Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

martes, 11 de septiembre de 2012

La trilogía de Nueva York - Paul Auster




            Leer a Paul Auster es adentrarse, introducirse de lleno en un intrincado mundo de laberintos y espejos, de vigilancias y persecuciones, de oscuridad, de mirada y misterio. Un mundo construido de palabras -¡cómo si no, tratándose de una obra literaria!-, pero de palabras pensadas, creadas y dichas para ser nuevas. Así, la aparente trama narrativa donde los espías, los detectives, las duras calles de la ciudad son piezas necesarias para plantear y resolver un misterio, se transforma –con este sabor nuevo del lenguaje- en la narración narrada de sí misma, el cuento que cuenta el continuo –interminable- cuento del hombre, de todos los hombres. Es el detective –somos el detective- que se paga a sí mismo para espiarse en el espejo de otro. Es la búsqueda –a través de las calles solitarias que habitamos, que nos habitan- de nuestra identidad, siempre huída o diluida u oscurecida, porque, en última instancia, al alcanzarnos e intentar atraparnos, siempre nos pillamos de espaldas, por la espalda y en los callejones de la noche. Además, en la inutilidad de esta búsqueda se halla la razón –o sinrazón- de que siempre la identidad es pasajera –a través del tiempo- e intercambiable –a través de los otros-, movida y zarandeada y traspasada por los diversos azares que son la realidad misma, que la conforman (“Nada es real excepto el azar”) y deforman hasta llegar a ser mendigos, indigentes, vagabundos de nosotros mismos, siempre errantes hasta el destino final –fatal- de la muerte.
            “En última instancia, una vida no es más que la suma de hechos contingentes, una crónica de intersecciones casuales, de azares, de sucesos fortuitos que no revelan nada más que su propia falta de propósito”  (Paul Auster: “La habitación cerrada”)
Paul Auster












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