Luces
de tormenta
Ignacio
Sanz
Editorial
Edelvives. Zaragoza, 2015
133
páginas
Desde siempre se ha destacado que una de las funciones de la
escritura es la posibilidad de servir como recurso terapéutico para
quien escribe, sin perjuicio de que al mismo tiempo pueda ocasionar
también en el lector un parecido efecto saludable. Así, la llamada
literatura del yo -en forma de diario, autoficción, memorias,
autobiografía, epistolario, etc.- es a menudo un artificio que
permite desvelar al escritor la existencia de algún conflicto
interno y, en su caso, resolverlo o, al menos, aliviarlo. Parece ser
que sólo el hecho de plasmar en un papel las cuitas internas, tiene
ya de por sí un beneficio para quien las refleja, resultado que se
acrecienta si a lo escrito tiene acceso un posible lector, ya se
trate de un receptor preconcebido -el destinatario de una carta- o
anónimo -el ocasional comprador del libro-.
Este sentido terapéutico que se atribuye en general a la
comunicación -también a la oral, claro está- está muy presente en
la novela “Luces de tormenta” (Edelvives, 2015), de Ignacio Sanz
(Lastras de Cuéllar, Segovia, 1953). En ella una profesora de
instituto recomienda a su alumna Sabina que durante las vacaciones de
verano vaya escribiendo todo lo que se le ocurra con el fin de
“aclarar un poco su propia vida”. No es que sufra un conflicto
alarmante, muy distinto a lo que suele suceder a otros adolescentes
de su edad, pero sí que vive algunas circunstancias que, siguiendo
el acertado título del libro, pueden atormentarla. Sus padres están
separados y cada uno vive en un lugar distinto, su madre en Madrid,
donde quiere que vaya a pasar con ella algunas temporadas, y su padre
en Centirrayo, el pueblo donde Sabina quisiera vivir para siempre. En
el pueblo está todo lo que más le gusta: la maravilla de la
naturaleza que lo rodea, con sus dos bosques, el río donde se bañan
en verano, el campo cultivado que cambia de color según las
estaciones del año; su padre, que cría gallos de corral para
venderlos a un restaurante de Madrid, y su abuela, que “habla como
si fuera una catedrática”; las confidencias con sus amigos y en
especial con Germán, que le ha provocado el “hormigueo” del
primer amor; y las historias y leyendas que se cuentan en relación a
la curiosa atracción que por ese lugar tienen las tormentas. Entre
ellas, Sabina apunta en su cuaderno el día en que a su abuelo Abilio
le cayó del cielo una tormenta de ranas, la noche en que vieron
proyectada en la pared del frontón la película “El tornado de
Oklahoma”, la triste vida de la pobre Etelvina, la leyenda de la
campana “Espantatormentas”, la historia del chozo donde por
primera vez engendraron Petronilo y Laudelina o la mala suerte -o
buena, según se mire- que tuvo Zoilo al sobrevivir al impacto de
tres rayos.
Como en su anterior novela -“El hombre que abrazaba a los árboles”
(Edelvives, 2013)-, Ignacio Sanz se sirve de la feliz experiencia que
supone adentrarse en los misterios de la naturaleza y en las vidas
que se entrelazan en la tranquila rutina de un pueblo, para revelar
en la joven protagonista algunos aprendizajes necesarios, aquellos
que tienen que ver con el conocimiento de sí misma, de sus miedos,
de sus inseguridades, pero también con la toma de conciencia de que
en la vida “lo bueno es que haya días claros y días nublados”.
(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 7 de noviembre de 2015)
Exacto, en la variedad está el gusto.
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