Leer a Paul Auster es adentrarse,
introducirse de lleno en un intrincado mundo de laberintos y espejos, de
vigilancias y persecuciones, de oscuridad, de mirada y misterio. Un mundo
construido de palabras -¡cómo si no, tratándose de una obra literaria!-, pero
de palabras pensadas, creadas y dichas para ser nuevas. Así, la aparente trama
narrativa donde los espías, los detectives, las duras calles de la ciudad son
piezas necesarias para plantear y resolver un misterio, se transforma –con este
sabor nuevo del lenguaje- en la narración narrada de sí misma, el cuento que
cuenta el continuo –interminable- cuento del hombre, de todos los hombres. Es
el detective –somos el detective- que se paga a sí mismo para espiarse en el espejo
de otro. Es la búsqueda –a través de las calles solitarias que habitamos, que
nos habitan- de nuestra identidad, siempre huída o diluida u oscurecida,
porque, en última instancia, al alcanzarnos e intentar atraparnos, siempre nos
pillamos de espaldas, por la espalda y en los callejones de la noche. Además,
en la inutilidad de esta búsqueda se halla la razón –o sinrazón- de que siempre
la identidad es pasajera –a través del tiempo- e intercambiable –a través de
los otros-, movida y zarandeada y traspasada por los diversos azares que son la
realidad misma, que la conforman (“Nada es real excepto el azar”) y deforman
hasta llegar a ser mendigos, indigentes, vagabundos de nosotros mismos, siempre
errantes hasta el destino final –fatal- de la muerte.
“En última instancia, una vida no es
más que la suma de hechos contingentes, una crónica de intersecciones casuales,
de azares, de sucesos fortuitos que no revelan nada más que su propia falta de
propósito” (Paul Auster: “La habitación
cerrada”)
Paul Auster |
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