Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 11 de octubre de 2014

El dulce aliento de la chirimoya


Un cóndor en Madrid
Paloma Muiña
Edelvives. Zaragoza, 2014


          Al acabar la lectura de esta preciosa historia uno tiene la sensación de que ya la había leído antes, de que el argumento está plagado de los tópicos que han ido alimentando nuestra imaginación desde que éramos niños. Sin embargo, también nos deja el poso de que, de alguna manera que en una primera aproximación aún se nos escapa, hemos participado de un relato novedoso.
          En primera persona el pequeño Manu va contando sus peripecias con Adriana, una amiga de clase que lo tiene encandilado con su trenza larga y oscura. Vive a 429 pasos de su casa, acompañada de su madre y de su misterioso abuelo al que llaman Papi Ángel. Se trata de un hombre colosal, que con el paso lento de los viejos dinosaurios lleva sobre su hombro un animal pequeño y peludo, un cuy que se trajo de Ecuador cuando se trasladó con su familia a vivir a Madrid. Al enigmático abuelo Papi Ángel se une la no menos misteriosa existencia del ático de la casa de Adriana, donde cada vez que suben los dos amigos se sienten aterrados ante la presencia de ruidos extraños o de sombras que se mueven. Naturalmente, Manu trata de disimular su miedo, pero no puede evitar las pesadillas que alteran su sueño. De ahí que su amiga le deje el atrapasueños que a su abuelo le regaló un indio ojibwa con la intención de que “le protegiese con su telaraña mágica y le llevara los rayos del sol y el viento de la vida”. Esa historia es tan rara como la de La Mariangula o la de la carretera Panamericana donde parece que se encuentra perdido el abuelo. En realidad, a Manu le intrigan muchas cosas de Adriana, como el dulce olor a piña que desprende su pelo o que a veces no le conteste cuando habla con ella o que amenace a Esteban, un estúpido compañero de clase, con la maldición de la guayaba. Entre el recelo y la fascinación se mueven las sensaciones que le despiertan Adriana y su familia, sobre todo el abuelo, que desde que murió su mujer y se vio obligado a venirse a vivir a Madrid, parece que se ha refugiado en un mundo propio, unas veces sólo habitado por el silencio y otras por expresiones que a Manu le cuesta entender. Para tratar de aliviar esa tristeza, los dos amigos traman un plan con el que pretenden traerle a Papi Ángel un pedacito de Ecuador en el que no faltará el cóndor, el animal protector, el pájaro de trueno con el que se irá el espíritu del abuelo.
          En “Un cóndor en Madrid” (Premio Ala Delta 2014 de Literatura Infantil) Paloma Muiña (Madrid, 1970) ha escrito una historia que, a partir de elementos muy sabidos (las señales del primer enamoramiento, el valor de la amistad, el misterio que siempre encierran los desvanes, la triste soledad de los ancianos, la nostalgia de los emigrantes por su país de origen, la sabiduría que transmiten las viejas historias o la cualidad de la imaginación para atajar ciertos problemas de la vida) logra superar los meros resortes a que obliga la intriga para dejar en el pequeño lector sugerencias más suaves, el dulce aliento de la chirimoya cerca de su piel, junto a un susurro (“Ñuca yaquirini”) que le haga volar “como el cóndor sobre el cráter nevado de un volcán”.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 11 de octubre de 2014)

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