Seguiré revoloteando por las bibliotecas y mi sombra será siempre de
luz. No os
preocupéis.
Bien pudiera haberme puesto uno de
aquellos disfraces con los que pretendía asustar el viejo fantasma de
Canterville, el de Rubén el Rojo o el niño estrangulado, el de Gibeón el Flaco
o el vampiro del páramo de Bexley, el de Ruperto el Temerario o el conde sin
cabeza, por nombrar sólo algunos, o incluso haber jugado a los bolos con mis
propios huesos sobre la arena del desierto, pero carezco del entusiasmo
ególatra del verdadero artista, de manera que mi amarga sonrisa apenas me sirve
para desempeñar el papel de mí mismo.
Así, no encontrando en mis recuerdos
el espacio ni el tiempo para situar lo que me está pasando, decidí vagar por
las bibliotecas del mundo para buscar en los libros la razón de la sinrazón en
la que me encuentro. Sobre las cualidades de mi extraña condición aprendí de
esa multitud de seres fantásticos que habitan todas las mitologías del mundo, de la cantidad de genios,
guls, hechiceros y magos que desfilan por los maravillosos cuentos de las Mil y
una noches, del trágico y vengativo fantasma del rey
Hamlet, de los relatos sobrenaturales de Maupassant, Lovecraft o Poe, de las
dobles personalidades de Stevenson, de los cuentos para todos los públicos de
Andersen y los hermanos Grimm, de las famosas vueltas de tuerca de Henry James,
de las narraciones japonesas de Lafcadio Hearn, de los fantasmas navideños que
se le aparecen al viejo Scrooge, incluso del encantamiento de Don Quijote en la
Cueva de Montesinos o de las leyendas románticas de Bécquer, por citar sólo
algunos de los más destacados del panorama literario.
En mi periplo por las bibliotecas del
mundo, he tenido la oportunidad de visitar las más renombradas, como, entre
otras, la laberíntica de la Abadía Santa María Laach en Alemania, la clásica
del Trinity College en Dublín, la monumental de la Abadía de Admont en Austria, la Palafoxiana, considerada la más
antigua de América, en México, la llamada Catedral de los libros en Baltimore,
la vanguardista de Stuttgart o la histórica Joanina de Coimbra, de donde tuve
que huir antes de que acabara conmigo la colonia de murciélagos que sale cada
noche de sus nidos, ocultos entre la decoración rococó, para eliminar los
insectos que por el día se hayan colado en el recinto.
De todo lo visto y leído he ido
aprendiendo cada vez más sobre la humanidad, sobre sus grandezas y sus
miserias, especialmente sobre la discreta, extraña bondad de ciertos seres en
medio de la depredadora vorágine del mundo, pero al mismo tiempo no he logrado
más que irme hundiendo poco a poco en la insondable ignorancia de mí mismo.
Hasta que he aparecido, llevado por
los misteriosos vientos que dan alas a mi condición, en esta humilde biblioteca
del desierto donde, a pesar de todas las inclemencias, ha logrado crecer un
jardín de palabras y flores. En la sala de lectura, las modestas estanterías
albergan libros que cuentan historias de luces y sombras. En el patio, las
flores y las plantas también escuchan los relatos que los mayores cuentan a los
niños.
Esta tarde, en ese preciso momento en
el que por el horizonte el sol cae hasta fundirse con la arena del desierto,
una mujer que, por su belleza e inteligencia, me figuro es la misma narradora
de las legendarias Mil y una noches, cuenta una original historia donde relata,
con las palabras más bellas del mundo, los azares de mi propia vida y la
maravilla de que mi espectro seguirá revoloteando sin fin por las bibliotecas
del desierto, regando con mi sombra imaginada todas las historias de luz.
Y de repente en el jardín se posa la
Vanesa de los cardos, la mariposa del África subsahariana que se ha parado a
descansar en su larga migración de 14.000 kilómetros para de paso escuchar el
cuento de mi vida. Nos miramos con la complicidad de quienes comparten un
secreto, antes incluso de que la imaginada Scheherezade empezara a contar
nuestra vieja historia: “Aquel día tuvo dos noches…”
(Publicado en la web de Sáhara Bubisher en julio de 2024)
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