PARCO
Jordi Sierra i Fabra
Editorial Anaya. Madrid, 2013
141 páginas
El ambiente marginal que a menudo
lleva a la delincuencia en nuestra sociedad, ha sido tema habitual de la
literatura y en especial de la dedicada al público juvenil, pues los escritores
parecen servirse del espíritu rebelde –característica común a la adolescencia y
condición necesaria de los personajes que pueblan estas historias- para hacer
un guiño cómplice a los jóvenes lectores. De manera que –desde las celebradas novelas
de Dickens- normalmente es fácil obtener éxito con narraciones en las que en
medio de un escenario más o menos sórdido se desenvuelven chavales huérfanos o
abandonados que se pierden en la lucha por sobrevivir en un medio hostil, amistades
con las que a duras penas deambulan por caminos resbaladizos, adultos que
–reflejo de lo que pueden llegar a ser en un futuro aún más incierto que el del
resto de los mortales- se aprovechan de su cualidad de desvalidos y la
aparición de algún alma caritativa que les tienda una mano para sacarlos del
infierno, y cuya presencia pueda servir, de paso, para aligerar la trama con un
emotivo toque de esperanza. A ello hay que añadirle –más o menos explícitas o
disimuladas- las dosis de crítica social que exige cualquier narración que se
atreva a adentrarse por los oscuros vericuetos de los espacios más
marginales.
Si esto es así, si a lo largo de la
historia de la literatura –y del cine- han proliferado las obras que cuentan
esta realidad –la última en nuestro país la reciente “Las leyes de la
frontera”, de Javier Cercas-, ¿por qué destacar esta novela de Jordi Sierra i
Fabra (Barcelona, 1947) y por qué celebrar, en la vasta producción de su autor,
que haya merecido el X Premio Anaya de Literatura Infantil y Juvenil? Digámoslo
desde el principio: porque más que una novela al uso se trata de un largo poema
que clama ante el lector como un grito de auxilio.
En una suerte de esqueleto narrativo, en el que las palabras o frases que
no alcanzan el final de la línea a menudo se asemejan a astillados huesos que se
clavan en la mirada del lector, se va desgranando la historia de Parco, un
adolescente recluido por asesinato en un centro tutelar de menores. En el
correccional se relaciona con sus compañeros de presidio, los cuidadores, el
abogado, el encargado de la biblioteca, el psicólogo, pero en su cabeza no
paran de agitarse las imágenes del trágico final de su amigo Wences, del
orgullo de una madre abandonada, del amor por Regina y de las nueve puñaladas (la
de la ira, la de la rabia, la del placer, la de la frialdad, la del regocijo,
la de la calma, la de la paz, la del adiós y la del fin) que le asestó a El
Topo. La razón –o sinrazón- de lo ocurrido se desliza a lo largo del relato en
versos cantados a ritmo de rock and roll: “Nada más nacer te hacen sentir
pequeño” (John Lennon), “Vi pistolas y espadas en manos de niños” (Bob Dylan),
“Donde las calles no tienen nombre” (U2), “Después de todo, solo eres otro
ladrillo en el muro” (Pink Floyd), entendiendo así que cobran más sentido los
poetas en “los reinos oscuros”, aquellos de donde sólo se puede salir si
alguien es capaz de responder a la última palabra que en la última línea del
relato implora, entre lágrimas, el joven atrapado en “el infierno de los sueños
perdidos”.
(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 13 de abril de 2013)
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