El azar –si éste en verdad existe-
ha hecho que en el centenario del nacimiento de Juan Carlos Onetti, sólo el silencioso,
cínico tesón de la mínima grey que le sigue, pueda encontrar esta novelita en
algún polvoriento estante de una librería de viejo o entre la multitud de
cacharros prescindibles, desechados sobre un trapo extendido en un mercadillo o
un rastro. Se trata de su segunda novela, apreciada por su admirado Roberto
Arlt, quien sólo logró, antes de que el manuscrito se perdiera en alguno de los
traslados de su autor, que la intención de publicarla no le sirviera nada más
que para perder algunos concursos literarios. Sin embargo, en los años 70 se
encontraron algunos fragmentos que la editorial Arca de Montevideo se apresuró
a publicar en forma de novela y cuyo resultado fue calificado por el propio
Onetti como “un mamarracho”.
La edición de Editorial Bruguera (1978) -que me atrapó, como a un vulgar
ratero, en la Semana Negra de Gijón- también es fragmentaria e inconclusa y, tal
vez en ese mismo carácter de obra inacabada, se puedan hallar algunas claves
para vislumbrar, ya desde sus inicios, una prosa inequívocamente onettiana
(“Hablaba despacio, crispando la mano, tratando de hallar la palabra exacta,
corrigiéndose, aclarando el sentido de algún vocablo con largas frases en las
que, fatalmente, surgía otra palabra oscura y poco precisa”), en la que los personajes
sufren el desamparo de la vida (“Encima del hombro izquierdo de la mujer, la
ventana mostraba un cuadrado de noche. La sombra de una casa, una franja de
cielo. Allí encontró tristeza para su voz”), entre la dulce demora de la
sensualidad de los gestos (“un roce de pies desnudos resucitó el dormitorio”) y
el amor como deseo, como pérdida, como ficción inevitable (“enfundado en la
expresión sensual de la mujer, se insinuaba un gesto de tristeza en la cara de
bordes pulidos”).
Juan Carlos Onetti |
Esta novelita, encontrada después de creer haber leído todo Onetti, se
lee con la emoción que asalta el asombro de lo esperado, pues las frases
imposibles, los adjetivos desconcertantes en su precisión distraída, la palabra
demorada tras la prosa lenta, no sorprenden al lector avezado y atento, que
sigue con los ojos acariciando la línea, en una agonía feliz hasta el final del
párrafo interminable. Y en este estilo, en la pausada forma con que respira el
relato, está también el fondo, indiferenciado, pues sólo la dilación puede dar
espacio a la inmersión en la profundidad del hombre, al sosiego con que uno se
ve preso y espectador de sus propias miserias, a la calma que exigen el amor y
el odio, a la tardanza –y a menudo continua postergación- con que llegan los
placeres tan buscados y la parsimonia con que anda el tiempo –proustiano,
circular, siempre enroscándose sobre sí mismo- cuando en vano queremos escapar
del infierno tan temido.
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