Marcelo Matas de Álvaro
(Publicado en la Revista Estudios Bejaranos. Nº XXI. 2017)
“Uno es escribir como poeta, y
otro como historiador: el poeta puede contar y cantar las cosas, no como
fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como
debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna”
(Quijote, II, 3)
Introducción
Si
convenimos que tres son las vías que pueden llevarnos al conocimiento -fe,
ciencia y arte-, no deberíamos descartar ninguna de ellas para tratar de
indagar en ese misterio que, en sintonía con el hidalgo manchego que tanto los
desvela, ha logrado secar el cerebro de la larga legión de preclaros y
esforzados cervantistas. Se trata de dilucidar la ardua –donde las haya-
cuestión de si en algún momento de su agitada vida don Miguel de Cervantes
Saavedra visitó la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Béjar. Este interés, claro
está, viene determinado por la dedicatoria de la primera parte del Quijote al duque de Béjar y por el poema
de cabo roto incluido en los preliminares donde se le celebra como un “nuevo
Alejandro Ma-” (Magno), honor que a los cervantistas asombra tanto como parece
ser que no pasma a los gongoristas por la dignidad que hace a nuestro duque en
las Soledades, ni a los lopistas por dedicarle
el soneto CXXXI, ni a los estudiosos –si los hubiera- de Pedro Espinosa, Juan
de Pineda o Cristóbal de Mesa por similares cortesías (Ignacio Díez, 2015; las
referencias completas de las obras citadas se incluyen en el apéndice
bibliográfico)
Dedicatoria de la 1ª parte del Quijote |
En
fin, ateniéndonos a que “el comenzar
las cosas es tenerlas medio acabadas” (Quijote,
II, 41), adentrémonos cuanto antes a tratar de desvelar el misterio de la
presencia o ausencia de Cervantes en Béjar.
La
vía de la fe
Por medio
de la fe se alcanza la verdad revelada. Se trata de un don o privilegio que un
dios concede a los devotos de su religión, institución que establece, generalmente
en un texto sagrado, la doctrina y dogmas que incuestionablemente deben conocer,
creer y practicar sus feligreses. Así, a la certeza de que Cervantes pisó
alguna vez las calles de Béjar, sería lícito llegar por un “acto de fe”, a
través de una creencia incuestionable e íntima, revelada por una supuesta
religión –“Bejaranismo cervantiano”, o algo así- que postulara por medio de
ínclitos sacerdotes tal dogma, pero, salvo que habiten aún las catacumbas, no
veo yo por estos lares oficiantes, parroquianos, doctrina ni texto sagrado.
Además, no habiendo libro que más lejos se halle de unas sagradas escrituras
que el Quijote, nos amoldamos a que “vale más buena esperanza que
ruin posesión” (Quijote, II, 7), y seguimos
adelante.
La
vía de la ciencia
Según
las más afamadas enciclopedias, la historia es la ciencia que tiene como objeto
de estudio el pasado de la humanidad. Como tal, constituye la vía racional que debería
ser capaz de demostrar, en el caso que nos ocupa, si Cervantes estuvo o no en
Béjar. A ese conocimiento objetivo, veraz e imparcial se llega a través de una
metodología de investigación propia de las ciencias sociales, como la consulta
de fuentes documentales, la recopilación de datos, su análisis y valoración, la
formulación y verificación de hipótesis, etc.
Con respecto a la
vida de Cervantes, la mayoría de los biógrafos suele coincidir en la falta de referencias
que permitan detallar de una manera absolutamente fiable su peripecia vital y,
como consecuencia, poder alumbrar –lo que seguramente es más interesante- un
perfil íntimo del escritor, la singular personalidad del hombre que creó la
obra cumbre de la literatura universal. Así, el ilustre filólogo Américo Castro
(1966) afirma que “la biografía de Cervantes está tan escasa de noticias como
llena de sinuosidades”; el hispanista francés Jean Canavaggio (2004) se lamenta
tanto del “silencio de los archivos”, que en un gesto de lucidez o desánimo admite
que “la mayoría
de las Vidas de Cervantes son relatos novelados”; el historiador de la Universidad de Salamanca Manuel
Fernández Álvarez (2005) se lanza a hacer una biografía sobre Cervantes, a
pesar de “que existen tantas dudas, tantos interrogantes a medio
responder”. Se distancia, sin embargo, de este sentir general el filólogo Martín de Riquer
(1980), quien afirma que “no escasean los datos documentales que
permitan trazar la biografía de Cervantes”.
Retrato de Cervantes. Espasa Hermanos. 1879 |
Al referirnos más en concreto al asunto que nos concierne, el filólogo y
profesor Antonio Gutiérrez Turrión (2013) escribe que “no hay ninguna certeza
de su presencia [de Cervantes] en la ciudad [Béjar] y la lógica indica que seguramente
nunca pisó sus calles”. Igualmente la historiadora bejarana Carmen Cascón Matas
(2010) manifiesta que “las sombras del tiempo no nos despejan las dudas de si
Cervantes anduvo por las calles de Béjar. Ciertos autores lo niegan, pues no
hay prueba documental que lo avale, aunque bien pudo ser que se acercara a la
villa serrana para mostrar el borrador de su obra al duque”. Esta última
apreciación es aprobada por el profesor y crítico literario Jordi Gracia (2016)
al afirmar tajante que “sin duda uno de los primeros en recibir su ejemplar [del
Quijote] habría de ser el duque de Béjar”. Aun así seguimos sin saber si el
libro fue entregado por la propia mano del autor en la misma corte o tuvo a
bien desplazarse a Béjar para cumplir tal propósito o se lo envió a donde estuviera
el duque a través de un emisario.
Como se ve, todo está tan envuelto en tinieblas que uno es receloso de
continuar adentrándose en este confuso bosque, plagado menos de hechos ciertos
que de incertidumbres. Mas valiéndome de “la Ocasión” que me presta Jordi
Gracia (2016) cuando exhorta a imaginar -“porque sin imaginación no hay
biografía”-, decido “asilla por el copete” y seguir adelante para, partiendo de
datos probados, seguir indagando en la resolución –o no- de nuestro misterio.
A partir de 1603 –en
el verano de 1604 “su presencia está debidamente atestiguada en Valladolid”
(Canavaggio, 2015)- Cervantes se asentó con su familia en la ciudad del
Pisuerga, siguiendo las oportunidades que se ofrecían desde que Felipe III en
1601 decidiera trasladar allí su corte. La ciudad castellana se convirtió así en
“la capital intelectual del reino” (Canavaggio, 2015), a la que enseguida
arribaron escritores, pintores, escultores, etc., en busca de un noble que
pudiera servirles de mecenazgo. “La vinculación hacia un determinado
protector –afirma Isabel Enciso Alonso-Muñumer (2008)- les proporcionaba una
red clientelar y el beneficio de una pensión o algún dinero eventual; también, se
convertía en un medio recíproco para adquirir honor y fama”. Se colige, por
tanto, que en los cenáculos cortesanos y literarios de Valladolid bien pudiera Cervantes
haber conocido al duque de Béjar, de quien, por otro lado, debía de tener
cercanas referencias, teniendo en cuenta que la finca que el escritor habitaba
en Valladolid pertenecía a Juan de las Navas, “hijo del gestor,
secretario, mayordomo y lo que haga falta del duque de Béjar” (Gracia, 2016). Así,
Cervantes, poniendo en práctica los propios versos de cabo roto que habría de
plasmar en los preliminares del Quijote
–“Y pues la espiriencia ense- / que el que a buen árbol se arri- / buena sombra
le cobi-, / en Béjar tu buena estre- / un árbol real te ofre- / que da
príncipes por fru-“- se arrimó al
duque con ánimo de conseguir de éste las prebendas que emanan de un valedor de
su alcurnia, quien –podemos imaginar sin riesgo a fantasear en demasía y tal
vez contradiciendo la displicencia que algunos biógrafos le atribuyen hacia
Cervantes- bien pudiera haberle invitado a visitar alguna de las haciendas que
poseía en Béjar, en concreto la finca de recreo “El Bosque”.
El Bosque (foto: Rubén Martín Bardera) |
Como bien sabemos -sobre todo desde los impagables estudios que sobre
este espacio les debemos a Urbano Domínguez Garrido y José Muñoz Domínguez
(1994)-, “El Bosque” es una villa renacentista que, a la manera de las habidas
en Italia, se erigía como un “ideal antiurbano para la aristocracia del
momento, pero también como espacio para el aprendizaje de las artes, las letras
y las habilidades cinegéticas” (Muñoz Domínguez, 2004). De esta manera, la
inspiración humanista que caracterizaba a las villas italianas, donde se
desplegaba el interés por el conocimiento y el gusto por las artes, también
tuvo su reflejo en “El Bosque”. Así, entre la diversidad de actividades –artes
plásticas, jardinería, recitación poética, teatro, música, canto coral, danza o
naumaquias- que se llevaban a cabo en esta finca de recreo, es oportuno destacar
aquí la relevancia de la poesía que, al celebrar las bondades de “El Bosque”
por autores como Góngora o Cristóbal de Mesa, “convierten este lugar en un
verdadero espacio poético” (Muñoz Domínguez, 2004).
De Cervantes, como ya hemos visto, no consta que acudiera a “El Bosque”
para presenciar alguna representación teatral o participar en alguna de esas
veladas poéticas, pero podemos imaginar que, siendo tan aficionado al teatro
como a los torneos líricos –consta que “El 7 de mayo de 1595 resulta Cervantes
vencedor en una justa poética organizada por los dominicos en Zaragoza”
(Canavaggio, 2004)-, el autor del Quijote
no dejara pasar la ocasión de acercarse a la villa bejarana.
De esta manera tenemos al menos tres datos que no hacen
descabellado columbrar la idea de la presencia de Cervantes en Béjar. La relativa
cercanía a su actual asentamiento en Valladolid, la necesidad de arrimarse al
duque para que le prestara su mecenazgo y su gusto por participar en justas
poéticas son circunstancias que además contaban con un espacio privilegiado
–“El Bosque”- para hacerlas confluir. “Y
diga cada uno lo que quisiere; que si por esto fuere reprehendido de los
ignorantes, no seré castigado de los rigurosos” (Quijote, I, 15).
La vía del arte
“El arte no se aventaja a la
naturaleza, sino perfecciónala” (Quijote,
II, 16). Valga aquí decir no sólo la naturaleza, sino los hechos reales del
mundo que son objeto de la ciencia –las incertidumbres que como hemos visto nos
ha dejado la investigación histórica-, los que trataremos de complementar
asomándonos a lo que pueda aportarnos el arte para ir desbrozando la maraña que
envuelve al misterio de la presencia o ausencia de Cervantes en Béjar.
Afirma Jorge Wasenberg (2009) que
“la ciencia es una forma de conocimiento. También la literatura. Todo lo que no
es la realidad misma es ficción. Cualquier literatura, incluido el ensayo es,
en rigor, una ficción de la realidad. La ciencia, cualquier ciencia, no lo es
menos.” Igualmente, Martín de Riquer (1980) precisa que “son abundantes las
alusiones autobiográficas que aparecen en varias obras de Cervantes, las
cuales, aunque en ciertas ocasiones hay que considerarlas con cautela, nos
ayudan a rehacer algunos momentos de su vida”. En la misma línea, Canavaggio
(2004) manifiesta que “dos caminos suelen ofrecerse a quien intenta acercarse
al vivir cervantino. O bien dedicarse a la consulta de documentos y archivos,
cuyo laconismo deja inevitablemente frustrado al que no satisface con los pocos
datos sacados de actas notariales y apuntes de cuentas, ajenos a la intimidad
del escritor; o bien buscar esta intimidad en su obra, a riesgo de ceder a un
espejismo: el testimonio de unas “fábulas mentirosas” que no han tenido nunca
como fin el de llenar los vacíos de nuestra información”. Y añade que se da una
“contaminación del relato con el vivir cervantino”, de manera que ciertas “ocurrencias,
esparcidas a lo largo de las dos partes de la novela, remiten, de forma más
bien velada, a la gravitación del escritor, a su vida privada, a su formación
intelectual o a los varios ambientes que llegó a conocer”.
Grabado de Gustave Doré |
Por ello, sin menoscabo de que otros hallazgos puedan
darse en el ámbito científico y sin pretender la exhaustividad del “donoso
escrutinio” que pretendemos, seguiremos algunas de las pistas que nos deja la
obra cervantina para, rastreando en la ficción, no defraudar “el deseo de cumplir con lo que
he prometido” (Quijote, II, 48).
En
Viaje del Parnaso, una obra narrativa
en verso publicada en 1614 que cuenta el viaje al monte Parnaso de Cervantes y
los mejores poetas españoles para librar una batalla alegórica contra los malos
poetas, aparece un diálogo con Pancracio, donde éste le pregunta a don Miguel
si ha compuesto alguna comedia, a lo que nuestro escritor responde “muchas”.
Seguidamente cita, entre otras “dignas de alabanza”, la titulada El Bosque Amoroso. Esta obra, sin
embargo, no se ha encontrado y, por tanto, no consta dentro de la producción
cervantina, si bien Armando Cotarelo Valledor (1947) aventura que la comedia
“que desapareció con el nombre de El bosque amoroso, es seguramente la
que hoy tenemos con el título de La casa de los celos y selvas de Ardenia.” Pues bien, del sugerente título –para
nuestro sacrificada y acaso estéril empresa- de “El Bosque” (eso sí, “Amoroso”)
pasamos a otro bajo el cual se desarrolla una trama burlesca de enredo amoroso,
de mitología caballeresca y pastoril, representada en un espacio arcádico
donde, en un momento de la comedia “en el que la ficción se impone por completo
a la realidad” (Ruiz Pérez, 1989), el texto dice que “han de
haber comenzado a entrar por el patio Angélica, la bella, sobre un palafrén,
embozada y la más ricamente vestida que ser pudiere; traen la rienda dos
salvajes vestidos de yedra o de cáñamo teñido de verde” (Cervantes, Obra completa). En otras
dos ocasiones –al menos- el motivo del salvaje vuelve a aparecer de forma
expresa en la obra cervantina. Así,
en el capítulo de las bodas de Camacho (Quijote,
II, 20), delante de las dos hileras de ocho ninfas que entran en la sala
donde se celebra la fiesta, se presentan “cuatro salvajes, todos vestidos de
yedra y de cáñamo teñido de verde”, tirando del llamado Castillo del buen recato. Igualmente, en la aventura de Clavileño (Quijote, II, 41) entran por el jardín
portando sobre sus hombros al gran caballo de madera “cuatro salvajes, vestidos
de verde yedra”. Bien es cierto que el salvaje es un personaje típico de
representaciones y mascaradas de la época, pero, siguiendo a Cusac Sánchez y
Muñoz Domínguez (2011) –imprescindible su reveladora y amena obra al respecto-,
quienes creen “fuera de toda duda el vínculo de los Hombres de Musgo con toda
su parentela salvaje y milenaria”, podríamos pensar que no es inverosímil la
posibilidad de que tal vez Cervantes conociera de primera mano la “costumbre
inmemorial” de los Hombres de Musgo, es decir, que pudiera acudir en Béjar a
alguna de las procesiones del Corpus en las que participaban -constatadas
documentalmente a partir de 1577- o a los festejos y representaciones que
seguramente se celebraban en “El Bosque”.
Palacio Ducal de Béjar |
Sin
ceder en nuestro –acaso- insensato empeño, pues “es de cosa manifiesta / que no es de estima lo que poco
cuesta” (Quijote, I, 43), dejamos a
un lado el episodio del Caballero del Bosque (Quijote, II, 12) –de nuevo un vocablo harto provocativo para
nuestros intereses- y nos adentramos en la divertida Aventura de los batanes (Quijote, I, 20). En este capítulo don
Quijote y Sancho entran ya de noche “entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas
del blando viento, hacían un temeroso y manso ruido, de manera que la soledad,
el sitio, la escuridad, el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo
causaba terror y espanto”. De seguido, amo y criado se enredan en un diálogo
que expresa el valeroso ánimo de uno y el conmovido temor del otro, quien
decide –para entretener la noche hasta la llegada del alba- contar la historia
de la pastora Torralba de manera tan reiterativa que sólo hacía avanzar el
desespero que causaba a su señor. Al amanecer, “habiendo andado una buena pieza
por entre aquellos castaños, dieron en un pradecillo que al pie de unas altas
peñas se hacía, de las cuales se precipitaba un grandísimo golpe de agua”,
siguieron el estruendo que no paraba de golpear entre unas casas en ruinas y
dieron a parar a la causa de “aquel horrísono y para ellos espantable ruido que
tan suspensos y medrosos toda la noche los había tenido. Y eran (si no lo has,
¡oh, lector!, por pesadumbre y enojo) seis mazos de batán, que con sus
alternativos golpes aquel estruendo formaban”. Como consecuencia de la aventura
frustrada, un don Quijote “corrido” y un Sancho burlón siguieron hasta el final
del capítulo en animada y divertida plática. Hasta aquí el resumen del episodio,
donde para beneficio de nuestra porfía aparecen en su ambiente castaños, altas
peñas y, sobre todo, el batán, elementos de la naturaleza y de la industria que
tan propios son de las tierras bejaranas. El batán se describe – sin ir más
lejos, en la nota a pie de página que consta en la edición del “IV Centenario” (2004)-
como “máquina movida por forma hidráulica, provista de unos mazos que golpean
tejidos o pieles para desengrasarlos o enfurtirlos”. Como se ve, nos suena
–además del propio ruido que hace- este artilugio mecánico como un elemento
particular de la industria textil bejarana, que ya se había instalado en la
ciudad en tiempos de Cervantes. A este respecto apuntan Alberto Bravo Martín y
Carmen Cascón Matas (2013) que “en el siglo XVI la Casa Ducal se había
inmiscuido en la trayectoria textil con la construcción de un batán, un
lavadero y un tinte”.
Igualmente
y como es bien sabido, muchos de los episodios incluidos en la Segunda parte
del Quijote (del capítulo 30 al 57)
relatan lo acontecido entre los duques y el caballero andante y su escudero. Además
de expresar el hondo conocimiento que Cervantes tenía de la relajada vida en la
que en ocasiones se solazaba la nobleza, no sería muy descabellado lanzar la
hipótesis de que este duque del Quijote pudiera
ser un trasunto del duque de Béjar, a quien –por desquite al no haber obtenido de
su “buen árbol” el cobijo de su “buena sombra” a la que procuró arrimarse al dedicarle
la Primera parte de la obra- caricaturizó en tantas chanzas que pretendían
mofarse de don Quijote y Sancho, que hasta el propio Cide Hamete arremete
contra ellos al decir que “tiene para sí ser tan locos los burladores como los
burlados y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto
ahínco ponían en burlarse de dos tontos” (Quijote,
II, 50). A esta idea de que tal duque fuera un remedo –en la acepción
grotesca del término- del noble de Béjar, pueden añadirse algunos datos que
abonen nuestro ofuscado empeño por situar la trama quijotesca en tierras
bejaranas. En el capítulo en que don Quijote y Sancho se encuentran con una
“bella cazadora”, ésta los invita “a servirse de mí y del duque mi marido, en
una casa de placer que aquí tenemos” (Quijote,
II, 30), vocablo –“de placer”- que en una nota a pie de página de la
edición del “IV Centenario” (2004) equivale a “de recreo”, lo cual no puede por
menos que evocar en nuestra arrebatada mente la villa de “El Bosque”. Más
adelante, cuando se relata la caza de montería, se dice que “llegaron a un
bosque que entre dos altísimas montañas estaba” (Quijote, II, 34), donde sucede la caza del jabalí y la divertida
escena de Sancho pendiendo de una “encina”. Todo el capítulo sigue con
continuas alusiones al “bosque” donde los duques, sus invitados y su séquito se
encontraban. En el episodio en que por fin Sancho toma posesión de la ínsula
tantas veces prometida por su señor, se dice que el escudero llegó a “las
puertas de la villa, que era cercada” –“amurallada”, aclara la nota a pie de
página- (Quijote, II, 45). De nuevo,
nuestro magín se desborda de ilusión con palabras tan “bejaranas” como puerta
de la villa o murallas.
Murallas de Béjar |
Aun
así, todos los elementos hallados en este incompleto rastreo por la obra
cervantina –bosques (amorosos o no), salvajes vestidos de verde yedra, altas
peñas, castaños, encinas, casa de placer o recreo, duque burlado, montañas,
puerta de la villa, murallas y batanes- , tomados de uno en uno o en conjunto,
no animan a lanzar las campanas al vuelo en este aventurado afán de tratar de aclarar
si Cervantes estuvo o no en Béjar. Sobre todo porque tanto las singularidades
de la orografía, como las distintas tradiciones y costumbres, los elementos de
la naturaleza, de la villa y hasta la existencia del propio duque –“desde Pellicer
la crítica ha identificado, aunque nunca con seguridad, a estos duques (…) con los duques de Luna y de
Villahermosa”, afirmación de J.J. Allen recogida por Ángel Basanta en una nota
a pie de página de una edición propia del Quijote
(2015)- pueden ser comunes a cualquier otro lugar de la geografía hispana.
Por ello,
cuidándonos de que “el que busca lo imposible, es justo que lo posible se le
niegue” (Quijote, I, 33), y
ateniéndonos a la cautela a la que se refería más arriba Martín de Riquer,
similar advertencia a la que nos hace Antonio Gutiérrez Turrión (2013) –“En
todo caso, las conjeturas deben hacerse desde la cautela y la prudencia.
Variadas interpretaciones hacen referencia a la posible intención de reflejar
paisajes bejaranos en alguno de sus capítulos. Todo queda en el mundo de las
conjeturas y de los deseos”-, igualmente apoyada por la reflexión de Cusac
Sánchez y Muñoz Domínguez (2011) –”Sugerente y verosímil, aunque poco
fundamentada, es la opinión de Agustín Jiménez, según la cual el palacio
renacentista de “El Bosque” albergaría buena parte de los episodios sucedidos
en la segunda parte del Quijote”-, podría
enterrar aquí mi desventurada empresa y despedirme con un “Adiós, gracias;
adiós, donaires; adiós, regocijados amigos” (Prólogo a Los trabajos de Persiles y Sigismunda).
Monumento a Cervantes en Béjar |
Conclusión
Y sin embargo, aunque alejada de
mí “la tozudez de querer bejaranizar a Cervantes” (José Antonio Sánchez Paso,
2011), todavía podemos acudir a la única prueba irrefutable que debemos aportar
para alumbrar de manera definitiva el misterio. Ya que no podemos constatar empíricamente
la pertinente objetividad de los hechos ni confiar de forma plena en las pistas
que pueda darnos la obra cervantina -y obviando, claro está, que a algunos la
vía de la fe pueda salvarles de la duda-, proponemos acudir a “la imaginación
del novelista” (Gracia, 2016).
Ingenio lego (2016), que “a no ser mía, me pareciera digna de
alabanza” (Viaje del Parnaso), es un
cuento que juega con la identidad del autor del Quijote. A modo de largo monólogo, privada confesión o testamento,
don Alonso López de Zúñiga y Sotomayor, duque de Béjar, cuenta cómo, después de
conocer a Cervantes en la corte de Valladolid, invita al escritor a visitar la
villa de recreo de “El Bosque”, el idílico lugar donde se “hacía paraíso en
carne y hueso” esa Arcadia perdida y soñada en las novelas pastoriles, como La Galatea cervantina, obra que con más tibieza que
entusiasmo ya había leído el duque. No sólo en otoño Cervantes se acerca a la finca
de aire renacentista, sino que al escritor le parece que todo “era maravilla”,
de forma que en sus paseos por los jardines y el estanque “se hallaba henchido
de vida”. Con la voluntad de celebrar la onomástica de su invitado, el duque
ordena iluminar “el estrado con camelias para que asimismo don Miguel de
Cervantes recitara versos nacidos de su propia pluma”. Al final, unas significativas estrofas de La
Galatea y la réplica de un soneto escrito por el duque, dejan en el ánimo del
lector un dato más sobre la verdadera –o confusa- autoría del Quijote.
Como se ve, el autor esgrime –también a su capricho baraja
y manosea- algunos de los elementos biográficos y literarios que han ido apareciendo
en este artículo, de manera que se concierten para tratar de merecer la
verosimilitud que a toda obra de ficción se exige –la “verdad de las mentiras”,
que diría Vargas Llosa- y atreverse así a poner lo suyo en concejo, donde “unos
dirán que es blanco y otros que es negro” (Quijote,
II, 36). De ahí que no sea posible la disyuntiva de la presencia o la ausencia de Cervantes en Béjar, ni
mucho menos discernir sobre ella, sino, soslayando la aparente paradoja, asumir
de una vez por todas la conjunción de los contrarios, pues si su ausencia
brilla en los documentos con luz propia, la presencia de Cervantes en Béjar es
incuestionable, como lo es la del propio don Quijote cabalgando junto a su
escudero por los caminos de la Mancha.
Así, volviendo a destacar la cita que encabeza este
artículo, “el poeta –valga
decir, el novelista- puede contar y cantar las cosas, no como fueron, sino como
debían ser” (Quijote, II, 3). Vale.
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