Colin Firth en "El discurso del rey" |
El reciente estreno de la magnífica película “El discurso del rey” suscita una serie de reflexiones en torno a la tartamudez. Como saben quienes hayan tenido oportunidad de verla o de leer alguna sinopsis, se relata la historia del acceso al trono del rey Jorge VI de Inglaterra, obligado por la renuncia de su hermano, el primogénito que debía suceder al fallecido rey Jorge V. Pero el relato, con el telón de fondo de ese período histórico previo a la Segunda Guerra Mundial, se centra en el drama personal del rey, que se ve atrapado entre el ineludible deber de tener que aceptar tan alta responsabilidad y la ansiedad que le produce cada vez que se ve obligado a hablar en público. El rey es tartamudo y sufre por ello.
Seguramente todos hemos conocido a lo largo de nuestra vida a alguna persona que tartamudea, pues es relativamente sencillo detectar los síntomas cuando hablamos con algún tartamudo. Sabemos que se trata de un problema del habla en el que se dan alteraciones del ritmo, bloqueos, repeticiones de sílabas o palabras y, en ocasiones, gestos o muecas que los acompañan. Eso es lo que se ve, la parte del iceberg que sale a flote cuando se tartamudea, pero es más voluminosa –en el sentido de que pesa más que las meras disfluencias- la parte oculta que sólo los tartamudos saben que existe: los sentimientos que provoca la imposibilidad de hablar sin tartamudear. Las situaciones comunicativas de todos los días suelen causar, en mayor o menor grado, cierta ansiedad que a veces se traduce en evitar o escapar de esas situaciones, lo cual genera sentimientos de frustración, de vergüenza, de culpa o de miedo. Es decir, provoca en el tartamudo un sentimiento general de sufrimiento, tanto por las disfluencias en sí, como por “los daños colaterales” que suele conllevar esa forma de hablar. Dependiendo de la situación comunicativa, de cómo la perciba el tartamudo, de las demandas del entorno y de las destrezas conversacionales que exijan los diferentes contextos, puede sufrir un mayor o menor grado de estrés comunicativo, que a su vez redundará en que el volumen del iceberg crezca, tanto por arriba como por abajo del nivel de visibilidad.
Todo esto se puede apreciar muy bien en la película “El discurso del rey”, en la que, más que el grado de fidelidad a la historia verdadera, importa la magistral aproximación al drama personal del rey. A ello contribuye la buena interpretación del actor inglés Colin Firth, que no se deja llevar por llamativas exageraciones de los síntomas ni por fáciles histrionismos, en los que pudiera haberse visto tentado a caer para atraer a un público más dispuesto a la comedia. También es acertado el guión, donde cobra un papel relevante el terapeuta que, sin ser doctor ni especialista titulado en trastornos del habla, es capaz de combinar métodos logopédicos (control de la respiración, impostación de la voz, cambio de patrón de habla, ensordecimiento, ejercicios bucofonatorios…) con lo que al final es más importante: dar confianza a la persona que tartamudea para que hable lo mejor que pueda, o como decía un estudioso de la tartamudez, aprender a tartamudear de forma más sencilla y tranquila. Como bien dice el terapeuta, no es un problema mecánico o de dicción, porque el rey puede hablar solo o cantar. Es un problema que se da en la interacción comunicativa (¡qué mayor interacción que tener que dar un discurso ante toda la nación!) y es en esa interacción donde se deben dar dos condiciones indispensables para que el tartamudo se sienta más seguro: respeto y paciencia. Respeto a esa peculiar forma de hablar y paciencia para que el interlocutor conceda el tiempo que el tartamudo necesita para terminar la palabra o la frase que a veces no le sale como quisiera. De ahí procederá la dignidad para el colectivo de tartamudos, desde una perspectiva de normalización en la cual no necesitan compasión, sino comprensión. Es la comprensión que los colaboradores del rey le muestran cuando éste va camino hacia la sala donde tiene que dar el discurso, y el respeto de su pueblo en el aplauso final con el que reconocen su esfuerzo y su valentía por lograr llegar a ser un hombre normal.
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