Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 10 de marzo de 2018

La necesidad del amparo



Djadi, el niño refugiado
Peter Härtling
Anaya, 2018


                
                  Las ficciones demasiado pegadas a la actualidad corren el riesgo de confundirse con cualquier historia real que acabamos de leer en el periódico, de manera que a menudo el lector se queda con la sensación de que estas novelas no añaden al entendimiento del mundo más que el número de páginas que nunca podrá alcanzar la prensa escrita. Así, algunos escritores perezosos, empeñados en perseguir ese juego literario que consiste en adelgazar hasta llegar a borrar totalmente la delgada línea que separa la ficción de la realidad, prescinden deliberadamente de cualquier sospecha de imaginación para pretender contar las cosas tal como son. Pero ya sabemos que las cosas nunca son como son, sino como las contamos que son, es decir, como nos inventamos que son. Y es precisamente esta suerte de figuración de la realidad la que salva a esta novela escrita desde la urgencia a la que parecen obligar las dramáticas noticias de la actualidad.
                Djadi es un niño de once años que, después de haber pasado una serie de penalidades al tener que cruzar en un mísero bote el Mediterráneo, ha llegado a Frankfort huyendo de la guerra de Siria. Es, por tanto, un refugiado, pero en realidad parece no existir para las autoridades alemanas, pues es considerado como un apátrida, un huérfano sin acompañantes o, como se dice en el frío argot administrativo, un MNA, un menor no acompañado. Hasta ahí la escueta –y conmovedora- noticia a la que tan acostumbrados nos tienen los telediarios, pero la originalidad de la propuesta de Peter Härtling (Alemania, 1933-1917) es rodear la historia del niño refugiado con los personajes de la peculiar casa que acabará por acoger al pequeño Djadi. No se trata del hogar habitado por la típica familia de acogida que normalmente se presta a amparar a los menores desprotegidos, sino de un piso compartido por tres parejas sin hijos: un trabajador social que conoció a Djadi en el centro de acogida para jóvenes, una psicóloga infantil, dos asesores fiscales y dos profesores jubilados, que son precisamente con los que el pequeño refugiado llega a trabar una relación más profunda. 
Peter Härtling
A partir de ahí se suceden los habituales problemas de adaptación al país de acogida, a su lengua, a una ciudad desconocida, al colegio donde debe escolarizarse, a las costumbres de su nueva familia, circunstancias que se agravan cuando siente el rechazo de cierta gente hacia los inmigrantes. Todo ello genera en el muchacho el normal miedo al desamparo, aún más sobrecogedor cuando su cabeza de vez en cuando se remueve con los dramáticos recuerdos del pasado que le ha tocado sufrir. A superarlos contribuye la especial relación que empieza a tener con Wladi, uno de los profesores jubilados con quienes va a pasar las vacaciones escolares a una isla.
                “Djadi, el niño refugiado” es una emocionante novela que habla sobre todo de la necesidad que tenemos de sentirnos amparados, condición que felizmente puede verse recompensada por ciertas personas que sienten también el deber moral de dar “refugio” al necesitado.  Sin embargo, que Peter Härtling sea un autor galardonado con los más importantes premios literarios de su país y sobradamente reconocido en el ámbito de la literatura infantil y juvenil, con obras tan celebradas como “Muletas” o “Ben quiere a Anna”, no convierte a esta obra en un clásico moderno para leer en el siglo XXI, como de forma un tanto pretenciosa anuncia la editorial.


(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 10 de marzo de 2018)


sábado, 10 de febrero de 2018

Los bolsillos del recuerdo y del olvido



Suerte de colibrí
Germán Machado
Edelvives, 2017


                En este libro se entrecruzan tres de los argumentos que suelen ser del agrado de los jóvenes lectores y que, por tanto, a menudo tienen en cuenta los escritores para incluirlos en las novelas destinadas expresamente para este sector del público. Por un lado, la relación que se establece entre un niño o un adolescente con un anciano, normalmente su abuelo o un extraño personaje del barrio o el pueblo, que va abriéndole los ojos a ciertas cosas importantes de la vida; por otro lado, la presencia de un animal más o menos desvalido que necesita de la atención del joven protagonista para sobrevivir; y por último, la repentina aparición de un íntimo cosquilleo, de esa desconocida sensación a la que los adultos llaman amor.
                Con estos tópicos Germán Machado –nacido en 1966 en Montevideo y afincado actualmente en Cataluña- ha escrito una deliciosa novela que nos habla de la maravilla de la reconciliación. En el patio de la casa de Roberto, un viejo que vive solo, únicamente rodeado de los recuerdos de su glorioso pasado como futbolista, aparece de pronto un colibrí que no puede levantar el vuelo y que, por tanto, no puede libar el néctar de las flores que necesita para sobrevivir. Al otro lado de la tapia del patio está Mateo, un adolescente que vive con su madre y que tiene prohibido hablar con el viejo desde que entre las dos familias ocurrió un desagradable suceso hace ya cinco años, un incidente que hizo que la buena vecindad fuera a parar a “los bolsillos del recuerdo y del olvido”. 
Ilustración de Gustavo Aimar
                    Sin embargo, un pequeño accidente del anciano en su patio hace que Mateo se vea en la necesidad de socorrerle y, de paso, de ayudarle a solucionar el problema de la alimentación del colibrí del que Roberto se ha hecho cargo. Así, los dos vecinos reanudan su relación gracias a la atención que deben prestar al pájaro desvalido, lo que también permite que Mateo se vaya enterando de los tristes episodios del pasado que han conducido a que Roberto se vea obligado a vivir en soledad. Al mismo tiempo, Mateo va contando por las redes sociales todo lo referente a la historia del colibrí, lo que están haciendo el viejo y él para alimentarle, sube sus fotos, etc., de manera que aumentan sus seguidores, pero también las pesadas bromas de un amigo que parece que no sólo quiere quitarle el protagonismo y el mérito, sino también entrometerse en la especial relación que tiene con Leonor, una amiga por la que siente algo más que la consabida amistad. 
                     Al final, un acontecimiento inesperado logrará que la reconciliación entre los vecinos, que en cierto modo se ha ido cosechando gracias al colibrí, se amplíe hacia otro ser muy querido por el viejo Roberto. De esta forma la sola presencia del ave más pequeña que existe, es capaz de restablecer unos lazos afectivos que se desunieron al verse enredados en antiguos rencores. Pero, al Igual que dos son las alas del pájaro, también se necesita que las dos partes implicadas se empeñen en alzar el vuelo de la amistad.
                Hay que señalar la presencia de modismos lingüísticos (vos, querés, sabés, etc.) propios del país de origen de Germán Machado, lo cual no sólo no supondrá ningún impedimento para que los jóvenes puedan disfrutar de su lectura, sino que más aún debería ser un motivo para poder conocer y apreciar las diferentes formas del castellano que se dan en otros países.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 10 de febrero de 2018)


sábado, 13 de enero de 2018

Mar de palabras


Zambullidas
Yolanda Izard
 Renacimiento. Sevilla, 2017



En la “Nota previa” con la que Yolanda Izard nos introduce en esta pequeña -por el espacio físico que ocupa no por la dimensión artística que representa- joya literaria, la autora afirma que a la minificción ya se la reconoce como “el cuarto género narrativo tras la novela, la novela corta y el relato” y que sus límites se difuminan con los del poema en prosa. Consecuente con ello, a estas microficciones no les quedaba más remedio que adquirir una naturaleza líquida, una suerte de cualidad que hiciera posible ese trasvase entre los géneros. Esta capacidad de hibridación que, en sus textos más afortunados, conduce a una cierta desfiguración de la narratividad para sumergirse de lleno en las profundidades de la expresión poética, lo consigue Yolanda Izard precisamente por medio de palabras escritas para poder fluir entre caudales tan próximos como –en aparente paradoja- difíciles de hacer concurrir.
Así, la identidad húmeda de este excelente libro cala en el lector que se atreva a zambullirse de lleno en unos textos que nos desasosiegan cuando un brazo se reposa sobre “las escamas húmedas de sus pechos”; que nos contagian la “alegría de tierra sembrada”; que nos transforman en un jardín acariciado por una mano de pétalos; que nos angustian al sentir el aleteo de una mosca en la garganta; que nos evocan la lectura de otros cuentos, Caperucita, Alicia, Adán y Eva; que nos inquietan ante la existencia de bebés fantasmas; que nos envuelven en “el sonido tibio de los propios pasos”; que nos escogen palabras para no perdernos “cuando la noche del alma”; que nos construyen una “ventana en medio de la calle”; que pueden hacernos llorar con “lágrimas rotas”, pero también reír “en medio del llanto”. 
Ilustración de Yolanda Izard

Cada “zambullida” posee su propia forma de ser contada, concebida para que el pequeño espacio que ocupa en el papel –y el breve tiempo que se tarda en leerlo- se ajuste como un guante al contenido de lo narrado (“Una frase de más y la mataría. Una palabra de menos y no sería verosímil”, se dice en uno de los cuentos). La habitual controversia entre la sorpresa de los finales inesperados o la incertidumbre que pueden suscitar los relatos abiertos, aquellos en los que parece que no pasa nada, se resuelve en lo que creo debe ser el propio territorio del cuento –de la microficción, en este caso-, que es el de ser capaces de provocar la emoción contenida en un espacio y un tiempo rigurosamente acotados. Es la revelación del misterio –aquel que habita en las pequeñas cosas-, el mismo que seguramente suspendía el ánimo de nuestros antepasados cuando alguien contaba un cuento alrededor de la lumbre. Esa especie de rapto emocional –el secuestro del lector mientras lee- es lo que consigue de forma magistral Yolanda Izard con este mar de palabras lleno de poesía, imaginación y belleza.
Con esta obra la autora da una vuelta de tuerca a sus anteriores libros narrativos. Si en “Paisajes para evitar la noche” (2003) se adentraba en el enigmático universo infantil para afrontar desde la imaginación la grave enfermedad de una madre, y en “La mirada atenta” (2003) buceaba en el más allá de la relación entre una joven y su madre, en “Zambullidas” se sirve también de su condición de poeta para –entre otras inmersiones- sumergirse aún más en el cenagoso ámbito de los vínculos familiares.
Sin apartarnos del pensamiento líquido esta obra cumple con el célebre postulado de Kafka según el cual “un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”. Estas microficcciones son esa hacha, pero también son las “olas heladas” de nuestra propia conciencia.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 13 de enero de 2018)


miércoles, 20 de diciembre de 2017

Reseña de Antonio Gutiérrez Turrión

          Esta es la reseña que sobre mi obra Ingenio lego ha publicado el escritor y profesor de literatura Antonio Gutiérrez Turrión en la Revista de Estudios Bejaranos. CEB. Nº XXI, diciembre 2017.


domingo, 17 de diciembre de 2017

La vida breve - Juan Carlos Onetti




            Las frases imposibles, los adjetivos desconcertantes en su precisión distraída, la palabra demorada tras la prosa lenta, no sorprenden al lector avezado y atento, que sigue con los ojos acariciando la línea, en una agonía feliz hasta el final del párrafo interminable. Y en este estilo, en su pausada forma, está también el fondo, indiferenciado, pues sólo la dilación puede dar espacio a la inmersión en la profundidad del hombre, al sosiego con que uno se ve espectador y preso de sus propias miserias.
Juan Carlos Onetti

sábado, 16 de diciembre de 2017

Entre la ciencia y la magia


Elio. Una historia animatográfica
Diego Arboleda y Raúl Sagospe
Anaya, 2017


En el vasto panorama de la literatura infantil y juvenil en español hay pocos autores tan originales, disparatados y divertidos como Diego Arboleda (escritor) y Raúl Sagospe (ilustrador). Si en “Papeles arrugados” (2012) nos sorprendían con la cantidad de historias entrelazadas a raíz de la misteriosa aparición de un monstruo en un balneario, en “Prohibido leer a Lewis Carroll” (Premio Lazarillo 2013) rendían un particular homenaje al personaje de Alicia y en “Los descazadores de especies perdidas” (2015) mezclaban ciencia y ecología para celebrar aquellos maravillosos años del vapor, en “Elio. Una historia animatográfica” (Anaya, 2017) introducen al lector en los tiempos en los que se inventó el cinematógrafo. Cada una de estas novelas tiene como marco un lugar y un período histórico determinados (la guerra civil española, el Nueva York de 1932, la Exposición Universal de París de 1867), que, sin embargo, suele ser desbaratado con incursiones en otros tiempos y espacios, ágiles vaivenes que logran dotar de tal dinamismo a la historia que es capaz de acelerar el corazón del lector más aletargado.
Esta “historia animatográfica” que ahora nos ocupa sigue la maestría trazada por sus dos autores en sus anteriores obras. Se inicia con un ambiente propio del viejo Dickens, en un orfanato (llamado pomposamente “Orfanato Triplántido de los Frailes de la Orden Romana de la Última Protección”), dirigido por un personaje (el prior “Priorini”) tan decididamente mezquino y cruel que resulta hasta ridículo. Allí ha ido a parar Elio, el joven protagonista de esta historia, después de haber perdido a sus padres cuando apenas contaba cuatro años. Elio sufre acromatopsia, un tipo de daltonismo que hace que vea todo en blanco y negro. Ese defecto, sin embargo, será lo que le salve de la vida miserable en el orfanato -donde los niños a duras penas son capaces de sobrevivir entre ratas y mendrugos de pan-, pues gracias a ello tiene la buena suerte de ser adoptado por una mujer (la siempre sonriente Jocunda) y su marido (el afamado Práxedes Boj), ilustre oftalmólogo empeñado en ponerle gafas a todo el mundo.
Taumatropo
A partir de entonces, Elio descubre el mundo de la ciencia, representado por su padre adoptivo, personaje aficionado a coleccionar artefactos ópticos con complicados nombres, como el praxinoscopio (una lámpara que al girar creaba dibujos animados), un visor de las fotografías en tres dimensiones o un taumatropo (un juguete óptico elaborado con un hilo y dos trozos de cartón). Pero Elio también descubre el mundo de la magia y de la fantasía, pues al lado de su casa está el Circo de Price, un lugar odiado por el oftalmólogo porque supone precisamente todo aquello que se aleja de su afán científico. A pesar de eso, el muchacho se encuentra en el tejado del edificio donde vive a los malabaristas, acróbatas y magos que actúan en el circo y, claro está, inmediatamente se siente atraído por la ilusión que despiertan las peripecias de tales artistas.
A partir de entonces transcurre una disparatada historia protagonizada por los estrafalarios personajes a los que nos tienen acostumbrados estos dos autores. Personajes reales o ficticios que sirven para ambientar aquel tiempo en el que varios inventores se disputaban el privilegio de ser el primero en lograr ver imágenes en movimiento. Por supuesto, los hermanos Lumière, considerados los creadores del cinematógrafo, pero también Louis Le Prince, que desapareció en extrañas circunstancias, y Lewis Rousby, que en 1896 presentó en Madrid el animatógrafo. Una divertida historia que celebra la invención del cine como un artefacto creado a medio camino entre el saber de la ciencia y la maravilla de la magia.


(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 16 de diciembre de 2017)


miércoles, 13 de diciembre de 2017

Presencia y ausencia de Cervantes en Béjar



Marcelo Matas de Álvaro

(Publicado en la Revista Estudios Bejaranos. Nº XXI. 2017)


“Uno es escribir como poeta, y otro como historiador: el poeta puede contar y cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna” (Quijote, II, 3)

Introducción
Si convenimos que tres son las vías que pueden llevarnos al conocimiento -fe, ciencia y arte-, no deberíamos descartar ninguna de ellas para tratar de indagar en ese misterio que, en sintonía con el hidalgo manchego que tanto los desvela, ha logrado secar el cerebro de la larga legión de preclaros y esforzados cervantistas. Se trata de dilucidar la ardua –donde las haya- cuestión de si en algún momento de su agitada vida don Miguel de Cervantes Saavedra visitó la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Béjar. Este interés, claro está, viene determinado por la dedicatoria de la primera parte del Quijote al duque de Béjar y por el poema de cabo roto incluido en los preliminares donde se le celebra como un “nuevo Alejandro Ma-” (Magno), honor que a los cervantistas asombra tanto como parece ser que no pasma a los gongoristas por la dignidad que hace a nuestro duque en las Soledades, ni a los lopistas por dedicarle el soneto CXXXI, ni a los estudiosos –si los hubiera- de Pedro Espinosa, Juan de Pineda o Cristóbal de Mesa por similares cortesías (Ignacio Díez, 2015; las referencias completas de las obras citadas se incluyen en el apéndice bibliográfico) 
Dedicatoria de la 1ª parte del Quijote
En fin, ateniéndonos a que el comenzar las cosas es tenerlas medio acabadas” (Quijote, II, 41), adentrémonos cuanto antes a tratar de desvelar el misterio de la presencia o ausencia de Cervantes en Béjar.

La vía de la fe
Por medio de la fe se alcanza la verdad revelada. Se trata de un don o privilegio que un dios concede a los devotos de su religión, institución que establece, generalmente en un texto sagrado, la doctrina y dogmas que incuestionablemente deben conocer, creer y practicar sus feligreses. Así, a la certeza de que Cervantes pisó alguna vez las calles de Béjar, sería lícito llegar por un “acto de fe”, a través de una creencia incuestionable e íntima, revelada por una supuesta religión –“Bejaranismo cervantiano”, o algo así- que postulara por medio de ínclitos sacerdotes tal dogma, pero, salvo que habiten aún las catacumbas, no veo yo por estos lares oficiantes, parroquianos, doctrina ni texto sagrado. Además, no habiendo libro que más lejos se halle de unas sagradas escrituras que el Quijote, nos amoldamos a que vale más buena esperanza que ruin posesión” (Quijote, II, 7), y seguimos adelante.

La vía de la ciencia
Según las más afamadas enciclopedias, la historia es la ciencia que tiene como objeto de estudio el pasado de la humanidad. Como tal, constituye la vía racional que debería ser capaz de demostrar, en el caso que nos ocupa, si Cervantes estuvo o no en Béjar. A ese conocimiento objetivo, veraz e imparcial se llega a través de una metodología de investigación propia de las ciencias sociales, como la consulta de fuentes documentales, la recopilación de datos, su análisis y valoración, la formulación y verificación de hipótesis, etc.
Con respecto a la vida de Cervantes, la mayoría de los biógrafos suele coincidir en la falta de referencias que permitan detallar de una manera absolutamente fiable su peripecia vital y, como consecuencia, poder alumbrar –lo que seguramente es más interesante- un perfil íntimo del escritor, la singular personalidad del hombre que creó la obra cumbre de la literatura universal. Así, el ilustre filólogo Américo Castro (1966) afirma que “la biografía de Cervantes está tan escasa de noticias como llena de sinuosidades”; el hispanista francés Jean Canavaggio (2004) se lamenta tanto del “silencio de los archivos”, que en un gesto de lucidez o desánimo admite que “la mayoría de las Vidas de Cervantes son relatos novelados”; el historiador de la Universidad de Salamanca Manuel Fernández Álvarez (2005) se lanza a hacer una biografía sobre Cervantes, a pesar de “que existen tantas dudas, tantos interrogantes a medio responder”. Se distancia, sin embargo, de este sentir general el filólogo Martín de Riquer (1980), quien afirma que “no escasean los datos documentales que permitan trazar la biografía de Cervantes”. 
Retrato de Cervantes. Espasa Hermanos. 1879

Al referirnos más en concreto al asunto que nos concierne, el filólogo y profesor Antonio Gutiérrez Turrión (2013) escribe que “no hay ninguna certeza de su presencia [de Cervantes] en la ciudad [Béjar] y la lógica indica que seguramente nunca pisó sus calles”. Igualmente la historiadora bejarana Carmen Cascón Matas (2010) manifiesta que “las sombras del tiempo no nos despejan las dudas de si Cervantes anduvo por las calles de Béjar. Ciertos autores lo niegan, pues no hay prueba documental que lo avale, aunque bien pudo ser que se acercara a la villa serrana para mostrar el borrador de su obra al duque”. Esta última apreciación es aprobada por el profesor y crítico literario Jordi Gracia (2016) al afirmar tajante que “sin duda uno de los primeros en recibir su ejemplar [del Quijote] habría de ser el duque de Béjar”. Aun así seguimos sin saber si el libro fue entregado por la propia mano del autor en la misma corte o tuvo a bien desplazarse a Béjar para cumplir tal propósito o se lo envió a donde estuviera el duque a través de un emisario.
Como se ve, todo está tan envuelto en tinieblas que uno es receloso de continuar adentrándose en este confuso bosque, plagado menos de hechos ciertos que de incertidumbres. Mas valiéndome de “la Ocasión” que me presta Jordi Gracia (2016) cuando exhorta a imaginar -“porque sin imaginación no hay biografía”-, decido “asilla por el copete” y seguir adelante para, partiendo de datos probados, seguir indagando en la resolución –o no- de nuestro misterio.
A partir de 1603 –en el verano de 1604 “su presencia está debidamente atestiguada en Valladolid” (Canavaggio, 2015)- Cervantes se asentó con su familia en la ciudad del Pisuerga, siguiendo las oportunidades que se ofrecían desde que Felipe III en 1601 decidiera trasladar allí su corte. La ciudad castellana se convirtió así en “la capital intelectual del reino” (Canavaggio, 2015), a la que enseguida arribaron escritores, pintores, escultores, etc., en busca de un noble que pudiera servirles de mecenazgo.La vinculación hacia un determinado protector –afirma Isabel Enciso Alonso-Muñumer (2008)- les proporcionaba una red clientelar y el beneficio de una pensión o algún dinero eventual; también, se convertía en un medio recíproco para adquirir honor y fama”. Se colige, por tanto, que en los cenáculos cortesanos y literarios de Valladolid bien pudiera Cervantes haber conocido al duque de Béjar, de quien, por otro lado, debía de tener cercanas referencias, teniendo en cuenta que la finca que el escritor habitaba en Valladolid pertenecía a Juan de las Navas, “hijo del gestor, secretario, mayordomo y lo que haga falta del duque de Béjar” (Gracia, 2016). Así, Cervantes, poniendo en práctica los propios versos de cabo roto que habría de plasmar en los preliminares del Quijote –“Y pues la espiriencia ense- / que el que a buen árbol se arri- / buena sombra le cobi-, / en Béjar tu buena estre- / un árbol real te ofre- / que da príncipes por fru-“- se arrimó al duque con ánimo de conseguir de éste las prebendas que emanan de un valedor de su alcurnia, quien –podemos imaginar sin riesgo a fantasear en demasía y tal vez contradiciendo la displicencia que algunos biógrafos le atribuyen hacia Cervantes- bien pudiera haberle invitado a visitar alguna de las haciendas que poseía en Béjar, en concreto la finca de recreo “El Bosque”. 
El Bosque (foto: Rubén Martín Bardera)

Como bien sabemos -sobre todo desde los impagables estudios que sobre este espacio les debemos a Urbano Domínguez Garrido y José Muñoz Domínguez (1994)-, “El Bosque” es una villa renacentista que, a la manera de las habidas en Italia, se erigía como un “ideal antiurbano para la aristocracia del momento, pero también como espacio para el aprendizaje de las artes, las letras y las habilidades cinegéticas” (Muñoz Domínguez, 2004). De esta manera, la inspiración humanista que caracterizaba a las villas italianas, donde se desplegaba el interés por el conocimiento y el gusto por las artes, también tuvo su reflejo en “El Bosque”. Así, entre la diversidad de actividades –artes plásticas, jardinería, recitación poética, teatro, música, canto coral, danza o naumaquias- que se llevaban a cabo en esta finca de recreo, es oportuno destacar aquí la relevancia de la poesía que, al celebrar las bondades de “El Bosque” por autores como Góngora o Cristóbal de Mesa, “convierten este lugar en un verdadero espacio poético” (Muñoz Domínguez, 2004).
De Cervantes, como ya hemos visto, no consta que acudiera a “El Bosque” para presenciar alguna representación teatral o participar en alguna de esas veladas poéticas, pero podemos imaginar que, siendo tan aficionado al teatro como a los torneos líricos –consta que “El 7 de mayo de 1595 resulta Cervantes vencedor en una justa poética organizada por los dominicos en Zaragoza” (Canavaggio, 2004)-, el autor del Quijote no dejara pasar la ocasión de acercarse a la villa bejarana.
De esta manera tenemos al menos tres datos que no hacen descabellado columbrar la idea de la presencia de Cervantes en Béjar. La relativa cercanía a su actual asentamiento en Valladolid, la necesidad de arrimarse al duque para que le prestara su mecenazgo y su gusto por participar en justas poéticas son circunstancias que además contaban con un espacio privilegiado –“El Bosque”- para hacerlas confluir. “Y diga cada uno lo que quisiere; que si por esto fuere reprehendido de los ignorantes, no seré castigado de los rigurosos” (Quijote, I, 15).

La vía del arte
                “El arte no se aventaja a la naturaleza, sino perfecciónala” (Quijote, II, 16). Valga aquí decir no sólo la naturaleza, sino los hechos reales del mundo que son objeto de la ciencia –las incertidumbres que como hemos visto nos ha dejado la investigación histórica-, los que trataremos de complementar asomándonos a lo que pueda aportarnos el arte para ir desbrozando la maraña que envuelve al misterio de la presencia o ausencia de Cervantes en Béjar.
                Afirma Jorge Wasenberg (2009) que “la ciencia es una forma de conocimiento. También la literatura. Todo lo que no es la realidad misma es ficción. Cualquier literatura, incluido el ensayo es, en rigor, una ficción de la realidad. La ciencia, cualquier ciencia, no lo es menos.” Igualmente, Martín de Riquer (1980) precisa que “son abundantes las alusiones autobiográficas que aparecen en varias obras de Cervantes, las cuales, aunque en ciertas ocasiones hay que considerarlas con cautela, nos ayudan a rehacer algunos momentos de su vida”. En la misma línea, Canavaggio (2004) manifiesta que “dos caminos suelen ofrecerse a quien intenta acercarse al vivir cervantino. O bien dedicarse a la consulta de documentos y archivos, cuyo laconismo deja inevitablemente frustrado al que no satisface con los pocos datos sacados de actas notariales y apuntes de cuentas, ajenos a la intimidad del escritor; o bien buscar esta intimidad en su obra, a riesgo de ceder a un espejismo: el testimonio de unas “fábulas mentirosas” que no han tenido nunca como fin el de llenar los vacíos de nuestra información”. Y añade que se da una “contaminación del relato con el vivir cervantino”, de manera que ciertas “ocurrencias, esparcidas a lo largo de las dos partes de la novela, remiten, de forma más bien velada, a la gravitación del escritor, a su vida privada, a su formación intelectual o a los varios ambientes que llegó a conocer”.
Grabado de Gustave Doré

Por ello, sin menoscabo de que otros hallazgos puedan darse en el ámbito científico y sin pretender la exhaustividad del “donoso escrutinio” que pretendemos, seguiremos algunas de las pistas que nos deja la obra cervantina para, rastreando en la ficción, no defraudar “el deseo de cumplir con lo que he prometido” (Quijote, II, 48).
                En Viaje del Parnaso, una obra narrativa en verso publicada en 1614 que cuenta el viaje al monte Parnaso de Cervantes y los mejores poetas españoles para librar una batalla alegórica contra los malos poetas, aparece un diálogo con Pancracio, donde éste le pregunta a don Miguel si ha compuesto alguna comedia, a lo que nuestro escritor responde “muchas”. Seguidamente cita, entre otras “dignas de alabanza”, la titulada El Bosque Amoroso. Esta obra, sin embargo, no se ha encontrado y, por tanto, no consta dentro de la producción cervantina, si bien Armando Cotarelo Valledor (1947) aventura que la comedia “que desapareció con el nombre de El bosque amoroso, es seguramente la que hoy tenemos con el título de La casa de los celos y selvas de Ardenia.” Pues bien, del sugerente título –para nuestro sacrificada y acaso estéril empresa- de “El Bosque” (eso sí, “Amoroso”) pasamos a otro bajo el cual se desarrolla una trama burlesca de enredo amoroso, de mitología caballeresca y pastoril, representada en un espacio arcádico donde, en un momento de la comedia “en el que la ficción se impone por completo a la realidad” (Ruiz Pérez, 1989), el texto dice que “han de haber comenzado a entrar por el patio Angélica, la bella, sobre un palafrén, embozada y la más ricamente vestida que ser pudiere; traen la rienda dos salvajes vestidos de yedra o de cáñamo teñido de verde” (Cervantes, Obra completa). En otras dos ocasiones –al menos- el motivo del salvaje vuelve a aparecer de forma expresa en la obra cervantina. Así, en el capítulo de las bodas de Camacho (Quijote, II, 20), delante de las dos hileras de ocho ninfas que entran en la sala donde se celebra la fiesta, se presentan “cuatro salvajes, todos vestidos de yedra y de cáñamo teñido de verde”, tirando del llamado Castillo del buen recato. Igualmente, en la aventura de Clavileño (Quijote, II, 41) entran por el jardín portando sobre sus hombros al gran caballo de madera “cuatro salvajes, vestidos de verde yedra”. Bien es cierto que el salvaje es un personaje típico de representaciones y mascaradas de la época, pero, siguiendo a Cusac Sánchez y Muñoz Domínguez (2011) –imprescindible su reveladora y amena obra al respecto-, quienes creen “fuera de toda duda el vínculo de los Hombres de Musgo con toda su parentela salvaje y milenaria”, podríamos pensar que no es inverosímil la posibilidad de que tal vez Cervantes conociera de primera mano la “costumbre inmemorial” de los Hombres de Musgo, es decir, que pudiera acudir en Béjar a alguna de las procesiones del Corpus en las que participaban -constatadas documentalmente a partir de 1577- o a los festejos y representaciones que seguramente se celebraban en “El Bosque”. 
Palacio Ducal de Béjar
                Sin ceder en nuestro –acaso- insensato empeño, pues “es de cosa manifiesta / que no es de estima lo que poco cuesta” (Quijote, I, 43), dejamos a un lado el episodio del Caballero del Bosque (Quijote, II, 12) –de nuevo un vocablo harto provocativo para nuestros intereses- y nos adentramos en la divertida Aventura de los batanes (Quijote, I, 20). En este capítulo don Quijote y Sancho entran ya de noche “entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un temeroso y manso ruido, de manera que la soledad, el sitio, la escuridad, el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo causaba terror y espanto”. De seguido, amo y criado se enredan en un diálogo que expresa el valeroso ánimo de uno y el conmovido temor del otro, quien decide –para entretener la noche hasta la llegada del alba- contar la historia de la pastora Torralba de manera tan reiterativa que sólo hacía avanzar el desespero que causaba a su señor. Al amanecer, “habiendo andado una buena pieza por entre aquellos castaños, dieron en un pradecillo que al pie de unas altas peñas se hacía, de las cuales se precipitaba un grandísimo golpe de agua”, siguieron el estruendo que no paraba de golpear entre unas casas en ruinas y dieron a parar a la causa de “aquel horrísono y para ellos espantable ruido que tan suspensos y medrosos toda la noche los había tenido. Y eran (si no lo has, ¡oh, lector!, por pesadumbre y enojo) seis mazos de batán, que con sus alternativos golpes aquel estruendo formaban”. Como consecuencia de la aventura frustrada, un don Quijote “corrido” y un Sancho burlón siguieron hasta el final del capítulo en animada y divertida plática. Hasta aquí el resumen del episodio, donde para beneficio de nuestra porfía aparecen en su ambiente castaños, altas peñas y, sobre todo, el batán, elementos de la naturaleza y de la industria que tan propios son de las tierras bejaranas. El batán se describe – sin ir más lejos, en la nota a pie de página que consta en la edición del “IV Centenario” (2004)- como “máquina movida por forma hidráulica, provista de unos mazos que golpean tejidos o pieles para desengrasarlos o enfurtirlos”. Como se ve, nos suena –además del propio ruido que hace- este artilugio mecánico como un elemento particular de la industria textil bejarana, que ya se había instalado en la ciudad en tiempos de Cervantes. A este respecto apuntan Alberto Bravo Martín y Carmen Cascón Matas (2013) que “en el siglo XVI la Casa Ducal se había inmiscuido en la trayectoria textil con la construcción de un batán, un lavadero y un tinte”.
                Igualmente y como es bien sabido, muchos de los episodios incluidos en la Segunda parte del Quijote (del capítulo 30 al 57) relatan lo acontecido entre los duques y el caballero andante y su escudero. Además de expresar el hondo conocimiento que Cervantes tenía de la relajada vida en la que en ocasiones se solazaba la nobleza, no sería muy descabellado lanzar la hipótesis de que este duque del Quijote pudiera ser un trasunto del duque de Béjar, a quien –por desquite al no haber obtenido de su “buen árbol” el cobijo de su “buena sombra” a la que procuró arrimarse al dedicarle la Primera parte de la obra- caricaturizó en tantas chanzas que pretendían mofarse de don Quijote y Sancho, que hasta el propio Cide Hamete arremete contra ellos al decir que “tiene para sí ser tan locos los burladores como los burlados y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos” (Quijote, II, 50). A esta idea de que tal duque fuera un remedo –en la acepción grotesca del término- del noble de Béjar, pueden añadirse algunos datos que abonen nuestro ofuscado empeño por situar la trama quijotesca en tierras bejaranas. En el capítulo en que don Quijote y Sancho se encuentran con una “bella cazadora”, ésta los invita “a servirse de mí y del duque mi marido, en una casa de placer que aquí tenemos” (Quijote, II, 30), vocablo –“de placer”- que en una nota a pie de página de la edición del “IV Centenario” (2004) equivale a “de recreo”, lo cual no puede por menos que evocar en nuestra arrebatada mente la villa de “El Bosque”. Más adelante, cuando se relata la caza de montería, se dice que “llegaron a un bosque que entre dos altísimas montañas estaba” (Quijote, II, 34), donde sucede la caza del jabalí y la divertida escena de Sancho pendiendo de una “encina”. Todo el capítulo sigue con continuas alusiones al “bosque” donde los duques, sus invitados y su séquito se encontraban. En el episodio en que por fin Sancho toma posesión de la ínsula tantas veces prometida por su señor, se dice que el escudero llegó a “las puertas de la villa, que era cercada” –“amurallada”, aclara la nota a pie de página- (Quijote, II, 45). De nuevo, nuestro magín se desborda de ilusión con palabras tan “bejaranas” como puerta de la villa o murallas. 
Murallas de Béjar

                Aun así, todos los elementos hallados en este incompleto rastreo por la obra cervantina –bosques (amorosos o no), salvajes vestidos de verde yedra, altas peñas, castaños, encinas, casa de placer o recreo, duque burlado, montañas, puerta de la villa, murallas y batanes- , tomados de uno en uno o en conjunto, no animan a lanzar las campanas al vuelo en este aventurado afán de tratar de aclarar si Cervantes estuvo o no en Béjar. Sobre todo porque tanto las singularidades de la orografía, como las distintas tradiciones y costumbres, los elementos de la naturaleza, de la villa y hasta la existencia del propio duque –“desde Pellicer la crítica ha identificado, aunque nunca con seguridad, a estos duques (…) con los duques de Luna y de Villahermosa”, afirmación de J.J. Allen recogida por Ángel Basanta en una nota a pie de página de una edición propia del Quijote (2015)- pueden ser comunes a cualquier otro lugar de la geografía hispana.  
Por ello, cuidándonos de que “el que busca lo imposible, es justo que lo posible se le niegue” (Quijote, I, 33), y ateniéndonos a la cautela a la que se refería más arriba Martín de Riquer, similar advertencia a la que nos hace Antonio Gutiérrez Turrión (2013) –“En todo caso, las conjeturas deben hacerse desde la cautela y la prudencia. Variadas interpretaciones hacen referencia a la posible intención de reflejar paisajes bejaranos en alguno de sus capítulos. Todo queda en el mundo de las conjeturas y de los deseos”-, igualmente apoyada por la reflexión de Cusac Sánchez y Muñoz Domínguez (2011) –”Sugerente y verosímil, aunque poco fundamentada, es la opinión de Agustín Jiménez, según la cual el palacio renacentista de “El Bosque” albergaría buena parte de los episodios sucedidos en la segunda parte del Quijote”-, podría enterrar aquí mi desventurada empresa y despedirme con un “Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos” (Prólogo a Los trabajos de Persiles y Sigismunda).

Monumento a Cervantes en Béjar


Conclusión
                Y sin embargo, aunque alejada de mí “la tozudez de querer bejaranizar a Cervantes” (José Antonio Sánchez Paso, 2011), todavía podemos acudir a la única prueba irrefutable que debemos aportar para alumbrar de manera definitiva el misterio. Ya que no podemos constatar empíricamente la pertinente objetividad de los hechos ni confiar de forma plena en las pistas que pueda darnos la obra cervantina -y obviando, claro está, que a algunos la vía de la fe pueda salvarles de la duda-, proponemos acudir a “la imaginación del novelista” (Gracia, 2016).
                Ingenio lego (2016), que “a no ser mía, me pareciera digna de alabanza” (Viaje del Parnaso), es un cuento que juega con la identidad del autor del Quijote. A modo de largo monólogo, privada confesión o testamento, don Alonso López de Zúñiga y Sotomayor, duque de Béjar, cuenta cómo, después de conocer a Cervantes en la corte de Valladolid, invita al escritor a visitar la villa de recreo de “El Bosque”, el idílico lugar donde se “hacía paraíso en carne y hueso” esa Arcadia perdida y soñada en las novelas pastoriles, como La Galatea cervantina, obra que con más tibieza que entusiasmo ya había leído el duque. No sólo en otoño Cervantes se acerca a la finca de aire renacentista, sino que al escritor le parece que todo “era maravilla”, de forma que en sus paseos por los jardines y el estanque “se hallaba henchido de vida”. Con la voluntad de celebrar la onomástica de su invitado, el duque ordena iluminar “el estrado con camelias para que asimismo don Miguel de Cervantes recitara versos nacidos de su propia pluma”.  Al final, unas significativas estrofas de La Galatea y la réplica de un soneto escrito por el duque, dejan en el ánimo del lector un dato más sobre la verdadera –o confusa- autoría del Quijote.
Como se ve, el autor esgrime –también a su capricho baraja y manosea- algunos de los elementos biográficos y literarios que han ido apareciendo en este artículo, de manera que se concierten para tratar de merecer la verosimilitud que a toda obra de ficción se exige –la “verdad de las mentiras”, que diría Vargas Llosa- y atreverse así a poner lo suyo en concejo, donde “unos dirán que es blanco y otros que es negro” (Quijote, II, 36). De ahí que no sea posible la disyuntiva de la presencia o la ausencia de Cervantes en Béjar, ni mucho menos discernir sobre ella, sino, soslayando la aparente paradoja, asumir de una vez por todas la conjunción de los contrarios, pues si su ausencia brilla en los documentos con luz propia, la presencia de Cervantes en Béjar es incuestionable, como lo es la del propio don Quijote cabalgando junto a su escudero por los caminos de la Mancha.
Así, volviendo a destacar la cita que encabeza este artículo, “el poeta –valga decir, el novelista- puede contar y cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser” (Quijote, II, 3). Vale.
 
Monumento a Don Quijote y Sancho delante del Teatro Cervantes de Béjar

Bibliografía
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