Manuel García Rubio
Ediciones del Viento. A Coruña, 2012
142 páginas
Desde la magdalena de Proust –y aún
antes- son muchas las novelas que se han servido de un hecho azaroso para que el
protagonista de la historia se vea obligado a emprender su particular busca del
tiempo perdido. Tanto es así, que esta recuperación del pasado se antoja un subgénero
literario en sí mismo, una suerte de “narrativa de la memoria” en la que la
visita del personaje a la casa donde habitó en la infancia es una de las
“magdalenas” que frecuentemente ha sido utilizada por los escritores para seguir
los zigzagueantes pasos del recuerdo. Por esa senda se interna Manuel García
Rubio (Montevideo, 1956) con esta historia que ha merecido el Premio de Novela
Ciudad de Salamanca 2012. Sin embargo, a diferencia de muchas de estas novelas
que a menudo se limitan a una nostálgica evocación de los hechos pasados, “La
casa en ruinas” (Ediciones del Viento) tiene el valor de sumergirse en las
procelosas aguas del recuerdo para sondear en sus profundidades y extraer de
ese abismo un nuevo significado, un conocimiento capaz de asumir el riesgo de
ser a la vez perturbador y necesario.
La novela cuenta cómo Ricardo Tremp,
directivo de una importante empresa, se ve forzado a regresar al pueblo de su
infancia para resolver un desgraciado accidente que ha ocurrido en la casa
familiar, abandonada desde que, hace ya bastantes años, él se fuera a vivir a
Madrid. En el pueblo se encuentra con dos antiguos compañeros de colegio que, sirviéndose
del consabido pasteleo político-empresarial, pretenden aprovechar la
oportunidad para tratar de sacar beneficio del percance; y con Tita, la dueña de
la vieja cantina en la que trabajó algunos veranos de su juventud y donde conoció
a Melita, su hija adolescente que año tras año fue desplegando ante sus ojos
los encantos de las muchachas en flor. Tita le cuenta que no ha vuelto a ver a su
hija desde que se marchó el mismo día que cumplió los dieciocho años, pero que sus
dotes de adivinadora le aseguran que él ha vuelto al pueblo para traérsela. Con
esa turbadora idea en la cabeza, Ricardo se adentra en las ruinas de la casa
familiar, donde la joven voz de Melita le suplica -a través del contestador
automático del teléfono que no debería estar operativo después de tantos años- que
no se vaya.
A partir de este atrevido giro argumental el autor introduce lo imposible
en lo real sin perder verosimilitud, tendiendo un hilo comunicativo hacia un
pasado que en el presente se puebla de fantasmas. Más allá de la certeza de que
lo ocurrido siempre vuelve, el amor por la ninfa –de claras referencias
nabokovianas- se le revela al protagonista con el convencimiento de que a la
postre “nadie escapa de sí mismo”, de que continuamente no sólo nos asalta la
memoria, sino que no es posible descansar del propio yo que hemos ido
conformando. Así, la tragedia personal sobreviene cuando se cae en la cuenta de
que el pasado no es un lugar –una casa deshabitada y en ruinas-, sino un tiempo
al que no se puede regresar y del que nunca ningún Orfeo podrá rescatar a su
Eurídice atrapada para siempre en el infierno tan temido.
La prosa limpia y precisa, condensada en la
ajustada expresión de lo que se quiere decir, se amolda con precisión a las
exigencias de esta acertada novela corta que se lee en un suspiro -lo que dura
el destello que ensombrece nuestro pensamiento-, pero que invita a su relectura
en cuanto se llega al párrafo final.
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