La
venganza del objeto
Alfredo
Hernández García
Editorial
Luna de Abajo. Oviedo, 2014
233
páginas
Todo escritor que se precie de serlo sueña con ser dueño de un
estilo que cualquier lector pueda reconocerle como propio, claramente
distinguible de la prosa funcional que más se suele celebrar en la
literatura de escaparate. La mayoría de estos escritores se conforma
-y no es poco- con que el estilo que los defina se ciña a meras
cuestiones formales, de manera que indagan dentro de las
posibilidades lingüísticas, estructurales, espaciales o temporales
del texto, pero algunos -los más osados- procuran hacerse con un
mundo personal, un territorio lo suficientemente acotado y ancho que
en último término sea capaz de suscitar un planteamiento moral.
Ya desde “El fósil vivo” (2012), novela en la que -en aparente
paradoja- se hace memoria de un mundo futuro, Alfredo Hernández
García entró en ese privilegiado grupo de escritores que pueden
presumir de haber creado un espacio propio, no sólo caracterizado
por algunos atrevimientos formales, sino más aún habitado por
ciertos fantasmas de los que, al convocarlos, pretende desprenderse.
En “La venganza del objeto” -también disponible en versión
digital gratuita- sus señas de identidad se reconocen en las
singularidades del lenguaje (una sintaxis que, puesta al servicio de
la ironía, oscila entre la solemnidad ridícula de la precisión
notarial y la displicencia más pedestre de las expresiones
coloquiales; la presencia de neologismos -algunos dignos de aparecer
en la próxima edición del DRAE- destinados a nutrir la prosa de
pequeños divertimentos con los que el lector va obteniendo la
recompensa por seguir leyendo; la originalidad de las imágenes,
hallazgos poéticos capaces de deformar -es decir, de ampliar- el
sentido de lo significado; el amplio despliegue de sentencias o
citas, como muestra irónica de la “citografía” -y de los
“culturemas” y “reflexflemas”- que el texto denuncia), en la
originalidad de la historia (una mujer se propone observar a un
científico, es decir, “transformar el estudioso científico en
estudiado”, con la intención de auscultar sus marrullerías, las
de un personaje que se tiene por “purpurado” -muy por encima de
los “amansados” o “básicos” del pueblo llano-, pero que no
es más que un “naturófago”, un superdotado -de nombre Chiripa,
tal vez un guiño risueño al cuento “La conversión de Chiripa”,
de Clarín- que no investiga para comprender la realidad y aumentar
el conocimiento que teóricamente debe perseguir la ciencia, sino
“para inventar la verdad”, en un afán meramente endogámico tras
el cual sólo se pretende que otros investigadores citen el propio
estudio, llegando así a la “axiomatización de la citografía”,
única moral a la que el civilizador -el observador observado- se
debe) y en el empleo de la metaficción (la narradora que introduce
al lector en el propio texto que cuenta, haciéndole partícipe no
sólo de lo que desde su punto de vista se observa en la trama, sino
transmitiéndole su personal concepción de la novela en la que la
intriga no sería más que el “recurso de los mediocres”) que, al
servirse de la propia novela también como objeto de análisis, se
eleva de esta manera como metáfora de lo que el mismo texto
denuncia: el tramposo delirio del científico investigado corre en
paralelo con la irónica mirada de la narradora ante lo narrado.
De esta forma, el mérito de “La venganza del objeto” es que
-como afirmaba Walter Benjamin de Kafka o los surrealistas- el
lenguaje deja a un lado su significado “burgués” y recupera su
poder primario para denunciar la prepotencia del hombre ante la
naturaleza. Para ello el autor se sirve del humor, la exageración y
el esperpento, que lejos de edulcorar la acidez de la crítica hacia
una ciencia hipertrofiada y endogámica, ahonda más en el malestar
que a menudo conlleva lo agridulce.
(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 13 de diciembre de 2014)
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