Solo triste de oboe
Yolanda Izard
Castilla Ediciones. Valladolid, 2022
Es
de común acuerdo que todo escritor que se precie de serlo, aspira a ser dueño
de un estilo que cualquier lector pueda reconocerle como propio, claramente
distinguible de la prosa funcional -o funcionarial- que más se suele celebrar
en la literatura de escaparate. La mayoría de estos escritores se conforma -y
no es poco- con que el estilo que los defina se ciña a meras cuestiones formales,
de manera que investigan dentro de las posibilidades lingüísticas,
estructurales, espaciales o temporales del texto, pero algunos -los más osados-
procuran hacerse con un mundo personal, un territorio lo suficientemente
acotado y ancho que en último término sea capaz de suscitar un planteamiento
moral. Yolanda Izard (Béjar, Salamanca), autora que ha cultivado con buena
fortuna diferentes géneros literarios, pertenece a ese privilegiado grupo de
escritores que pueden presumir de haber creado un espacio propio, no sólo
caracterizado por algunos atrevimientos formales, sino más aún habitado por
ciertos fantasmas de los que, al convocarlos, parece querer desprenderse. Desde
la novela (Paisajes para evitar la noche, 2003; La mirada atenta,
2003; La hora del sosiego, 2021) a la poesía (entre otros Lumbre y
ceniza, 2019, finalista del Premio de la Crítica de Castilla y León),
pasando por la minificción o microrrelato (Zambullidas, 2017), hasta el
conjunto de relatos que nos presenta ahora (Solo triste de oboe,
Castilla Ediciones, 2022), Izard continúa adentrándose en el enigmático
universo de la infancia y de los vínculos familiares.
En los 32 cuentos que componen el volumen, la autora
explora esa “conciencia arrebatada por el misterio” -explicitada en Cantar, último
relato de la serie-, cruzando una y otra vez la delgada línea entre lo
real y lo imaginado, entre el suelo firme de los rituales establecidos y la
gravitación por lo fragmentado o huido, entre lo cercano a menudo inaccesible y
un más allá que puede tocarse con los dedos, entre el artificio del tiempo
presente y la verdad de las ilusiones perdidas, entre esa doble fragilidad, en
fin, que se produce tanto en la vida como en la muerte. Una aparente paradoja
–“Quizá es mortal la misma muerte”, se dice también en Cantar- que se
sustenta en una poética trazada con los delgados pero firmes hilos de la
imaginación, tan característicos de la obra literaria de Izard. Hilos que
parecen hilvanar -por medio de una prosa aderezada con ciertas dosis de
lirismo- sueños quebradizos antes de que se pierdan definitivamente en el
olvido y ya nunca sea posible esa suspensión de la emoción que produce la
lectura de este magnífico, a menudo perturbador, libro de cuentos. Un
desasosiego que recoge la estela de Poe o Cortázar –“En el fondo, el cuento es
la pesquisa” (cita de Cortázar en el relato Habitación propia)- para
continuar indagando, desde las sombras, en la extraña belleza de lo misterioso.
Reseña publicada en el suplemento La sombra del ciprés de El Norte de Castilla. 27 de enero de 2023
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