Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

sábado, 21 de mayo de 2016

La niña que vino del mar


Alma y la isla
Mónica Rodríguez
Anaya, 2016


          Toda ficción tiene como referencia la realidad, y no sólo para dejar constancia notarial de lo que sucede, sino más aún para recrearla, cuestionarla o falsearla. Igualmente suele asegurarse que para que se pueda hacer una verdadera obra de creación, debe darse una cierta distancia temporal con los hechos referidos, de manera que si uno quiere novelar un acontecimiento actual que se prevé histórico o un suceso real que ha vivido en primera persona, debe dejarlo enfriar y alejarse de él el tiempo prudencial para que su poso pueda alumbrar -aunque parezca paradójico- con más veracidad aquello que se quiere contar.
          Ese es el riesgo, el de sortear el peligro de hacer una ficción demasiado pegada a la realidad, que ha sabido sortear con acierto Mónica Rodríguez (Oviedo, 1969) con su novela “Alma y la isla”, (XIII Premio Anaya de Literatura Infantil y Juvenil). En ella se adentra en el espinoso tema de la emigración para contarnos la historia de Alma, una niña que ha estado a punto de morir ahogada al volcarse la barca con la que trataba de llegar junto a su familia a una isla. En esa isla los pescadores están habituados a rescatar del mar a los emigrantes que tienen la mala suerte de naufragar antes de llegar a su destino. A algunos de ellos el mar los devuelve ahogados y a otros tan empapados que no paran de tiritar de frío cuando son acogidos por la gente 
y llevados al centro de salvamento. Entre estos últimos está Suleman, que, por ser menor al llegar a la isla, no pudo ser devuelto a su país de origen. Cuando fue encontrado, Suleman le regaló a Otto un amuleto, un pedazo de cuero que llevaba colgado del cuello. Ahora el padre de Otto ha rescatado del mar a una niña a quien ha llamado Alma y que ha llevado a vivir con la familia. Todos están encantados con Alma, con el color de su piel, con sus ojos blancos y asustados y los bucles que le caen por las mejillas, pero Otto se siente como un príncipe destronado, porque, para empezar, ahora él tiene que dormir con su abuela mientras ella ha ocupado su cuarto y su cama. La niña tampoco parece encontrarse muy bien, pues hace cosas raras, como esconderse debajo de la mesa o ponerse de repente a romper los dibujos de Otto. Hasta que éste se da cuenta de que ella no tiene el amuleto que llevaba en el cuello cuando llegó a la casa y se le ocurre entregarle el que un día le había regalado Suleman. A partir de entonces, el amuleto se convierte en un elemento mágico que ayudará a Otto a entender a Alma, a saber de su país de origen y de las razones del viaje hasta la isla, pero sobre todo le servirá como un hilo invisible que tendrá el poder de unir a los dos amigos para siempre.
          Esta preciosa historia nos presenta el valor de la ficción, aquel que nos enseña que a través de lo inventado podemos conocer mejor una realidad a la que no logramos acceder del todo sólo con las noticias presentadas en los telediarios. El lenguaje limpio, suave, plagado de imágenes poéticas, también contribuye a esquivar el riesgo de caer en una moralina a la que pueden prestarse las tramas con un trasfondo social. Igualmente, la expresividad lírica de las ilustraciones de Ester García dan el tono emotivo que requiere la historia de la niña que vino del mar.

(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 21 de mayo de 2016)






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