Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 7 de noviembre de 2015

Días claros y días nublados


Luces de tormenta
Ignacio Sanz
Editorial Edelvives. Zaragoza, 2015
133 páginas


          Desde siempre se ha destacado que una de las funciones de la escritura es la posibilidad de servir como recurso terapéutico para quien escribe, sin perjuicio de que al mismo tiempo pueda ocasionar también en el lector un parecido efecto saludable. Así, la llamada literatura del yo -en forma de diario, autoficción, memorias, autobiografía, epistolario, etc.- es a menudo un artificio que permite desvelar al escritor la existencia de algún conflicto interno y, en su caso, resolverlo o, al menos, aliviarlo. Parece ser que sólo el hecho de plasmar en un papel las cuitas internas, tiene ya de por sí un beneficio para quien las refleja, resultado que se acrecienta si a lo escrito tiene acceso un posible lector, ya se trate de un receptor preconcebido -el destinatario de una carta- o anónimo -el ocasional comprador del libro-.
          Este sentido terapéutico que se atribuye en general a la comunicación -también a la oral, claro está- está muy presente en la novela “Luces de tormenta” (Edelvives, 2015), de Ignacio Sanz (Lastras de Cuéllar, Segovia, 1953). En ella una profesora de instituto recomienda a su alumna Sabina que durante las vacaciones de verano vaya escribiendo todo lo que se le ocurra con el fin de “aclarar un poco su propia vida”. No es que sufra un conflicto alarmante, muy distinto a lo que suele suceder a otros adolescentes de su edad, pero sí que vive algunas circunstancias que, siguiendo el acertado título del libro, pueden atormentarla. Sus padres están separados y cada uno vive en un lugar distinto, su madre en Madrid, donde quiere que vaya a pasar con ella algunas temporadas, y su padre en Centirrayo, el pueblo donde Sabina quisiera vivir para siempre. En el pueblo está todo lo que más le gusta: la maravilla de la naturaleza que lo rodea, con sus dos bosques, el río donde se bañan en verano, el campo cultivado que cambia de color según las estaciones del año; su padre, que cría gallos de corral para venderlos a un restaurante de Madrid, y su abuela, que “habla como si fuera una catedrática”; las confidencias con sus amigos y en especial con Germán, que le ha provocado el “hormigueo” del primer amor; y las historias y leyendas que se cuentan en relación a la curiosa atracción que por ese lugar tienen las tormentas. Entre ellas, Sabina apunta en su cuaderno el día en que a su abuelo Abilio le cayó del cielo una tormenta de ranas, la noche en que vieron proyectada en la pared del frontón la película “El tornado de Oklahoma”, la triste vida de la pobre Etelvina, la leyenda de la campana “Espantatormentas”, la historia del chozo donde por primera vez engendraron Petronilo y Laudelina o la mala suerte -o buena, según se mire- que tuvo Zoilo al sobrevivir al impacto de tres rayos.
          Como en su anterior novela -“El hombre que abrazaba a los árboles” (Edelvives, 2013)-, Ignacio Sanz se sirve de la feliz experiencia que supone adentrarse en los misterios de la naturaleza y en las vidas que se entrelazan en la tranquila rutina de un pueblo, para revelar en la joven protagonista algunos aprendizajes necesarios, aquellos que tienen que ver con el conocimiento de sí misma, de sus miedos, de sus inseguridades, pero también con la toma de conciencia de que en la vida “lo bueno es que haya días claros y días nublados”.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 7 de noviembre de 2015)


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