Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 8 de noviembre de 2014

Rubén Darío se lava con heno de Pravia

Rubén Darío se lava con heno de Pravia     
       
Rubén Darío
            Junto a la ribera del río Yaguaré, tres púberes canéforas encienden un fuego con ramas de jícaro. El viento suave y cálido que el bosque transpira, aviva la llama que hará brotar de la raíz de la cuculmeca los vahos capaces de aliviar sus nacientes fatigas vaginales. En un ritual orlado por la conquista de una maligna belleza, no sólo ahondan las ninfas en el bebedizo la ávida lengua de los besos azules, sino que, prendiendo con los dedos pulgar y corazón el vuelo de sus encajes, abren sus piernas a horcajadas sobre la olla donde burbujea la pócima. Sus sedosos vestidos danzan al son de las perlas que culebrean sobre la húmeda piel de los muslos, de forma que, dejándose llevar por un ritmo animal y divino, abanican de nuevo el aire hacia el interior del bosque. También despierta a la flor de su silencio el brinco febril de los pies desnudos en la yerba, acelerados al compás de los brazos que se alzan extasiados al cielo del día y de la noche. Candelabros alados que confían alumbrar más que la solitaria luz de las estrellas, riegan con su risa de oro las sombras de los labios aún sin besar y transfiguran en púrpura el temblor de sus ojos arbolados. Y las bocas, las bocas corean una canción profana de vida y esperanza. Desterrado a un desierto de espinos el cercano dolor de la infancia, el anhelo de la juventud embriagada sin freno se azora en la gozosa celebración de los sentidos, en el arrebatado temblor de la piel por donde hormiguean las puntas de los largos cabellos su música inocente y fecunda. Es la humedad de la carne, los pechos que se desperezan como racimos frescos. Sin embargo, como si de pronto un íntimo pavor las avisara de los abismos del éxtasis, detienen al momento la danza que ya agitaba sus almas hacia el crepúsculo donde habitan los faunos.
 
Rubén Darío y Paca Sánchez
            El poeta Rubén Darío, tumbado en la arena de la playa de los Quebrantos, ponía palabras a las imágenes de sus ensueños. A su lado, Paca Sánchez sólo soñaba con que la pleamar que los aislaba entre las rocas durara para siempre, que las olas de la tarde se remansaran sin fin bajo la Punta del Pozacu, justo a la puerta de la cueva donde los amantes se ocultaban de las posibles miradas de los curiosos. Más allá de los acantilados que rompían la monótona línea del horizonte, un ligero viento traía hacia la costa algunas nubes que, de vez en cuando, amenazaban con ensombrecer la siesta de sus cuerpos desnudos. Pero la humedad que por momentos causaba escalofríos en la piel acostada sobre la arena negra, no despertaba al poeta del cuento que le llevaba al departamento de Matagalpa, allá en su Nicaragua natal, donde seguía imaginando cómo, bajo el chorro de las cascadas de Cerro Apante, las ninfas sumergían sus cuerpos de mármol.

Una cortina de agua transparente y azul cae limpia sobre los cabellos rubios, resbala por los hombros y los pechos de rosa y marfil, por las caderas esculpidas por Fidias con el mismo cincel que utilizó para modelar las bellas formas de la diosa Atenea. Las ninfas lavan sus cuerpos frotándose unas a otras con flores de espuma, en un rito de purificación que pretende aplacar sus ansias, el delirio febril que palpita bajo la rosa ardiente de sus corazones felinos. Y entonces, el aire que alientan con sus cánticos los pájaros, se envuelve en un perfume…

            De pronto, el poeta Rubén Darío dejó de poner palabras a las imágenes de sus ensueños porque el olor de Paca Sánchez, echada a su lado en la playa de los Quebrantos, no le permitía evocar ningún otro perfume ni aroma ni fragancia ni esencia ni bálsamo que no fuera el mismo olor que recorría ese año todos los lugares por donde transcurría su veraneo. Ya fuera entre las blancas sábanas de la fonda El Brillante de San Esteban de Pravia, donde se hospedaba gracias a la amistad con su propietario el periodista y empresario Edmundo Díaz del Riego, fundador de la revista La Ilustración Asturiana; ya fuera en la toilette de la casa que el profesor Rafael Altamira tenía cerca del muelle de La Ribera y que el poeta solía visitar para no perder contacto con la vida intelectual y literaria; ya fuera en la ropa y el pelo y las manos de Raquel, la barquera que lo conducía de San Esteban de Pravia a San Juan de la Arena las noches que vestido de frac se embriagaba en El Brillante con copas de ajenjo y champaña francés; ya fuera en los manteles de hilo fino de los salones de Monterrey, donde le invitaba su amigo el indiano Feliciano Menéndez para rememorar juntos los viejos tiempos de La Habana; ya fuera en las praderas que rodeaban los caminos hacia el mirador del Espíritu Santo o la subida a Monteagudo, desde donde a Rubén Darío se le asemejaba a un lago la desembocadura del río Nalón; ya fuera en las suaves toallas que utilizaba en las visitas al doctor José Argüelles, quien en su consulta de Pravia velaba por la frágil salud del poeta; ya fuera incluso en los flamantes vagones del ferrocarril vasco-asturiano, que utilizaba para ir de San Esteban a Oviedo a visitar a don Ramón Pérez de Ayala; ya fuera, sobre todo, en la hierba que, recién segada de los prados de Somao, desprendía ese olor fresco y natural que en el estío impregnaba todo el aire del poblado de indianos, los exóticos jardines de los palacetes modernistas donde, a cambio de recitar sus poesías o tocar el piano ante los nuevos ricos retornados allende el océano, Rubén Darío se daba la satisfacción de poder lavarse las manos con ese jabón verde de tan suave tacto.

…Y entonces, el aire que alientan con sus cánticos los pájaros, se envuelve en un perfume que no huele a verbena y tomillo, a floridos limoneros o lluvia de azahares, a milflores silvestres o pétalos hervidos de rosas. Ni siquiera huele a liquidámbar, a haba de Tonka o a rocío libado por mariposas azules, sino al perfume, aroma, fragancia, esencia y bálsamo del heno de Pravia.


Marcelo Matas de Álvaro



 (Publicado en el libro colectivo  "Pravia con todas las letras" (edición del Ayuntamiento de Pravia). 8 de noviembre de 2014)

La extraña realidad


El colegio más raro del mundo
Pablo Aranda
Anaya. Madrid, 2014
184 páginas


          Muchos escritores aspiran a crear un personaje con un perfil tan definido que no sólo les consienta pasar página tras página sin desdibujarse, sino también que les permita saltar a otros libros para seguir protagonizando nuevas historias. En la Literatura Infantil y Juvenil ese propósito lo han conseguido, entre otros, Elvira Lindo con su “Manolito Gafotas” y J.K. Rowling con su “Harry Potter”. Como bien se sabe, a los jóvenes lectores les encanta que se les cuente siempre la misma historia, de manera que el éxito de las sagas escritas por estos autores no sólo viene por la divertida o hechizada trama que los atrapa, sino más aún por la seguridad que les proporciona el seguir inmersos en un mundo que ya reconocen como propio y en el deseo -o la necesidad- de saber más sobre esos personajes que para ellos son a la vez inventados y de carne y hueso.
          Este es el mérito de Pablo Aranda (Málaga, 1968), quien -después del celebrado “Fede quiere ser pirata” (Anaya, 2012), en el que conocimos a un pequeño que, como expresaba el título del libro, lo que más deseaba era convertirse en pirata para surcar los mares acompañado de su amiga Marga- continúa en este libro las peripecias de Fede, el personaje que, desde su inocente y curiosa mirada, nos cuenta ahora lo que ocurre en “el colegio más raro del mundo”. Fede es un niño aparentemente normal -tiene nueve años, va a la escuela, tiene amigos- que vive en una familia también aparentemente normal -padre, madre, hermana mayor y un perro-, pero que acude a un colegio donde han conseguido hacer normal la cosa más extraña del mundo, como es que para evitar los atascos que se producen cuando todos los padres van con sus coches a la misma hora para recoger a sus hijos, han acordado que cuando un niño salga del colegio se lo lleve el primer padre o madre que haya llegado. De esta forma, cada día los niños se van a pasar la tarde, a jugar, a hacer los deberes, a cenar y a dormir con una familia diferente, que a la mañana siguiente los llevará al colegio como si de sus propios hijos se tratase. Esto hace que a uno le pueda tocar la familia del señor Oso, llamado así porque se llama Osorio y no porque tenga mucho pelo por todo el cuerpo menos en la cabeza; o la de Marina Marín Morón, donde aparte de conocer a su hermano, “el torpe más inteligente que conozco”, Fede se ve obligado a dormir con un camisón de princesa; o la del señor Papa, padre de su compañero Papapodocopoulos, un apellido normal en Grecia. Como también es normal que en su colegio -llamado TELE (Tecno Escuela de Lenguas Extranjeras)- haya muchos niños de origen extranjero con los que el resto de compañeros forman una especie de “big family” en la que todos aprenden palabras de otros idiomas, comidas diferentes y desconocidas costumbres.
          Es una ingeniosa obra llena de humor, en la que los continuos juegos de palabras, los personajes estrafalarios y algunos enredos de la trama divertirán al pequeño lector, pero lo que más llama la atención es la extraña cualidad que tiene Fede -tal vez lo que le defina como singular personaje- para hacer que la realidad nos parezca sorprendente al mismo tiempo que aparentan normalidad los sucesos más raros.


(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 8 de noviembre de 2014)



sábado, 11 de octubre de 2014

El dulce aliento de la chirimoya


Un cóndor en Madrid
Paloma Muiña
Edelvives. Zaragoza, 2014


          Al acabar la lectura de esta preciosa historia uno tiene la sensación de que ya la había leído antes, de que el argumento está plagado de los tópicos que han ido alimentando nuestra imaginación desde que éramos niños. Sin embargo, también nos deja el poso de que, de alguna manera que en una primera aproximación aún se nos escapa, hemos participado de un relato novedoso.
          En primera persona el pequeño Manu va contando sus peripecias con Adriana, una amiga de clase que lo tiene encandilado con su trenza larga y oscura. Vive a 429 pasos de su casa, acompañada de su madre y de su misterioso abuelo al que llaman Papi Ángel. Se trata de un hombre colosal, que con el paso lento de los viejos dinosaurios lleva sobre su hombro un animal pequeño y peludo, un cuy que se trajo de Ecuador cuando se trasladó con su familia a vivir a Madrid. Al enigmático abuelo Papi Ángel se une la no menos misteriosa existencia del ático de la casa de Adriana, donde cada vez que suben los dos amigos se sienten aterrados ante la presencia de ruidos extraños o de sombras que se mueven. Naturalmente, Manu trata de disimular su miedo, pero no puede evitar las pesadillas que alteran su sueño. De ahí que su amiga le deje el atrapasueños que a su abuelo le regaló un indio ojibwa con la intención de que “le protegiese con su telaraña mágica y le llevara los rayos del sol y el viento de la vida”. Esa historia es tan rara como la de La Mariangula o la de la carretera Panamericana donde parece que se encuentra perdido el abuelo. En realidad, a Manu le intrigan muchas cosas de Adriana, como el dulce olor a piña que desprende su pelo o que a veces no le conteste cuando habla con ella o que amenace a Esteban, un estúpido compañero de clase, con la maldición de la guayaba. Entre el recelo y la fascinación se mueven las sensaciones que le despiertan Adriana y su familia, sobre todo el abuelo, que desde que murió su mujer y se vio obligado a venirse a vivir a Madrid, parece que se ha refugiado en un mundo propio, unas veces sólo habitado por el silencio y otras por expresiones que a Manu le cuesta entender. Para tratar de aliviar esa tristeza, los dos amigos traman un plan con el que pretenden traerle a Papi Ángel un pedacito de Ecuador en el que no faltará el cóndor, el animal protector, el pájaro de trueno con el que se irá el espíritu del abuelo.
          En “Un cóndor en Madrid” (Premio Ala Delta 2014 de Literatura Infantil) Paloma Muiña (Madrid, 1970) ha escrito una historia que, a partir de elementos muy sabidos (las señales del primer enamoramiento, el valor de la amistad, el misterio que siempre encierran los desvanes, la triste soledad de los ancianos, la nostalgia de los emigrantes por su país de origen, la sabiduría que transmiten las viejas historias o la cualidad de la imaginación para atajar ciertos problemas de la vida) logra superar los meros resortes a que obliga la intriga para dejar en el pequeño lector sugerencias más suaves, el dulce aliento de la chirimoya cerca de su piel, junto a un susurro (“Ñuca yaquirini”) que le haga volar “como el cóndor sobre el cráter nevado de un volcán”.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 11 de octubre de 2014)

sábado, 13 de septiembre de 2014

Vida de artistas

La perla del Greco
Lucía González Piquín
Ilustraciones de Goyo Rodríguez
Anaya. Madrid, 2014


          Entre los actos para conmemorar el cuarto centenario de la muerte de El Greco puede verse en el Museo del Prado una magnífica exposición en la que se muestra la influencia del artista cretense en la pintura moderna. La huella de Doménicos Theotocópoulos se puede rastrear en la obra de Manet, Cézanne, Modigliani y otros, pero es Pablo Picasso quien parece ser uno de los mayores deudores de su legado, como se ve reflejado en sus cuadros “Dos cabezas al estilo del Greco” o “Yo, el Greco”. De ahí que sea oportuno que la editorial Anaya, en su colección con la que pretende acercar “célebres personajes de la literatura, el arte o la historia” a los pequeños lectores, haya publicado este mismo año dos obras sobre estos dos grandes artistas.
          “La perla del Greco” es una historia en la que se cuenta cómo Diego, un niño huérfano que deambula por las calles de Toledo, tiene la suerte de conocer a un hombre que le ofrece trabajo como sirviente. Entre los cometidos que le asigna está el de recorrer las calles de Toledo para llevar y recibir encargos de los amigos de su señor, en especial del Greco, el famoso artista que pintó “El entierro del Conde Orgaz”. Con el tiempo, recomendado por su patrón, entrará a servir en casa del pintor, quien a la vez que le enseña las técnicas de su arte, le convierte en testigo de sus problemas económicos y, sobre todo, del proceso de creación del cuadro “Vista y plano de Toledo”, pintura en la que aparece un misterioso personaje que sujeta el plano de la ciudad. La autora (Lucía González Piquín, Oviedo, 1991) logra con este sencillo relato introducir al pequeño lector en el ambiente del Toledo del siglo XVII y hacer un ajustado retrato de la figura del Greco, además de aventurarse, recurriendo a la imaginación que toda ficción exige, a resolver el misterio de la identidad del joven que muestra el plano en esa obra del genial pintor. Las ilustraciones de Goyo Rodríguez son también un buen reflejo de la forma de pintar del Greco, con sus característicos personajes alargados, cierto hieratismo en las expresiones, una composición geométrica de las estampas y unos divertidos juegos pictóricos que seguramente serían muy del agrado de los surrealistas.
          En “Pablo Picasso y el cubismo” el profesor Rafael Jackson resume para los jóvenes lectores la vida del famoso pintor malagueño, centrándose en los episodios más relevantes de su biografía: las primeras clases con su padre, profesor de dibujo; su formación en Madrid y Barcelona; su decisión de trasladarse a París, donde el ambiente creativo de la ciudad, la variopinta gente de la calle y los artistas más significados del momento influyeron en su nueva concepción de la pintura (etapas azul y rosa); el descubrimiento del arte africano, que contribuyó a desarrollar su idea sobre el cubismo; la costumbre de recoger las cosas tiradas en la calle, que a Picasso le sirvieron para inventar la técnica del collage; el horror de la guerra civil plasmado en el gran cuadro Guernica. La acertada síntesis de la vida de Picasso se complementa perfectamente con las ilustraciones -algunas picasssianas- de María Espluga. Para niños a partir de 5 años, estos mismos autores han hecho una adaptación titulada “Mi primer libro sobre Picasso”.


(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 13 de septiembre de 2014)



martes, 26 de agosto de 2014

Centenario de Julio Cortázar

Cuentos completos
Julio Cortázar
Alfagura. Madrid, 1994 (2 vol.)


          Dos meses con la boca tocando tu boca de papel de carne de papel, con un dedo tocando el borde de la boca de tu libro, tus libros, todos los cuentos el cuento, empezando por La otra orilla, sintiendo “la ausencia de Sonny, presente en todas partes como son las ausencias”, tal vez perdido en el “Océano multiforme, de cabezas y senos henchido”, mientras voy nadando junto a Francis de Mesnil con “los delfines, tristes como una boca posada en un espejo”, sí tu boca y la mía, la misma boca que forma parte del Bestiario y “está mezclada con otras historias que uno agrega a base de olvidos menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos”, resbalando a la vez que Las babas del diablo se deslizan dentro de Las armas secretas donde la “Remington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven”, muda, sin atreverse a saber que “quizá contar sea como una respuesta”, “corriendo inmóvil con el tiempo” y mirar “porque es lo que nos arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía” de seguir inventando “fabricaciones irreales, imaginar excepciones” antes de que Charlie Parker diga o piense o toque, sí sólo toque con su boca en la boca de “esto lo estoy tocando mañana”, a pesar de que “yo empiezo a entender de los ojos para abajo, y cuanto más abajo mejor entiendo”, “viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo ¿te das cuenta?” sí, no, no sé, “cuando no se está demasiado seguro de nada, lo mejor es crearse deberes a manera de flotadores”, o bocas que tocar y que nos toquen al Final del juego, cuando uno se da cuenta de que “uno habla con vos y es como si al mismo tiempo estuviera solo, y a lo mejor es por eso que uno habla con vos como yo ahora”, también
para ser como vos, un axolotl y “abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente”, escuchando, no, tocando con mi boca las Historias de cronopios y famas, para “rellenar los huecos inevitables”, “nada más que para no sentir tan de cerca la lluvia de esta tarde vacía”, y avivar, a salivazos, Todos los fuegos el fuego hasta dejar las bocas y los ojos “tan ciegos como la sombra misma”, porque, en verdad, “lo único que vale la pena es que lo quieran a uno”, antes de pasar al Último round del segundo volumen, y a Octaedro para seguir tocando “la inútil necesaria retórica que no es consuelo ni mentira ni siquiera frases coherentes, un simple estar ahí, que es tanto”, tanta boca “que se me da soñando y despierto, que es un ahí sin asidero”
aunque sea para estar otra vez cerca de él cuando se muera
 como en aquella noche de octubre, los cuatro amigos, la fría lámpara
 colgando del cielo raso, la última inyección de coramina, el pecho
 desnudo y helado,los ojos abiertos que uno de nosotros le cerró llorando”
Alguien que anda por ahí pensando “lo que se piensa, eso llega siempre antes que uno mismo y lo deja tan atrás” porque “todo lo que se posee es la muerte porque anuncia la desposesión, organiza el vacío a venir”, como Un tal Lucas en sus meditaciones ecológicas aceptó tocar con su boca que “todo parece consistir en quedarse una y otra vez como estúpidos delante de una colina o una puesta de sol que son las cosas más repetidas imaginables”
que el lenguaje es un medio, como siempre, pero este medio
 es más que medio, es como mínimo tres cuartos”
“no se conocen límites a la imaginación
como no sean los del verbo”

Queremos tanto a Glenda que la tocamos, nos tocamos con “tanta sangre en los recuerdos que a veces uno se siente culpable de ponerles límites, de manearlos para que no nos inunden del todo”, mientras a Deshoras transgredimos “la verosimilitud en busca de una verdad más honda y más última”, para acabar pensando que “cuánta razón tiene Derrida cuando dice: No (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada. Ningún interés, de veras, porque buscar a Anabel en el fondo del tiempo es siempre caerme de nuevo en mí mismo, y es tan triste escribir sobre sí mismo aunque quiera seguir imaginándome que escribo sobre Anabel”. Tu boca. Y la mía.

sábado, 16 de agosto de 2014

Centenario de Platero

PLATERO Y YO
Juan Ramón Jiménez
Anaya. Madrid, 2014
Ilustraciones de Thomas Docherty


          En diciembre de 1914 se publicó la primera versión de “Platero y yo. Elegía andaluza”. Esta primera selección, que según Juan Ramón Jiménez fue “hecha por los editores”, constaba de 63 capítulos y estaba destinada a formar parte de una colección titulada Biblioteca de la Juventud para “Ediciones de la Lectura”. La edición completa de 1917, compuesta entre 1907 y 1916, está formada por 138 “estampas”, desde la titulada “Platero”, que se inicia con algunas de las palabras más famosas de la historia de la literatura (ya saben: “Platero es pequeño, peludo, suave...”), hasta la última “A Platero, en su tierra”, en la que el poeta se consuela ante la pérdida del “burrito de plata” con un emocionado “vengo a estar con tu muerte”.
          Así, entre la celebración de la belleza de la vida y el lamento por las circunstancias adversas, transcurre este texto en el que el propio Juan Ramón Jiménez expresa -en la previa “Advertencia a los hombres que lean este libro para niños”- que “la alegría y la pena son gemelas”. Lejos de la pretensión de escribir una fábula (“no temas que vaya yo nunca a hacerte héroe charlatán de una fabulilla”, le dice el autor a Platero), efectivamente las estampas se suceden en la expresión de una realidad revelada con sus luces y sus sombras. Del regreso a los lugares -reales o inventados, tanto da- de una infancia feliz, a menudo habitada por la maldad, el poeta va desgranando episodios que también podrían leerse como cuentos o historias independientes. Hay capítulos en los que eleva el sentimiento ante el espectáculo de “hermosura resplandeciente y eterna” (“Las brevas”, “¡Ángelus!”) y otros en los que una honda tristeza se hace eco de los sufrimientos cotidianos, de la crueldad de los hombres o del dolor de las pérdidas (“La carretilla”, “El perro sarnoso”, “La tísica”, “Lord” ). Pero también Juan Ramón es capaz de pintar, con el mismo dominio del lenguaje poético, en una misma lámina un fresco donde se suceda la feliz exaltación de los sentidos con el desasosiego que puede producirle una situación injusta o un niño desamparado (“El pan”, “Anochecer”).
          Como bien se sabe, el paisaje de Moguer, el de sus calles, sus casas y sus campos, es el de la infancia que en estas páginas recrea el poeta, pero también es el reflejo de un país en un momento de tránsito hacia una modernidad llena de incertidumbres. De ahí que la mirada de Juan Ramón esté nublada por una cierta melancolía al recordar un pasado que irremediablemente va a desaparecer, y que él sólo puede recuperar con palabras llenas de poesía, emoción y ternura. Esa memoria desde la que escribe el poeta, conecta, a través de un lenguaje pleno de imágenes deslumbrantes, con la propia memoria del lector, hasta el punto de reconocer que la belleza de la prosa poética es, más que una vía estética para leer con todos los sentidos, el camino más directo hacia el desvelamiento ético del texto.
          Entre las publicaciones que, con ocasión del Centenario de “Platero y yo” -el libro más editado y traducido de la lengua española, tras el Quijote-, se están llevando a cabo durante estos meses, presentamos aquí la de Anaya, una cuidada edición que contiene unas bellas y serenas ilustraciones de Thomas Docherty y un acertado prólogo a cargo de Juan Mata Anaya.


(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 16 de agosto de 2014)



sábado, 19 de julio de 2014

Un verano en el pueblo

VEINTISIETE ABUELOS SON DEMASIADOS
Raquel López
Anaya. Madrid, 2014
67 páginas


          Para un niño de ciudad -incluso para un adulto que se haya criado en ella- el pueblo representa un lugar que se haya al otro lado. Y no sólo un espacio en el que no habitamos, sino más aún significa un tiempo ya pasado, una época en la que, por definición, sólo podemos adentrarnos a tientas por un camino de sombras. En el imaginario urbano la vida rural se asocia con una posible realidad donde siempre tiene cabida lo extraordinario, aquello que, al alejarnos del cotidiano transcurrir de la ciudad, nos permite cambiar nuestra monótona mirada, explorar nuevas experiencias y asomarnos a ciertos abismos ya olvidados. El mundo rural es el territorio de nuestros antepasados, aquellos que a través de sus recuerdos -reales, transmitidos o inventados- han ido emitiendo el soplo cálido o frío que alienta nuestra imaginación, pero sobre todo es el paisaje de los cuentos que han contribuido a profundizar en ese lado oscuro que nos habita desde la infancia.
          De ahí que para Álex, el protagonista de “Veintisiete abuelos son demasiados” (galardonado con el Premio de Narrativa Infantil Vila D'Ibi 2013 y publicado en la Colección El duende verde de la editorial Anaya), el día en el que su madre le castiga con pasar las vacaciones de verano en el pueblo por haber suspendido inglés, se convierta en el mejor día de su vida. Pero ya en el pueblo - de “esos pequeños que no salen en los mapas”- a Álex se le presentan situaciones increíbles a las que siempre responde con la única frase que sabe decir de carrerilla en inglés: “I can't believe it”. Porque en verdad no puede creer que la piscina del pueblo esté vacía para que él pueda disfrutarla solito; o que a la puerta de la casa de su abuela haya una fila india de veintisiete abuelos; o que don Francisco, después de desayunar, le obligue a tomar dos tazas de chocolate mientras le va metiendo churros en la boca; o que un tal Facundo, personaje que parece venido del pasado, le haga ordeñar a la Galabra para que su abuela le haga un arroz con leche de cabra; o que doña Anita, la prehistórica maestra de su abuela, le cuente, a golpe de bastón para que no se distraiga, la rocambolesca historia del primer inglés que apareció por esas tierras, allá por el año 1691; o que su abuelo le despierte de madrugada para ir a recoger paja a lomos del burro Bartolo; o que Fermín le enseñe a trenzar pajas para hacer un sombrero; o que una vieja monstrua con guantes le amenace con una brocha si no le tiñe sus canas con una masa pringosa... Así hasta que comprende que han desaparecido todos los niños del pueblo y que debe encontrarlos para librarse de tanto abuelo.
          Sirviéndose de la narración en primera persona del niño que va contando la historia, Raquel López (Ulea, Murcia, 1968) utiliza un lenguaje coloquial muy apropiado para que disfruten de su lectura los pequeños a partir de ocho años, aquellos que después de leer este libro ameno y divertido no podrán más que desear tener un pueblo o dos o tres -de sus padres o de sus abuelos- donde poder pasar un verano en el “otro lado”, allí donde siempre suelen ocurrir las cosas importantes de la vida.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 19 de julio de 2014)