En
la novela Oliver Twist aparece una
escena en la que el pequeño Oliver, recluido en un hospicio desde su
nacimiento, comparece ante un tribunal que debe decidir si un deshollinador se
hace cargo del niño. Cuando, siguiendo la indolente rutina establecida, uno de
los jueces busca en su escritorio el tintero para mojar la pluma con la que
debe firmar el contrato de traspaso del niño, su mirada, hasta entonces sólo
atenta a las pretensiones del deshollinador, se topa por azar con la mirada del
muchacho. Escribe Dickens que “fue el momento crítico del destino de Oliver”,
pues el juez, al ver por sorpresa el semblante asustado y pálido del chiquillo,
se apiada de él y decide no firmar el consentimiento para que el desalmado
deshollinador pueda hacerse con sus servicios. El azar que hace visible a
Oliver ante los ojos del juez decide el destino del muchacho.
Salvando todas las distancias que se
quiera con el mundo de injusticia y miseria que denuncia Dickens en sus
novelas, en la actualidad viven en nuestra sociedad muchos niños invisibles.
Son los niños que, por encontrarse en situación de riesgo o desamparo, nada más
nacer son internados en una institución pública que asume la tutela del menor
con la finalidad de que éste no quede indefenso o desprotegido en ningún
momento. Hasta ahí la sociedad debe congratularse por haber puesto en manos de
los poderes públicos seguramente la forma más adecuada para garantizar la
protección del menor, logrando con ello el fin primordial de satisfacer sus
necesidades básicas de cobijo, alimentación y asistencia. Pero es a partir de
ahí cuando muchos de estos niños se hacen invisibles para la administración,
pues lo que debería ser una puntual y corta estancia en el Centro de Menores,
ajustada a la estricta burocracia que exijan los trámites para resolver la
situación anómala de los pequeños, se alarga en no pocas ocasiones hasta los
tres años y más.
Multitud de estudios corroboran los
problemas que para el desarrollo psicológico de los niños acarrean los períodos
largos de institucionalización. Bien es sabido que, aparte de las necesidades
básicas de supervivencia antes apuntadas, el establecimiento de vínculos
afectivos en la primera infancia es la mejor manera para un adecuado desarrollo
emocional. No hay duda de que las personas encargadas en estos Centros suelen
volcarse con los niños no sólo en el aspecto meramente asistencial
(alimentación, limpieza, etc.), sino también afectivo, pero la propia esencia
de la institución no permite más que una relación que podríamos llamar epidérmica.
Los turnos de trabajo, las sustituciones en períodos de vacaciones, las bajas
laborales, etc., hace que los menores no cuenten con un adulto de referencia,
una persona lo suficientemente próxima y lo suficientemente estable que
pueda entablar con ellos el vínculo afectivo necesario. A la vez, los derechos
de los padres biológicos –que a menudo prevalecen sobre los derechos del menor-
a visitar a su hijo provoca que en ocasiones la hora de visita mensual se
convierta para el menor en un tipo de maltrato psicológico, pues no es raro ver
cómo se pasan esa hora llorando al ser obligados a encerrarse en una habitación
a solas con un adulto que no conocen. Estas circunstancias están en la base de posteriores
problemas que se suelen dar en los niños institucionalizados, como son escasas
habilidades para relacionarse, baja autoestima, dificultades en el control
emocional, falta de empatía, trastornos graves de conducta, etc., que a su vez
impiden una adecuada adaptación a la sociedad.
Para evitar estos problemas -a veces
irreversibles- en el desarrollo integral del niño, la estancia en los Centros
de Menores debería ser tan solo un corto período de transición hacia su rápida
inclusión en un ámbito familiar donde, aparte de las necesidades básicas,
puedan satisfacer la más urgente de ellas, como es establecer un vínculo
afectivo estable con figuras parentales de referencia. Desde los Derechos de la Infancia (adoptados en
1989 por la ONU )
hasta el anteproyecto de Ley de Protección a la Infancia aprobado por el
Consejo de Ministros de España en julio de 2011, todas las administraciones
cuentan con leyes y normativas que instan a los poderes públicos (Consejerías
de Bienestar Social de las Comunidades Autónomas, que son quienes tienen la
competencia) a simplificar y mejorar los mecanismos de acogida y adopción y
potenciar el acogimiento familiar de menores en situación de desamparo, frente
a su ingreso en centros tutelares. ¿Por qué no se cumple este precepto con la
mayor diligencia? Seguramente hay algunos casos que padecen una situación
judicial o administrativa especialmente compleja, pero eso no debe ser excusa
para que los menores sigan internados hasta que se clarifique su situación,
pues, atendiendo al interés superior del menor, éste cuenta siempre con su
derecho irrenunciable a vivir en una familia. Para ello se deberían atender las
solicitudes de familias –entre ellas las de voluntarios que desde el nacimiento
del niño ya han estrechado lazos afectivos con el pequeño- que quieren acoger a
los menores hasta que se resuelva su situación judicial.
Es de desear que, como en la novela
de Dickens, no haya que esperar a que un juez, un responsable político o un
funcionario de la Consejería de Bienestar Social tenga que encontrarse por azar
con la mirada –o el expediente- de estos niños invisibles para decidir por fin su
destino.
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