Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

miércoles, 25 de julio de 2012

La realidad del azar


INVISIBLE
Paul Auster
Editorial Anagrama, 2009
282 páginas


            Es posible que “Invisible” sea la novela más austeriana de Paul Auster. El autor norteamericano –Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2006- de nuevo crea uno de esos artificios literarios a los que nos tiene tan acostumbrados, donde la metaficción y el azar se entrelazan con un lenguaje de frases precisas, funcionales en la compleja trama que se desliza bajo nuestros ojos veloces.

            Aparecen algunas de las claves que ya están en otras de sus novelas: la cuestión de la identidad de los personajes entendida como atributo pasajero –a través del tiempo- e intercambiable –a través de los otros-, movida y traspasada por los diversos azares que son la realidad misma, que la conforman (“Nada es real excepto el azar” se dice en la novela “Ciudad de cristal”) y deforman; los personajes siempre en crisis –enfermos, divorciados, huérfanos, desubicados en la vida-, que a menudo se ven obligados a enfrentarse a situaciones límite –un asesinato, una enfermedad terminal, el tabú del incesto, la ineludible necesidad de la venganza- desde un convencimiento moral, a veces ajeno a lo que exigen las más enraizadas convenciones sociales; las referencias a la realidad –las convulsiones políticas de los años 60- y a otras obras literarias –Dante, Melville, Milton…Vila-Matas-; la asombrosa capacidad de inventar una trama que agarra al lector por la solapa y no lo suelta hasta el final, donde uno llega con el corazón saliéndose por la boca con la contradictoria pulsión de querer terminar de leer y a la vez desear no acabar nunca.

            Todo esto deleitará a sus múltiples lectores, que en ello reconocerán las razones de la admiración que le profesan, pero Auster va más allá, dando una nueva vuelta de tuerca -sobre todo en la estructura que da la forma a la novela-, no para fijar más lo atornillado, sino para trasroscar la tuerca definitivamente y dejarla para siempre bailando. Precisamente “Otra vuelta de tuerca” de Henry James –autor al que no por casualidad se refiere en el texto- nos enseñó hace ya muchos años a jugar con los puntos de vista, que es el mecanismo por el que esta novela se convierte en una obra de arte. La primera parte se narra en primera persona por Adam Walker –un probable trasunto de Auster, dadas las similitudes de sus respectivas biografías-. La segunda parte también la escribe Walker, pero en segunda persona, aconsejado por el narrador-recopilador del libro que estamos leyendo, que a su vez utiliza el viejo truco –desde Cervantes, tan admirado por Auster- del manuscrito hallado, en este caso enviado por otro. La tercera parte la reescribe en tercera persona el narrador, partiendo de unos “apuntes cifrados en Morse”. Y la cuarta parte, casi a modo de estrambote, acaba con un diario de un personaje aparentemente secundario de la historia.

Esta sucesión de puntos de vista que se interponen entre el narrador y el lector contribuye a que se cuente cómo se cuenta lo que se cuenta, es decir, a continuar explorando el laberinto de la metaficción haciendo vivir al lector dentro de la propia historia, pues leer a Paul Auster es precisamente adentrarse, introducirse –desde la celebrada “Trilogía de Nueva York”- de lleno en un intrincado mundo de laberintos y espejos, de vigilancias y persecuciones, de amores y traiciones, de sexo y de violencia, de oscuridad, de mirada y misterio. Un mundo construido de palabras -¡cómo si no, tratándose de una obra literaria!-, pero de palabras pensadas, creadas y dichas para ser nuevas.


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