Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 31 de agosto de 2013

Relatos clásicos ilustrados


“La liga de los pelirrojos”. A. Conan Doyle
“El diablo embotellado”. R.L. Stevenson
Editorial Anaya. Madrid, 2013

            Es de agradecer que las editoriales que dedican toda o parte de su producción a la literatura infantil y juvenil, encuentren un hueco en la nutrida publicación de las novedades de los escritores de éxito asegurado para acercar a los jóvenes algunos de los clásicos imprescindibles, pero que aún así no suelen aparecer en la decretada nómina de los planes de estudio.
            En cualquier relación de escritores clásicos –y no sólo, claro está, para el público juvenil- deben estar incluidos los británicos (curiosamente los dos nacidos en Edimburgo a mediados del siglo XIX) Arthur Conan Doyle y Robert Louis Stevenson. Del primero son conocidas las historias protagonizadas por Sherlock Holmes, mientras que al segundo debemos tal vez la obra más celebrada de la literatura juvenil, como es “La isla del tesoro”. En este caso, la editorial Anaya nos presenta en su cuidada colección de “Relatos ilustrados” dos cuentos que representan claramente el estilo de los dos autores, al mismo tiempo que nos descubren las razones por las que sus obras pertenecen a lo más destacado de la historia de la literatura.

            “La liga de los pelirrojos”, de A. Conan Doyle, es una muestra fiel de las pesquisas que debe llevar Sherlock Holmes –ayudado de su inseparable doctor Watson- para resolver un caso que se le presenta. En su despacho aparece Wilson, un prestamista pelirrojo, con la intención de solicitar sus servicios para esclarecer la misteriosa desaparición de la llamada “liga de los pelirrojos”, curiosa asociación que se dedica a “proporcionar empleos cómodos a personas con dicho color de pelo”. Pero no menos extraño es el trabajo que le encomendaron a Wilson en ese club: copiar los volúmenes de la Enciclopedia Británica en horario de diez a dos, con un sueldo de cuatro libras a la semana. La rareza de ese empleo “puramente nominal” es el hilo del que irá tirando Sherlock Holmes para averiguar la verdadera razón de la existencia de la liga y de su repentina disolución. Con este relato Conan Doyle nos demuestra su talento para urdir tramas que se desarrollan con la sutileza, la inteligencia y el humor que siempre han sabido agradecer los buenos lectores.

            Con “El diablo embotellado”, Stevenson nos introduce en el ambiente extraordinario que es tan característico de su obra. Cuenta la historia de Keawe, un hawaiano que compra en San Francisco una botella con un diablo dentro. Como el genio de la lámpara de Aladino, el diablo concederá al dueño de la botella todo aquello que desee. Sin embargo, tras la aparente maravilla se oculta en verdad un regalo envenenado, pues su dueño debe tener siempre presente que si vende la botella, sus poderes y su protección desaparecen, pero si muere antes de venderla por menos dinero del que le costó, estará condenado eternamente al infierno. El dramático dilema de dejarse llevar por la satisfacción de todos los deseos mundanos o preservar la salvación del alma, llevará a Keawe al borde de la tragedia y al lector a vivir de cerca la conmovedora inquietud de una duda vital.
            La cualidad literaria de los relatos se aviene perfectamente con la naturaleza de las ilustraciones, de manera que Iban Barrenetxea logra representar con gracia las tribulaciones de los personajes de Conan Doyle y Raúl Allén es capaz de plasmar de forma gráfica la intriga y el misterio del cuento de Stevenson.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 31 de agosto de 2013)

sábado, 3 de agosto de 2013

La extensión de los bosques


EL HOMBRE QUE ABRAZABA A LOS ÁRBOLES
Ignacio Sanz
Editorial Edelvives. Zaragoza, 2013.
129 páginas



            Muchas veces se ha contado la historia en la que un niño -o una niña- se ve deslumbrado por la sabiduría de un adulto que no pertenece a su familia. Tanto es así, que parece norma de los cuentos infantiles que deba ser precisamente un personaje ajeno al entorno familiar quien sea el encargado de abrir los ojos del pequeño al mundo que le rodea. Los relatos de todos los tiempos nos dicen que uno necesita salir de casa para aprender, que más allá de las cuatro paredes –de la familia y de la escuela- siempre hay alguien que nos va a ayudar a descubrir las cosas esenciales de la vida.
Este camino hacia el primordial descubrimiento del mundo es el que nos propone recorrer Ignacio Sanz (Lastras de Cuéllar (Segovia), 1953) con “El hombre que abrazaba a los árboles” (Premio Ala Delta 2013 de la Editorial Edelvives). Cuenta cómo Felicidad -una niña que vive en un pueblo rodeado de bosques de pinos- recibe de la experiencia de Marcial –el viejo leñador del que se ha hecho amiga- esa sabiduría necesaria para vivir. En sus incursiones por el bosque a bordo de una desvencijada furgonetilla, Marcial va revelando a Felicidad sus sorprendentes conocimientos y las extrañas aventuras que le habían ocurrido en Canadá la época que pasó allí talando los árboles más grandes del mundo. Así, hace ver a la pequeña el porqué se puede considerar a la ardilla entre los animales voladores o cómo es posible conversar con las urracas. De Canadá le cuenta la increíble historia del Picapinos, un leñador que vivía dentro de una secuoya gigante y que pasaba los ratos libres tallando esculturas de animales. También le confiesa la emoción y el miedo que sintió ante la presencia de un oso en el claro del bosque, pero oculta una y otra vez la aventura de amor que está detrás del envenenamiento de su percherona yegua Roberta. Lo extraño es cuando, en medio de sus charlas, a veces Marcial se queda en blanco, como si el pensamiento se le hubiera ido a otro sitio. Es lo que la maestra doña Upe dice que le pasa a algunas personas mayores cuando se quedan sin palabras, que parece que su cabeza se convierte en un desierto. Al final, después de que a Marcial se le parara la cirila en el medio del bosque y con ello también se le apagaran definitivamente los recuerdos, Felicidad llega al fondo de lo que quería contar desde el principio del libro. Rememora la historia de su viejo amigo y el olmo centenario de la estación, el terco empeño del leñador que antes de talarlos siempre tenía por costumbre abrazarse a los árboles.
Siguiendo la línea de sus últimas obras (véase “Una vaca, dos niños y trescientos ruiseñores”. Edelvives, 2010), Ignacio Sanz acerca a los jóvenes lectores el mundo de la naturaleza, un terreno -a menudo ajeno a los gustos e intereses de las actuales generaciones- en el que es ineludible adentrarse para poder extraer de él formas de conocimiento que la vida precisa. Parece decirnos que es necesario –y tal vez urgente- que nos comprometamos no sólo en conservar el lugar de la naturaleza, sino más aún en asegurar la extensión del bosque en la ciudad que habitamos, de la misma manera que el viejo leñador se impone la tarea de ser leal con su oficio y con la amistad que –aun en su silencio- le procura Felicidad.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 3 de agosto de 2013)