INVISIBLE
Paul Auster
Editorial Anagrama,
2009
282 páginas
Es posible que “Invisible” sea la
novela más austeriana de Paul Auster. El autor norteamericano –Premio Príncipe
de Asturias de las Letras en 2006- de nuevo crea uno de esos artificios literarios
a los que nos tiene tan acostumbrados, donde la metaficción y el azar se
entrelazan con un lenguaje de frases precisas, funcionales en la compleja trama
que se desliza bajo nuestros ojos veloces.
Aparecen algunas de las claves que
ya están en otras de sus novelas: la cuestión de la identidad de los personajes
entendida como atributo pasajero –a través del tiempo- e intercambiable –a
través de los otros-, movida y traspasada por los diversos azares que son la
realidad misma, que la conforman (“Nada es real excepto el azar” se dice en la
novela “Ciudad de cristal”) y deforman; los personajes siempre en crisis
–enfermos, divorciados, huérfanos, desubicados en la vida-, que a menudo se ven
obligados a enfrentarse a situaciones límite –un asesinato, una enfermedad
terminal, el tabú del incesto, la ineludible necesidad de la venganza- desde un
convencimiento moral, a veces ajeno a lo que exigen las más enraizadas convenciones
sociales; las referencias a la realidad –las convulsiones políticas de los años
60- y a otras obras literarias –Dante, Melville, Milton…Vila-Matas-; la
asombrosa capacidad de inventar una trama que agarra al lector por la solapa y
no lo suelta hasta el final, donde uno llega con el corazón saliéndose por la
boca con la contradictoria pulsión de querer terminar de leer y a la vez desear
no acabar nunca.
Todo esto deleitará a sus múltiples
lectores, que en ello reconocerán las razones de la admiración que le profesan,
pero Auster va más allá, dando una nueva vuelta de tuerca -sobre todo en la
estructura que da la forma a la novela-, no para fijar más lo atornillado, sino
para trasroscar la tuerca definitivamente y dejarla para siempre bailando. Precisamente
“Otra vuelta de tuerca” de Henry James –autor al que no por casualidad se
refiere en el texto- nos enseñó hace ya muchos años a jugar con los puntos de
vista, que es el mecanismo por el que esta novela se convierte en una obra de
arte. La primera parte se narra en primera persona por Adam Walker –un probable
trasunto de Auster, dadas las similitudes de sus respectivas biografías-. La
segunda parte también la escribe Walker, pero en segunda persona, aconsejado
por el narrador-recopilador del libro que estamos leyendo, que a su vez utiliza
el viejo truco –desde Cervantes, tan admirado por Auster- del manuscrito
hallado, en este caso enviado por otro. La tercera parte la reescribe en
tercera persona el narrador, partiendo de unos “apuntes cifrados en Morse”. Y
la cuarta parte, casi a modo de estrambote, acaba con un diario de un personaje
aparentemente secundario de la historia.
Esta sucesión de puntos de vista que se interponen entre el narrador y el
lector contribuye a que se cuente cómo se cuenta lo que se cuenta, es decir, a
continuar explorando el laberinto de la metaficción haciendo vivir al lector
dentro de la propia historia, pues leer a Paul Auster es precisamente
adentrarse, introducirse –desde la celebrada “Trilogía de Nueva York”- de lleno
en un intrincado mundo de laberintos y espejos, de vigilancias y persecuciones,
de amores y traiciones, de sexo y de violencia, de oscuridad, de mirada y
misterio. Un mundo construido de palabras -¡cómo si no, tratándose de una obra
literaria!-, pero de palabras pensadas, creadas y dichas para ser nuevas.
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