El
fuego contador de historias
Carlos
López
Edelvives.
Zaragoza, 2016
Seguramente una de las razones por las que el lector -y no sólo el
infantil o juvenil- se siente fascinado por eso que llamamos
literatura, es la infinita capacidad que tienen las palabras para, al
unirse entre ellas por el necesario arbitrio del escritor, poder
crear cualquier realidad imaginable. Es lo que entendemos como
ficción, un artificio que hemos convenido aceptar bajo ciertas
reglas implícitas en la propia obra literaria que le da sentido.
Así, desde los cuentos fantásticos transmitidos de forma oral u
escrita hasta la literatura más surrealista o de ciencia-ficción,
pasando -claro está- por la considerada más realista, cualquier
narración literaria debe regirse por el principio de verosimilitud,
algo así como atenerse a una verdad que sólo tiene cabida en el
propio texto, dentro del cual cobra un significado a menudo diferente
para cada lector que a él se aproxime. En la literatura infantil y
juvenil esta circunstancia se hace aún más exigente que en la
destinada al público adulto, pues al estar los jóvenes lectores -en
general- más predispuestos a introducirse en territorios alejados de
la realidad, los innumerables relatos donde aparecen personajes o
sucesos “inverosímiles” (animales que hablan, princesas que
duermen cien años o niños que se convierten en coches) pueden caer
en la tentación de introducir todo aquello que al escritor se le
pase por la cabeza, aún a riesgo de que el cuento se deshilache,
como los tejidos sin apresto, en jirones de tramas sólo unidas por
el ingenioso título del cuento.
Este es el riesgo que esquiva con acierto “El fuego contador de
historias”, de Carlos López, pues a pesar de que el libro está
tan lleno de historias fantásticas que, abriéndolo al azar por
cualquier página, el lector puede encontrar algún fabuloso episodio
que se incluye dentro del argumento general del relato, éstos no
hacen sino enriquecer, sobre todo por la maravilla de sorprendernos
ante tal desborde imaginativo, este precioso cuento que seguramente
hará las delicias de los jóvenes lectores.
Siguiendo la estructura de las narraciones clásicas, asistimos al
nacimiento del protagonista en forma de “fuego contador de
historias”, una rama que se incendió al caer un rayo sobre el
árbol de pamarandá, extraña especie de la que sólo existe un
ejemplar en el mundo. A la mañana siguiente, un pastor que pasaba
por allí recogió la rama de pamarandá ardiendo y se la llevó para
que lo calentara en las frías noches de invierno, pero el fuego
además le ayudó a cocinar y, sobre todo, le entretuvo contándole
historias. A partir de entonces, el madero encendido emprende un
viaje donde se mezclan las fantásticas historias que cuenta él
mismo con las maravillas que va encontrando por ahí, como los
campesinos que recogían en grandes sacos la sombra que daba un
castaño, o el carretero que instalaba arcoiris y comerciaba con los
rayos del sol, o aquel río que tenía una sola orilla o este otro
que no soportaba el frío. Pero el conflicto aparece cuando el fuego
va consumiendo la rama y no le queda más remedio que ir en busca del
árbol de pamarandá para seguir alimentando la llama con su madera.
Es el destino que espera al protagonista al final del viaje,
escondido en el extraño y exuberante Jardín de la Oca.
Así, este cuento nos enseña una nueva realidad imaginable, aquella
que dice que las historias ya no se cuentan alrededor de una lumbre,
sino que es la propia lumbre la que cuenta las historias que debemos
estar atentos a escuchar.
(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 25 de marzo de 2016)
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