecto estético es tan principal en ella como en cualquier otro género de literatura”.
A través de los autores que analiza, Caballero Bonald, asumiendo que “nadie juzga sino desde el catálogo de sus gustos o sus apegos culturales”, va precisamente mostrando sus propias preferencias estilísticas y su concepción artística de la literatura asentada en la prevalencia del lenguaje, en el valor de la palabra como iluminación que indaga en las sombras de la realidad, alcanzando con ello una significación que va más allá de lo convencional al lograr asomarse a algún “secreto resquicio de la razón”. Así, sus postulados están próximos al “puro placer de formas” del Barroco, al “principio de contradicción” expresado por el Romanticismo, a las “afinidades ocultas entre lenguaje y pensamiento” que propone el Simbolismo o a “la recreación lingüística de la realidad” en la que ha profundizado el Surrealismo, movimiento artístico que para Caballero Bonald supone “la gran conquista estética del siglo XX”.

(Publicado en la revista digital LITERARIAS el 24 de marzo de 2014)



sábado, 15 de marzo de 2014

La fantástica vida de los juguetes


El cascanueces
E.T.A. Hoffmann
Ilustraciones: Éric Puybaret
Editorial Edelvives. Zaragoza, 2013


            E.T.A. Hofmann (1776-1822), jurista de profesión, fue un polifacético autor romántico que ejerció con desigual fortuna las artes de compositor, dibujante, pintor, cantante y, por supuesto escritor, actividad con la que logró alcanzar más significación posterior gracias a su influencia sobre escritores de la talla de Victor Hugo o Edgar Allan Poe. Como músico compuso para teatro, sinfonías y ballets, además de su propia ópera Ondina a partir de un libreto basado en un cuento fantástico. En su labor literaria destacan las novelas cortas que fueron reunidas en los dos volúmenes de sus “Piezas fantásticas” (1815) y la novela “Los elixires del diablo” (1816). La doble faceta de Hoffmann como músico y escritor se vio recompensada en 1951 con la adaptación a la ópera de “Los cuentos de Hoffmann”. Asimismo, el ruso Tchaikovsky compuso en 1892 la música para el célebre ballet “El cascanueces”, cuyo libreto se basa en el cuento que nos ocupa.
            La adaptación de la obra de Hoffmann “El cascanueces y el rey de los ratones” que nos presenta la editorial Edelvives en una deliciosa edición ilustrada por las siempre imaginativas estampas de Éric Puybaret, acerca con fidelidad y acierto este cuento clásico a los jóvenes lectores. El argumento parte de un día de nochebuena, en el que el señor Drosselmeier, padrino de los niños Marie y Fritz, hace un montón de regalos a los chicos para celebrar como cada año tan señalado día. Entre ellos se encuentra un gran palacio de juguete, habitado por unas figurillas que se asemejan a los niños, a los padres y al propio Drosselmeier. Pero Marie se fija en un extraño personaje de madera con un uniforme pintado sobre su cuerpo y cuyos ojos, dientes y mandíbula inferior destacan por su enorme tamaño. Drosselmeier le muestra a la niña cómo el muñeco es capaz de cascar nueces con su gran boca accionando una palanca que lleva en la espalda, pero entonces Fritz coge el hombrecillo y rompe los dientes del cascanueces al intentar partir una nuez que no cedía. Marie se enfada y, cuando todos se han ido a dormir, se lleva a su figurilla herida para cuidarla en la vitrina del salón. De pronto, aparecen por todos los lados unas misteriosas sombras que se acercan a Marie hasta que comprueba asustada que se trata de ratones, cientos de ratones capitaneados por el Rey de los ratones, quien le dice a la niña que están allí para comerse todos los dulces de la casa. En ese momento de la vitrina salen los juguetes que mandados por el Cascanueces forman un ejército que logra vencer y echar de la habitación a todos los ratones. El Cascanueces ofrece a Marie su victoria y la invita a visitar su lejano país montada en un trineo que surca el firmamento nocturno.
            Aquí parece acabar este cuento de hadas, pero sigue la fantasía en la realidad o en el sueño de la niña, en la historia que le contará el señor Drosselmeier sobre un reino lejano, donde aparece un antepasado del padrino con un sospechoso parecido al cascanueces de juguete.
El cascanueces es buena muestra de los cuentos de Hoffmann, caracterizados por estar envueltos en un halo extravagante y sobrenatural, donde lo irracional, unido al sobresalto y al misterio típico del Romanticismo, se combina con un cierto realismo cotidiano que logra imprimir a su obra las dosis precisas de desasosiego para deleite y susto del lector.



(Publicado en el suplemento Culturas de  El Comercio y La Voz de Avilés. 15 de marzo de 2014)


lunes, 3 de marzo de 2014

El sobrino de Wittgenstein (Thomas Bernhard)

El sobrino de Wittgenstein
Thomas Bernhard
Anagrama. Barcelona, 2010 (144 p.)




            Este libro de Bernhard bien pudiera ser otra entrega más de su autobiografía, ya que cuenta su vida y existencia con Paul, el sobrino de Wittgenstein, el famoso filósofo. Su mejor amigo, Paul, según dice Bernhard, con el que convivió en el mismo sanatorio, en dos edificios o alas o espacios distintos, el de los locos donde estaba Paul y el de los tuberculosos en el que se hallaba Thomas, el sanatorio donde los psiquiatras ejercen como los “verdaderos demonios de nuestra época” (p. 14). El camino de Bernhard, entre los médicos que le atendían en el pabellón de los tuberculosos, no era otro “que el camino de los que la muerte se ha llevado ya” (19), pero sin permitirse la rebeldía, la impertinencia y la obstinación con el tiempo, que “debilitan el organismo de una forma realmente letal” (24), dejándose llevar por la tuberculosis, haciendo de la tuberculosis su “fuente existencial para toda la vida” (32), igual que Paul ha vivido e interpretado el papel de tuberculoso y lo ha explotado para su arte. Sólo que Paul “tiraba ininterrumpidamente por la ventana (de su cabeza) su riqueza mental” (35) y cuanto más la tiraba más aumentaba esa riqueza en su cabeza, característico de los personajes que están locos, pero no había publicado como su tío Ludwig, que era el publicador de su filosofía, mientras que Paul era el “no publicador nato de su filosofía” (91), siendo los dos, cada uno a su manera, grandes pensadores, estimulantes y obstinados y subversivos, de su época, y no sólo de su época. Semblanza del sobrino de Wittgenstein, en el marco de la odiada Viena de los cafés odiados, el teatro odiado, los premios oficiales odiados, y perfil de Bernhard, que gusta de leer los periódicos franceses e ingleses, no alemanes ni mucho menos austriacos, que evita la literatura porque así “me evito a mí mismo” (123) y por eso se prohíbe los cafés literarios frecuentados por sus iguales, y que quiere estar siempre donde no está, “allá de donde acabo de huir” (124), ser feliz sólo entre los lugares de donde se marcha o a los que va.