EL HOMBRE QUE ABRAZABA A LOS ÁRBOLES
Ignacio Sanz
Editorial Edelvives. Zaragoza, 2013.
129 páginas
Muchas veces se ha contado la
historia en la que un niño -o una niña- se ve deslumbrado por la sabiduría de
un adulto que no pertenece a su familia. Tanto es así, que parece norma de los
cuentos infantiles que deba ser precisamente un personaje ajeno al entorno
familiar quien sea el encargado de abrir los ojos del pequeño al mundo que le
rodea. Los relatos de todos los tiempos nos dicen que uno necesita salir de
casa para aprender, que más allá de las cuatro paredes –de la familia y de la
escuela- siempre hay alguien que nos va a ayudar a descubrir las cosas esenciales
de la vida.
Este camino hacia el primordial descubrimiento del mundo es el que nos
propone recorrer Ignacio Sanz (Lastras de Cuéllar (Segovia), 1953) con “El
hombre que abrazaba a los árboles” (Premio Ala Delta 2013 de la Editorial Edelvives ).
Cuenta cómo Felicidad -una niña que vive en un pueblo rodeado de bosques de
pinos- recibe de la experiencia de Marcial –el viejo leñador del que se ha
hecho amiga- esa sabiduría necesaria para vivir. En sus incursiones por el
bosque a bordo de una desvencijada furgonetilla, Marcial va revelando a
Felicidad sus sorprendentes conocimientos y las extrañas aventuras que le
habían ocurrido en Canadá la época que pasó allí talando los árboles más
grandes del mundo. Así, hace ver a la pequeña el porqué se puede considerar a
la ardilla entre los animales voladores o cómo es posible conversar con las
urracas. De Canadá le cuenta la increíble historia del Picapinos, un leñador
que vivía dentro de una secuoya gigante y que pasaba los ratos libres tallando
esculturas de animales. También le confiesa la emoción y el miedo que sintió
ante la presencia de un oso en el claro del bosque, pero oculta una y otra vez
la aventura de amor que está detrás del envenenamiento de su percherona yegua
Roberta. Lo extraño es cuando, en medio de sus charlas, a veces Marcial se
queda en blanco, como si el pensamiento se le hubiera ido a otro sitio. Es lo
que la maestra doña Upe dice que le pasa a algunas personas mayores cuando se
quedan sin palabras, que parece que su cabeza se convierte en un desierto. Al
final, después de que a Marcial se le parara la cirila en el medio del bosque y
con ello también se le apagaran definitivamente los recuerdos, Felicidad llega
al fondo de lo que quería contar desde el principio del libro. Rememora la
historia de su viejo amigo y el olmo centenario de la estación, el terco empeño
del leñador que antes de talarlos siempre tenía por costumbre abrazarse a los
árboles.
Siguiendo la línea de sus últimas obras (véase “Una vaca, dos niños y
trescientos ruiseñores”. Edelvives, 2010), Ignacio Sanz acerca a los jóvenes
lectores el mundo de la naturaleza, un terreno -a menudo ajeno a los gustos e
intereses de las actuales generaciones- en el que es ineludible adentrarse para
poder extraer de él formas de conocimiento que la vida precisa. Parece decirnos
que es necesario –y tal vez urgente- que nos comprometamos no sólo en conservar
el lugar de la naturaleza, sino más aún en asegurar la extensión del bosque en
la ciudad que habitamos, de la misma manera que el viejo leñador se impone la
tarea de ser leal con su oficio y con la amistad que –aun en su silencio- le
procura Felicidad.
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