Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 16 de diciembre de 2017

Entre la ciencia y la magia


Elio. Una historia animatográfica
Diego Arboleda y Raúl Sagospe
Anaya, 2017


En el vasto panorama de la literatura infantil y juvenil en español hay pocos autores tan originales, disparatados y divertidos como Diego Arboleda (escritor) y Raúl Sagospe (ilustrador). Si en “Papeles arrugados” (2012) nos sorprendían con la cantidad de historias entrelazadas a raíz de la misteriosa aparición de un monstruo en un balneario, en “Prohibido leer a Lewis Carroll” (Premio Lazarillo 2013) rendían un particular homenaje al personaje de Alicia y en “Los descazadores de especies perdidas” (2015) mezclaban ciencia y ecología para celebrar aquellos maravillosos años del vapor, en “Elio. Una historia animatográfica” (Anaya, 2017) introducen al lector en los tiempos en los que se inventó el cinematógrafo. Cada una de estas novelas tiene como marco un lugar y un período histórico determinados (la guerra civil española, el Nueva York de 1932, la Exposición Universal de París de 1867), que, sin embargo, suele ser desbaratado con incursiones en otros tiempos y espacios, ágiles vaivenes que logran dotar de tal dinamismo a la historia que es capaz de acelerar el corazón del lector más aletargado.
Esta “historia animatográfica” que ahora nos ocupa sigue la maestría trazada por sus dos autores en sus anteriores obras. Se inicia con un ambiente propio del viejo Dickens, en un orfanato (llamado pomposamente “Orfanato Triplántido de los Frailes de la Orden Romana de la Última Protección”), dirigido por un personaje (el prior “Priorini”) tan decididamente mezquino y cruel que resulta hasta ridículo. Allí ha ido a parar Elio, el joven protagonista de esta historia, después de haber perdido a sus padres cuando apenas contaba cuatro años. Elio sufre acromatopsia, un tipo de daltonismo que hace que vea todo en blanco y negro. Ese defecto, sin embargo, será lo que le salve de la vida miserable en el orfanato -donde los niños a duras penas son capaces de sobrevivir entre ratas y mendrugos de pan-, pues gracias a ello tiene la buena suerte de ser adoptado por una mujer (la siempre sonriente Jocunda) y su marido (el afamado Práxedes Boj), ilustre oftalmólogo empeñado en ponerle gafas a todo el mundo.
Taumatropo
A partir de entonces, Elio descubre el mundo de la ciencia, representado por su padre adoptivo, personaje aficionado a coleccionar artefactos ópticos con complicados nombres, como el praxinoscopio (una lámpara que al girar creaba dibujos animados), un visor de las fotografías en tres dimensiones o un taumatropo (un juguete óptico elaborado con un hilo y dos trozos de cartón). Pero Elio también descubre el mundo de la magia y de la fantasía, pues al lado de su casa está el Circo de Price, un lugar odiado por el oftalmólogo porque supone precisamente todo aquello que se aleja de su afán científico. A pesar de eso, el muchacho se encuentra en el tejado del edificio donde vive a los malabaristas, acróbatas y magos que actúan en el circo y, claro está, inmediatamente se siente atraído por la ilusión que despiertan las peripecias de tales artistas.
A partir de entonces transcurre una disparatada historia protagonizada por los estrafalarios personajes a los que nos tienen acostumbrados estos dos autores. Personajes reales o ficticios que sirven para ambientar aquel tiempo en el que varios inventores se disputaban el privilegio de ser el primero en lograr ver imágenes en movimiento. Por supuesto, los hermanos Lumière, considerados los creadores del cinematógrafo, pero también Louis Le Prince, que desapareció en extrañas circunstancias, y Lewis Rousby, que en 1896 presentó en Madrid el animatógrafo. Una divertida historia que celebra la invención del cine como un artefacto creado a medio camino entre el saber de la ciencia y la maravilla de la magia.


(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 16 de diciembre de 2017)


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