La balada de los unicornios
Ledicia Costas
Anaya, 2018
Hay
que agradecer a Ledicia Costas (Vigo, 1979) su tendencia a alejarse de la moda
de edulcorar las historias destinadas al público infantil y juvenil. Ya en su
novela Escarlatina, la cocinera cadáver (Anaya,
2015) tuvo la osadía de contar que un niño recibe, como regalo de cumpleaños,
un paquete enviado por el “Servicio de paquetería del Inframundo” que contenía
un ataúd con un cadáver en su interior. La difunta era Escarlatina, una
cocinera muerta hacía muchos años que, para mayor sorpresa, venía desmontada en
piezas que el niño debía unir siguiendo las instrucciones que acompañaban al
curioso paquete regalo. El humor negro que destilaba aquella disparatada
historia seguro que hizo pasar un buen rato a muchos jóvenes lectores. Siguiendo
las huellas del mismo personaje, ha publicado este otoño Los archivos secretos de Escarlatina (Anaya), un álbum ilustrado
–con macabras imágenes realizadas por Víctor Rivas- donde aparece el periódico
“Escalofríos del más allá”, una nutrida “Galería de ánimas, espectros y
leyendas urbanas”, la tétrica programación de la televisión del inframundo,
unas “ideas geniales para una tarde terrorífica” o las instrucciones para “El
juego de la oca fúnebre”. Sin duda este tipo de historias e imágenes
truculentas es del agrado de muchos lectores que se sienten atraídos por lo
horrendo, macabro y luctuoso. De Ahí el éxito que actualmente tienen las
adaptaciones “zombies” de algunos relatos clásicos.
Sin
embargo, en La balada de los unicornios –la
obra que ahora nos presenta Ledicia Costas y que ha recibido el Premio
Lazarillo de Creación Literaria- este gusto por lo escatológico se le va de las
manos. Es una novela de aventuras con tanta fantasía gratuita y tantos
episodios truculentos, que hay que estar muy entregado a este tipo de historias
para que el libro no se te caiga de las manos por inverosímil. Ya no es sólo
que a la protagonista su abuela malvada le sacara los ojos porque con ellos
podía adivinar el futuro ni que, para solucionar el problema, su abuelo le
construyera unos ojos nuevos con una maquinaria dentada. Tampoco porque el
abuelo sea un ermitaño que vive en la cabeza de un gigante que tiene 20
kilómetros de diámetro. Ni que en La Ciudad de los Perros sus cánidos habitantes
paseen por las calles a humanos atados con correas. O que Jack el Destripador
tenga afición a rebanar el cuello de las prostitutas y a sembrar el pánico en
los callejones oscuros con el siniestro cántico de “Que asomen los intestinos,
quiero ver tu hígado, quiero tus riñones, también tu corazón”. Tampoco que al
ermitaño le guste alimentarse con los coleópteros mecánicos que habitan en la
Cueva de los Escarabajos. Ni, en fin, que por doquier asedien arañas mecánicas
o que el personaje malvado sea en realidad un cuervo. Es que todo ello unido no
hace más que extraviar al lector en un rosario de sucesos delirantes,
ensartados por una autora que en cada argumento sólo parece querer huir un poco
más de lo políticamente correcto.
Cuando en un
solo texto se pretende congeniar las artes mágicas de Harry Potter –en una
Escuela de Artefactos y Oficios que vagamente parece emular al Colegio Howarts
de Magia y Hechicería-, el disparatado experimento del Dr. Frankenstein –volver
un cadáver a la vida por medio de artilugios mecánicos- o las fantásticas
peripecias de Alicia, mezclado todo ello con elementos de la novela gótica, ocurrencias
para un mundo futuro o la sucesión de aventuras sin fin, la abultada receta –procedimiento
al que es tan aficionada la autora- puede ser indigesta para el común de los
mortales.
(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 26 de enero de 2019)
No hay comentarios:
Publicar un comentario