Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 9 de febrero de 2013

El infierno tan temido



LA CASA EN RUINAS
Manuel García Rubio
Ediciones del Viento. A Coruña, 2012
142 páginas


            Desde la magdalena de Proust –y aún antes- son muchas las novelas que se han servido de un hecho azaroso para que el protagonista de la historia se vea obligado a emprender su particular busca del tiempo perdido. Tanto es así, que esta recuperación del pasado se antoja un subgénero literario en sí mismo, una suerte de “narrativa de la memoria” en la que la visita del personaje a la casa donde habitó en la infancia es una de las “magdalenas” que frecuentemente ha sido utilizada por los escritores para seguir los zigzagueantes pasos del recuerdo. Por esa senda se interna Manuel García Rubio (Montevideo, 1956) con esta historia que ha merecido el Premio de Novela Ciudad de Salamanca 2012. Sin embargo, a diferencia de muchas de estas novelas que a menudo se limitan a una nostálgica evocación de los hechos pasados, “La casa en ruinas” (Ediciones del Viento) tiene el valor de sumergirse en las procelosas aguas del recuerdo para sondear en sus profundidades y extraer de ese abismo un nuevo significado, un conocimiento capaz de asumir el riesgo de ser a la vez perturbador y necesario.
            La novela cuenta cómo Ricardo Tremp, directivo de una importante empresa, se ve forzado a regresar al pueblo de su infancia para resolver un desgraciado accidente que ha ocurrido en la casa familiar, abandonada desde que, hace ya bastantes años, él se fuera a vivir a Madrid. En el pueblo se encuentra con dos antiguos compañeros de colegio que, sirviéndose del consabido pasteleo político-empresarial, pretenden aprovechar la oportunidad para tratar de sacar beneficio del percance; y con Tita, la dueña de la vieja cantina en la que trabajó algunos veranos de su juventud y donde conoció a Melita, su hija adolescente que año tras año fue desplegando ante sus ojos los encantos de las muchachas en flor. Tita le cuenta que no ha vuelto a ver a su hija desde que se marchó el mismo día que cumplió los dieciocho años, pero que sus dotes de adivinadora le aseguran que él ha vuelto al pueblo para traérsela. Con esa turbadora idea en la cabeza, Ricardo se adentra en las ruinas de la casa familiar, donde la joven voz de Melita le suplica -a través del contestador automático del teléfono que no debería estar operativo después de tantos años- que no se vaya.
A partir de este atrevido giro argumental el autor introduce lo imposible en lo real sin perder verosimilitud, tendiendo un hilo comunicativo hacia un pasado que en el presente se puebla de fantasmas. Más allá de la certeza de que lo ocurrido siempre vuelve, el amor por la ninfa –de claras referencias nabokovianas- se le revela al protagonista con el convencimiento de que a la postre “nadie escapa de sí mismo”, de que continuamente no sólo nos asalta la memoria, sino que no es posible descansar del propio yo que hemos ido conformando. Así, la tragedia personal sobreviene cuando se cae en la cuenta de que el pasado no es un lugar –una casa deshabitada y en ruinas-, sino un tiempo al que no se puede regresar y del que nunca ningún Orfeo podrá rescatar a su Eurídice atrapada para siempre en el infierno tan temido.
             La prosa limpia y precisa, condensada en la ajustada expresión de lo que se quiere decir, se amolda con precisión a las exigencias de esta acertada novela corta que se lee en un suspiro -lo que dura el destello que ensombrece nuestro pensamiento-, pero que invita a su relectura en cuanto se llega al párrafo final.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 9 de febrero de 2013)









No hay comentarios:

Publicar un comentario