Elio. Una historia animatográfica
Diego Arboleda y Raúl Sagospe
Anaya, 2017
En el vasto
panorama de la literatura infantil y juvenil en español hay pocos autores tan
originales, disparatados y divertidos como Diego Arboleda (escritor) y Raúl
Sagospe (ilustrador). Si en “Papeles arrugados” (2012) nos sorprendían con la
cantidad de historias entrelazadas a raíz de la misteriosa aparición de un
monstruo en un balneario, en “Prohibido leer a Lewis Carroll” (Premio Lazarillo
2013) rendían un particular homenaje al personaje de Alicia y en “Los
descazadores de especies perdidas” (2015) mezclaban ciencia y ecología para
celebrar aquellos maravillosos años del vapor, en “Elio. Una historia
animatográfica” (Anaya, 2017) introducen al lector en los tiempos en los que se
inventó el cinematógrafo. Cada una de estas novelas tiene como marco un lugar y
un período histórico determinados (la guerra civil española, el Nueva York de
1932, la Exposición Universal de París de 1867), que, sin embargo, suele ser
desbaratado con incursiones en otros tiempos y espacios, ágiles vaivenes que
logran dotar de tal dinamismo a la historia que es capaz de acelerar el corazón
del lector más aletargado.
Esta “historia
animatográfica” que ahora nos ocupa sigue la maestría trazada por sus dos
autores en sus anteriores obras. Se inicia con un ambiente propio del viejo Dickens,
en un orfanato (llamado pomposamente “Orfanato Triplántido de los Frailes de la
Orden Romana de la Última Protección”), dirigido por un personaje (el prior “Priorini”)
tan decididamente mezquino y cruel que resulta hasta ridículo. Allí ha ido a
parar Elio, el joven protagonista de esta historia, después de haber perdido a
sus padres cuando apenas contaba cuatro años. Elio sufre acromatopsia, un tipo
de daltonismo que hace que vea todo en blanco y negro. Ese defecto, sin
embargo, será lo que le salve de la vida miserable en el orfanato -donde los
niños a duras penas son capaces de sobrevivir entre ratas y mendrugos de pan-,
pues gracias a ello tiene la buena suerte de ser adoptado por una mujer (la
siempre sonriente Jocunda) y su marido (el afamado Práxedes Boj), ilustre
oftalmólogo empeñado en ponerle gafas a todo el mundo.
A partir de entonces,
Elio descubre el mundo de la ciencia, representado por su padre adoptivo,
personaje aficionado a coleccionar artefactos ópticos con complicados nombres,
como el praxinoscopio (una lámpara que al girar creaba dibujos animados), un
visor de las fotografías en tres dimensiones o un taumatropo (un juguete óptico
elaborado con un hilo y dos trozos de cartón). Pero Elio también descubre el
mundo de la magia y de la fantasía, pues al lado de su casa está el Circo de
Price, un lugar odiado por el oftalmólogo porque supone precisamente todo aquello
que se aleja de su afán científico. A pesar de eso, el muchacho se encuentra en
el tejado del edificio donde vive a los malabaristas, acróbatas y magos que
actúan en el circo y, claro está, inmediatamente se siente atraído por la
ilusión que despiertan las peripecias de tales artistas.
Taumatropo |
A partir de
entonces transcurre una disparatada historia protagonizada por los
estrafalarios personajes a los que nos tienen acostumbrados estos dos autores.
Personajes reales o ficticios que sirven para ambientar aquel tiempo en el que
varios inventores se disputaban el privilegio de ser el primero en lograr ver
imágenes en movimiento. Por supuesto, los hermanos Lumière, considerados los
creadores del cinematógrafo, pero también Louis Le Prince, que desapareció en
extrañas circunstancias, y Lewis Rousby, que en 1896 presentó en Madrid el
animatógrafo. Una divertida historia que celebra la invención del cine como un
artefacto creado a medio camino entre el saber de la ciencia y la maravilla de
la magia.
(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 16 de diciembre de 2017)
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