Marcelo Matas de Álvaro
(Publicado en la Revista de Estudios Bejaranos. Nº XXII. 2018)
Portada de la Revista |
“Diríase que las ciudades no están del todo
acabadas,
al
menos en la memoria colectiva,
hasta que no son colonizadas imaginariamente
por algún escritor”
(Luis Landero)
Muchos escritores ambientan sus novelas en territorios imaginarios que
coinciden con una delimitación geográfica concreta. Seguramente deciden cambiar
el topónimo oficial del lugar donde se desarrolla la trama con el fin de
disponer de más libertad para manejar a su antojo los diferentes puntos de ese
espacio. También, al renunciar al nombre real, se puede pretender una
universalización del ámbito geográfico al que el escritor se refiere. Algunos
críticos literarios han ido más allá y han definido esta idea –tal vez de una
forma un tanto ampulosa- como la creación de un espacio mítico donde el autor pueda
desplegar todo su mundo literario. Así, William Faulkner bautizó con el
endiablado nombre de Yoknapatawpha un
condado
ficticio del noroeste de Misisipi o Juan Benet recurrió al común Región para designar una comarca situada
en el norte de León. Otros autores acotan más ese espacio inventado tomando
como referencia una ciudad real donde desarrollar la trama. Es el caso,
entre otras, de Oviedo, nombrada como Vetusta
por Clarín o Pilares por Ramón Pérez
de Ayala, o Pontevedra, bautizada como Castroforte
por Gonzalo Torrente Ballester. Y es también el de Béjar, imaginada como Castro Duro por Pío Baroja, Puertopomares por Eduardo Zamacois o Téjar por Emilio Muñoz.
Castro Duro
César o nada, (las referencias completas de las obras citadas se incluyen
en el apéndice bibliográfico) novela publicada en 1910 –primero por
entregas en el periódico El Radical
antes de publicarse completa en la editorial Biblioteca Renacimiento- por Pío Baroja (1872-1956), forma parte de
la trilogía Las ciudades junto El mundo es ansí y La sensualidad pervertida. Se podría decir que es una novela de
tesis que trata de denunciar el caciquismo de la España rural en la época de la
Restauración borbónica, un tipo de despotismo local que sería el directamente
responsable del secular atraso del país. Ya en el Prólogo –capítulo inusual en
una novela- el propio autor explicita lo que considera “el carácter del héroe”,
abogando por la individualidad como el principio original que debe constituir
el elemento “perturbador y revolucionario” capaz de cambiar la miserable
historia de los pueblos. A partir de ahí Baroja crea a César Moncada, el
protagonista del relato para quien “la moral individual consiste en adaptar la
vida a un pensamiento, a un plan concebido”. Bajo esta premisa en la que la
acción se constituye como la obligada palanca para forzar la necesaria
transformación de la sociedad, César y su hermana Laura se desplazan a Roma –largo
capítulo que constituye la primera parte de la obra-, una ciudad que recorren
de la mano de algunas amistades y que van descubriendo entre la admiración –por
parte de la hermana- de todo su esplendoroso pasado todavía patente en tantos
edificios y monumentos, y la mirada escéptica de César Moncada ante la obscena demostración
de tanto poderío. El juicio crítico de un individuo que piensa por sí mismo se agudiza
sobre todo cuando se interna en los entresijos del Vaticano y asiste a la
hipócrita vida de la curia, representada en el relato de la famosa historia de
los Borgia. Sin embargo, el lema de esa ambiciosa y depravada familia –“Aut
Caesar aut nihil’- le inspirará a César el regreso a España con el
propósito de alcanzar el poder necesario para organizar una suerte de “individualismo
extrarreligioso” capaz de desplazar el tradicional oscurantismo, que es la
causa principal del secular atraso de estas tierras castellanas, por un
racionalismo liberal que permita el progreso de la sociedad. Gracias a la
amistad que entabla en Roma con un cacique zamorano, César consigue
introducirse en los círculos políticos y sociales de Castro Duro –título de la
segunda y última parte de la novela-, y a partir de ahí llevar a la práctica el
experimento de comprobar si sus habitantes “resisten el suero del liberalismo”.
Después de lograr salir elegido diputado bajo el paraguas protector de los
próceres del pueblo, nuestro protagonista hace valer sus verdaderas intenciones
anticlericales y regeneracionistas con su empeño de construir una escuela,
dotar de una biblioteca al Centro obrero, sanear el agua, fomentar las
comunicaciones y el transporte, en definitiva, poner en funcionamiento lo que él
llama “la política del pan”. Pero esta suerte de traición a las privilegiadas
fuerzas vivas que le han permitido auparse al poder, tendrá graves
consecuencias para quien se ha propuesto ser “César o nada”.
Como suele ocurrir con las
novelas de tesis, esta obra de Pío Baroja tiene más valor político, ideológico,
social e histórico que puramente literario, pero como no es objeto de este
artículo hacer un análisis más pormenorizado de este relato y ni mucho menos
esbozar una crítica, sino rastrear las pistas que nos puedan traer ecos de
Béjar, pasamos a ello. Para empezar, hay que decir que parece que en este
asunto Baroja –tan poco dado a los divertimentos literarios- juega al despiste
con el fin de dificultar la ubicación exacta de la ciudad inventada, pues junto
a referencias evidentes que pueden hacer coincidir Castro Duro con Béjar, hay
otros datos que invitan a cuestionarnos esta idea.
Los apuntes que hacen coincidir ambas ciudades –la real y la imaginaria-
se centran sobre todo en aspectos geográficos y urbanos. Así, en la descripción
que hace de Castro Duro al comienzo de la segunda parte de la novela, se dice
que “El cerro que sirve de asiento a la histórica ciudad tiene muy diversos
aspectos: por un lado aparece escalonado en graderías, formadas por pequeñas
parcelas de tierra sostenidas con muros de pedruscos. En estos rellanos hay
matas de viñas y algunos almendros”. Se confirma esta coincidencia cuando más
adelante dice que “Los dos principales monumentos de Castro Duro son la iglesia
mayor y el palacio”. La iglesia bien pudiera tratarse de Santa María la Mayor,
pero Baroja imagina una iglesia con características que podrían asemejarse a la
bejarana con otras que nos alejan de esta apreciación. Así, la describe como
“románica, de color pardo amarillento, dorada por el sol. Se levanta en un
extremo del cerro, como centinela que espía el valle. Tiene la vieja fábrica,
sólida y fuerte, filas de aspilleras debajo del tejado, que denuncian su
carácter guerrero (…) En el interior de la iglesia, lo más notable que puede
verse es el retablo del Renacimiento”. Efectivamente, Baroja “acierta” con la
ubicación y con la sólida construcción, pero el templo no es románico, sino
protogótico, con un ábside de ladrillo mudéjar. El estilo del retablo está más
cerca del Barroco que del Renacimiento y las filas de aspilleras que Baroja
imagina debajo del tejado no aparecen, salvo una muestra en mitad de la torre. Con
respecto al palacio cuenta que “La segunda obra arqueológica del pueblo es el
antiguo palacio de los duques de Castro Duro. El palacio, gran fábrica de
piedra y de ladrillo ennegrecido se levanta al lado del Ayuntamiento, y tiene,
como éste, una hilada de arcos a la plaza. En el balcón central muestra
columnas de adornos, y sobre ellas, dos gigantes de piedra carcomidos, con
grandes mazas, que parecen vigilar el escudo; un extremo del edificio lo alarga
una torre cuadrada. (…) Por las inscripciones de sus varios escudos se puede
colegir que fue construido por el duque de Castro Duro, y por su mujer, doña
Guiomar. Por la parte de atrás del palacio, como alto mirador edificado sobre
la muralla, aparece una galería formada por diez arcos de medio punto, apoyados
en esbeltas pilastras. Debajo de la galería quedan los restos de un jardín con
rampas y plataformas y algunas viejas estatuas. Al pie casi de los jardines
llega el río”. Como puede verse, junto a claras referencias al palacio de los
Zúñiga, como la de su mujer Guiomar, la alta edificación sobre la muralla, la
construcción en piedra o la cercanía del Ayuntamiento, hay otros apuntes que la
alejan del palacio bejarano, como la hilada de arcos a la plaza o las columnas
con adornos del balcón central, aunque sí se puede aventurar que los dos
gigantes con grandes mazas bien pudiera ser una alusión a los hombres de musgo.
Entre los aspectos geográficos que aluden de una forma inequívoca a Béjar
están algunos topónimos como el “Tranco del Diablo, un desfiladero por donde
pasa el río entre unos acantilados rojos llenos de quebraduras” o un pueblo de
la comarca “llamado Val de San Gil”. Igualmente es significativa la mención a
las fondas en las que puede hospedarse el protagonista cuando llega a Castro
Duro:
-
“¿Van ustedes a la fonda del Comercio? –preguntó
un mozo.
-
No; van a la fonda de España –dijo otro.”
La fonda “El Comercio” –situada en la calle Solano y regentada por la
viuda de Ignacio Rodríguez- ya existía cuando se escribió la novela. De hecho
allí se crio Jesús Izcaray, periodista, dirigente comunista y escritor bejarano
que recibió el Premio Nacional de Literatura en 1938 por su obra Madrid es nuestro. La “Fonda España”
también estaba en funcionamiento por aquel entonces, publicitándose en la
prensa de la época como “Fonda España de Venancio Rodríguez”. Además, Pío
Baroja la conoce de primera mano, pues en ella solía hospedarse las veces que
se acercaba a Béjar, como aquella en la que quiso conocer a Furris –pintoresco personaje de la
época- u otra en la que le acompañó José Ortega y Gasset (Muñoz de la Peña, 1961).
¿Se inspirará en este Furris cuando
en la novela habla de “un tabernero a quien llaman el Furibis, contrabandista y hombre de pelo en pecho”? De igual
manera, ¿tomará como referencia al escritor, editor y anarquista bejarano José
María Blázquez de Pedro al contar que César conoce en una librería cerca de la
plaza –precisamente, el librepensador regentaba también “una tienda de objetos
de escritorio y puesto de periódicos”- a un anarquista descrito como “hombre
flaco, melenudo, con patillas”, aspecto que coincide con la fisonomía del
bejarano? No sería inverosímil, pues se conoce aquella vez en que Baroja “fue a
Béjar con el propósito de pararse unas horas, topó a Blázquez de Pedro y se
detuvo varios días” (Valero Martín, 1911). Otro dato a añadir a la confirmación
de esta sospecha es la mención que se hace en la novela al semanario El Rebelde, publicación donde ambos
(Baroja y Blázquez) “comparten página a finales de noviembre” de 1904 (Soriano e
Íñiguez, 2017).
Pío Baroja |
Al “Círculo Obrero”-antecedente del actual Casino Obrero- que se inauguró
en 1882, seguramente alude Baroja cuando escribe “El Centro [obrero] había sido
fundado por los obreros de una fábrica de hilados, ya cerrada. El número de
socios era muy pequeño, y lo sostenían principalmente los obreros y empleados
del tren y algunos tejedores”.
Otro detalle inequívoco, ya fuera de lo geográfico o urbanístico, que nos
permita situar su ficción en Béjar es cuando el autor se refiere a un vino
“espeso, oscuro, que siempre tiene gusto a la pez, y otro claro, que encabezan
con alcohol y que llaman aloque”.
Hasta aquí todos estos datos nos hablan de la posible equivalencia de
Castro Duro con Béjar, pero Pío Baroja, seguramente en un deliberado propósito
para que nadie pueda ubicar con seguridad su ciudad inventada, nos deja otras
pistas para que desechemos esa idea y que, sobre todo los bejaranos, nos
quedemos con un palmo de narices. Así, prefiere cambiar el nombre de Candelario
por el de un topónimo de la provincia de Soria: “subió por las callejuelas de
Cidones, horriblemente empinadas, sombrías y en cuesta”. El pueblo soriano de
este nombre está situado al pie de Pico Frentes, en la Sierra de Cabrejas, pero
sus calles son llanas como la palma de una mano. También se dice que don
Calixto García Guerrero –el prócer con el que César se encuentra en Roma- es
“senador y gran cacique de la provincia de Zamora”, a la vez que se afirma que
“el palacio [de Castro] pertenece a don Calixto”, de lo cual se infiere que Castro
Duro está en Zamora y no en Salamanca, donde debería estar si Béjar fuera la
referencia real. Igualmente sorprende para un bejarano leer que “sus casas son
bajas, de adobes”, que “por la falta de riego no se puede cultivar más que una
zona, muy pequeña”, que “hay acaparadores de grano, que encarecen el trigo” o
que “Castro Duro es un pueblo principalmente de agricultores y trajineros”, llegando
a afirmar que “El vino y los frutos de las huertas constituyen la principal
riqueza”, de manera que “Los procedimientos de la industria de Castro son
primitivos; todo se elabora a brazo. (…) En los alrededores del pueblo hay una
fábrica de electricidad, otra de ladrillos, varios molinos y horno de cal y de
yeso”. Ninguna alusión –salvo la breve referencia cuando se ha referido a la
fundación del Casino- a las fábricas textiles que eran tan abundantes a
principios del siglo XX. Para compensar menciona, como de pasada, que bajo los
soportales de la calle Mayor “se ven las lencerías, las pañerías, las tiendas
de gorras”. Pero ahí se queda, y ya como dato a añadir a ese distanciamiento
entre Castro Duro y Béjar, el autor no duda en situar como alcalde a un
“agricultor rico”, cuando cualquier bejarano de a pie sabe que los alcaldes de
su ciudad siempre fueron ricos, sí, pero industriales textiles.
A pesar de estos apuntes que Baroja incluye para tratar de “despistar”
sobre la verdadera equivalencia de su ciudad inventada, creemos que hay suficientes
indicios para pensar que Baroja se inspiró, al menos en parte, en Béjar para
ubicar su Castro Duro. Sin embargo, no nos debería cegar –en todo caso,
comprensible para los vecinos de la ciudad textil- esta complaciente idea para
dejar de considerar la afirmación que hace José-Carlos Mainer (2012) en su
biografía del escritor vasco: “Estuvieron [Baroja y Maeztu] en Viana, en
Navarra (que, andando el tiempo, le inspiraría la ambientación de César o nada)”. Efectivamente, Viana está
situada en un cerro, conserva aún parte de su recinto amurallado que desde
lejos deja ver las ruinas de un castillo y la iglesia de Santa María de la
Asunción, pero la iglesia no es románica, como apunta Baroja en la novela, sino
gótica con una importante portada renacentista y un retablo barroco. También Viana
tiene viñas, un Convento de San Francisco, Plaza y Calle Mayor y, sobre todo,
no hay que desdeñar que en el exterior de la iglesia de Santa María está
enterrado César Borgia, a quien Baroja dedica un importante capítulo en su
libro.
Vista panorámica de Béjar |
De igual manera no hay que dejar de lado la mención que algunos autores –por
ejemplo, Rodríguez (2006), Cusac Sánchez y Muñoz Domínguez (2011)- hacen a Toro
como ciudad que, en parte, pudiera tomarse como referencia real de Castro Duro.
En este caso concurren aspectos significativos, el primero es la adscripción de
don Calixto como senador y gran cacique de la provincia de Zamora, pero también
los restos de una muralla, la colegiata de Santa María la Mayor –a veces
llamada iglesia y otras colegiata en el texto, esta sí “románica de color pardo
amarillento, dorada por el sol”-, “un larguísimo puente, de más de veinte
arcos” sobre el río Duero, la Ermita de Santa María de la Vega –nombre casi
coincidente con el de la “iglesia de la Vega “ donde se casa César Moncada-, el
Alcázar –posible referencia del palacio, pero en este caso su fisonomía y
ubicación se alejan de la descrita en la novela-, el Mirador del Duero –llamado
“El Miradero” por el autor-, las Trincheras –toponimia que se repite en el
texto- y, claro está, las menciones a las viñas o a “la llanura sin fin, plana
y desierta, que rodea a Castro”.
Por ello, bien se podría conjeturar que Pío Baroja se inspira en estas
tres ciudades –y seguramente en alguna más que se nos escapa- para ubicar su
Castro Duro, circunstancia que tal vez no satisface por completo a los vecinos
que, atrapados en el disculpable orgullo del localismo, bien quisieran ver su
ciudad como claro escenario de una novela de tan insigne autor, pero que también
debería dejar paso a la íntima satisfacción de saber que se habita algún rincón
de una ciudad imaginada.
Puertopomares
El misterio de un hombre pequeñito es una novela publicada en la
editorial Renacimiento en 1914 por Eduardo Zamacois (1873-1971), periodista,
editor y prolífico escritor que desarrolla su obra literaria entre 1893 y 1938.
Por tanto convive con los escritores realistas de finales del siglo XIX, con las
generaciones del 98, del 14 y del 27, con el modernismo y las vanguardias, y con
otros escritores al margen de esos grupos o movimientos. Esto hace que Zamacois
se muestre “permeable a todo tipo de influencias, españolas y extranjeras. La
singular mezcla que de estas hace, y sus evidentes dotes como escritor, dan
como fruto una obra más precursora que seguidora de movimientos literarios.
Zamacois, Felipe Trigo y Blasco Ibáñez han sido considerados como “escritores
frontera” o “escritores bisagra”, sin los cuales no puede entenderse el paso de
la novelística del siglo XIX a la novela posterior” (Cordero Gómez, 2007). El misterio de un hombre pequeñito pertenece
a la segunda época del escritor, junto con otras obras con las que tuvo gran éxito,
como Memorias de un vagón de ferrocarril o
Una vida extraordinaria.
El misterio de un hombre pequeñito, considerada una de las mejores
novelas de Zamacois, tiene el mérito de ambientar una historia fantástica en un
contexto realista. Tanto es así que hay quien se ha aventurado a ver en esta
obra una precursora del realismo mágico. Este ambiente reconocible en muchos
pueblos y ciudades castellanas de la época lo constituye la geografía –natural
y urbana- y la sociedad de Puertopomares, formada por la “aristocracia” del
pueblo, que habitualmente se congrega en las tertulias del Casino, y por otros
personajes que tratan de sobrevivir en los márgenes. Entre esos dos escenarios
se mueve la figura de don Gil Tomás, un hombre un tanto repulsivo físicamente, de
muy baja estatura y que vive algo retirado, pero que goza de la extraña
cualidad de tener un espíritu que por las noches abandona su cuerpo para poseer
el cuerpo –o sus espíritus- de las mujeres que apaciblemente duermen. El hombre
pequeñito se aprovecha –de manera involuntaria, pues él no es consciente de las
correrías de su espíritu en la noche- de esta insólita propiedad que tiene,
para vengarse del asesinato de su padre por parte de una pareja de hermanos
buhoneros. Así, en la historia se entrecruza el secreto deseo que atormenta los
sueños de doncellas y casadas con los dramáticos sucesos que deben avenirse
para consumar la venganza.
Zamacois escribe una espléndida
novela, a veces un tanto lastrada por la tendencia a la adjetivación ampulosa
–“la voz abracadabra del trueno tableteó horrísona en los arcarnos serrinos”-,
pero también lucida por el uso de algunos vocablos hoy casi perdidos u
olvidados que enriquecen el texto con la precisión de ciertos narradores antiguos.
La monótona cotidianeidad de un pueblo de provincias se ve asaltada por un
elemento que perturba las aburridas mentes –y cuerpos- de los vecinos –“flaco y
muy para poco es el deseo que sintiéndose correspondido con redoblados ahíncos
no suplica y procura”-, lo cual da pie al autor a hacer entretenidas digresiones
psicológicas, a poder adentrarse con maestría en el interior de cada personaje –llegando
a mostrar sin mucho pudor las fogosidades oníricas que desazonan a las
señoras-, a dejar caer a los amantes en el atavismo de las tentaciones del
diablo, a sufrir la irremediable fuerza de la culpa –en la línea de Crimen y castigo, de Dostoievski-, en
definitiva, a diseccionar con el bisturí de los buenos escritores la vida
social, a menudo llena de hipocresías, secretos y falsedades, de cualquier
pueblo de entonces.
Un análisis más detallado de los
elementos literarios –narración, espacio, personajes, estructura formal,
estilo- de esta novela se encuentra en el imprescindible estudio que al
respecto realizó Antonio Gutiérrez Turrión para la revista del CEB (2015).
Puertopomares es el nombre del pueblo del que, como sucedía con la obra
de Baroja, Zamacois aporta suficientes datos para que se pueda identificar
fácilmente con Béjar, pero al mismo tiempo omite o deja caer otros que parecen
querer alejarnos de esta evidencia. Ya en la inicio de la novela ubica
Puertopomares como “un lugarejo salmantino de seis mil habitantes, situado en
las ondulaciones menos ariscas de la fragosa sierra de Gredos”. La descripción
geográfica del lugar, que ocupa las primeras páginas del relato, cuenta que
está “enclavado sobre el lomo de un altozano estrecho y largo, circuído por una
breve campiña que, muy luego, arrepentida de su humildad apacible, trepa veloz
y ambiciosa por todos lados hasta ser orgullosa montaña; y así el pueblo queda
hundido en el centro de un anfiteatro ciclópeo alrededor del cual los altos
cerros coronados de castañares, de alisos, de copudos tejos, de nogales y de
chopos, componen fabulosas graderías. En aquel escenario abrupto, puesto a
cerca de mil metros sobre el nivel del mar, los accidentes atmosféricos tienen
energía extraordinaria: las nevadas son terribles…”. Cualquier observador
–nativo o foráneo- podría reconocer en esta panorámica la peculiaridad
geográfica de Béjar. Pero por si hubiera alguna duda, el narrador sigue
contando que “La parte Sur, que enfrenta la estación del ferrocarril, es más
apacible, hay menos peñascales y los bosques de castaños y de frenos muéstranse
lozanos y tupidos. (…) La estación es pequeña, tranquila y tiene un andén de
arena. (…) Al pie del monte un túnel abre la tiniebla de su medio círculo, y
luego, doblándose como un alfanje, pasa al otro lado; toda la servidumbre, por
tanto, del arruinado castillo, gravita sobre él”. A ello añade unas breves
pinceladas históricas que concluyen con “Dominando la parte más altiva
hiciéronse al fin los muros aspillerados de un castillo románico, cuyos salones
sirven hogaño de Casa Consistorial y de cuartel, y cuyas ruinas, fuertes
todavía, constituyen la armazón o esqueleto de todo el villorrio”. Ciertamente,
el palacio ducal de Béjar en su origen fue un castillo construido en la época en
que se desarrolló el estilo románico, según constata José Muñoz Domínguez
(2013) al afirmar que “la alcazaba bejarana fue fundada (…) entre 1180 y 1293
(con mayor probabilidad en los primeros años)”, autor que también confirma en
ese mismo trabajo que “Durante las primeras décadas del siglo XX, la mayor
parte del Palacio se utilizó como cuartel y sede del Ayuntamiento”, período que
coincide con el “hogaño” de Zamacois. Sin embargo, otras afirmaciones, como “el
formidable aparejo que domina la parte Norte son romanos”, se contradicen con
las aportaciones hechas por los historiadores: “El amurallamiento de Béjar fue
construido en época cristiana y no existe ninguna evidencia de una muralla
árabe o musulmana anterior como, en ocasiones y sin ningún fundamento, se ha
llegado a asegurar” (Avilés Amat, 2017).
Eduardo Zamacois |
Después de decir que “entre todas [las techumbres de las casas] componen
un perfil giboso, un lomo de camello”, el autor se adentra en la ciudad para seguir
por “La calle Larga, donde estaban los principales comercios, la botica, el
Casino y la Casa Correos, siguiendo el eje longitudinal del monte atraviesa el
pueblo de Este a Oeste y constituye su espinazo”. Fácil es asimilar esta calle
Larga con la calle Mayor de Béjar, de la misma forma que resulta familiar a
cualquier bejarano leer que “el pueblo [es] un caserío original de contextura
arbitraria, de balconajes volados y grandes como galerías, (…) de hostigos
cubiertos de tejas”. A ello se une la aparición de topónimos que coinciden con lugares
reales o que pueden sin dificultad vincularse a ellos: Nava de Pomares (Nava de
Béjar), Candelario, Cantagallos, La Olla (La Hoya), Palomares, Navahonda, la
Glorieta del Parque, el Parador del Sol, la Fonda del Toro Blanco o el Café de
la Amistad, que según Rodríguez Martín (2008), “identificarían los más viejos
del lugar”. Y, por supuesto, Salamanca, como capital de la provincia, y su
“diario conservador” El Adelantado, que
los parroquianos hojean o leen en el Casino.
Sin embargo, aparte de todas estas correspondencias geográficas o urbanas
con la ciudad de Béjar, apenas hemos encontrado algún apunte que pueda reflejar
la historia, las costumbres, personajes u otros aspectos de la industria o la
sociedad bejarana. Los datos históricos, como bien observa Gutiérrez Turrión
(2015), “obedecen casi exclusivamente a la imaginación del autor y pertenecen a
su libertad creadora”. Es cierto que aparece un Casino, descrito con algunas
características parecidas a las de los dos Casinos bejaranos (Obrero e Industrial
o de los Señores), pero se trata de un ámbito cultural y de tertulia también
propio de otros lugares y que suele encontrarse en las narraciones de esa época
(precisamente en la novela Jarrapellejos (también
de 1914), de Felipe Trigo, aparece asimismo
un “casino de los señores” donde se reúnen algunos personajes relevantes de la
trama). Igualmente, la estratificación social dibujada en el texto, donde “El
Casino era el lugar predilecto de lo más conspicuo y benemérito de la
población”, “La Fonda del Toro Blanco (era) menos etiquetero y mirlado” y “El
café de la Amistad pertenecía al pueblo”, reservando a “la mujer” la
preferencia que tiene por “caminar (hasta llegar) a la estación”, no suponen
una gradación privativa de Béjar, sino común a la sociedad urbana de entonces.
Con todo, lo que más sorprende al lector bejarano es que ninguno de los
personajes de la novela sea empresario (patrón, fabricante o industrial, como
se decía en la época) u obrero textil, de forma que son escasas las referencias
a la principal actividad económica de Béjar. Al principio de la novela aparece tan
solo la mención al retrato colgado en el Casino y que representa a un tal
Martínez Rodríguez, quien “fue alcalde, restauró a sus expensas la torre de la
iglesia y tuvo varios telares”. Hay que llegar hasta la pág. 263 (de la tercera
edición que manejamos), cuando se cuenta que “Toribio todas las madrugadas,
apenas despuntaba el día, aparejaba el burro, cargábalo bien de paños, mantas y
percales, y salía a recorrer los pueblos comarcanos”, y sobre todo a la pág.
355, donde se alude a “la fábrica de tejidos de Pepe González” (355) y a la
apreciación sobre ella que hace un personaje -“¡Pues valiente telar han ido a
enseñarles! Apuesto la cabeza a que no hay trabajando allí ni cincuenta
obreros. ¡Si les hubiesen llevado a la hilandería de mi suegro!”-, para inferir
que hay una industria textil importante en Puertopomares.
De ahí que, a pesar de las puntualizaciones que acabamos de hacer,
debamos concluir, de acuerdo con Gutiérrez Turrión (2015), que “El misterio de un hombre pequeñito debe
ser considerada una novela en Béjar, que el autor pensó en los lugares que nos
rodean para desarrollar una historia imaginada y desconcertante”.
Téjar
Rincón de provincia, publicada por Emilio Muñoz (1885-1966) en 1935
en la Editorial Juventud, es “la novela de Béjar por excelencia”, según la
califica con acierto Antonio Gutiérrez Turrión (1994) en su discurso de ingreso
en el CEB (texto de obligada referencia para cualquier estudio que pretenda indagar
en esta obra). Tal es así que la trama -de escaso interés salvo en algunos
episodios puntuales, como el buen relato que conforma el capítulo XII- está al
servicio del único personaje que interesa al autor: la ciudad de Béjar, expresamente
apuntado en el “Umbral” que escribe al inicio de la obra. “He querido hacer –afirma
Muñoz- la novela de mi tierra nativa. Destacar su hermosura, su “historia de
señora y su honrada vida de obrera”, que dijo Gabriel y Galán; sus luchas, sus
costumbres, sus tradiciones piadosas y civiles, su pasión generosa por la libertad.
Y entrecruzar sobre este noble fondo –como se liga en sus telares la urdimbre y
la trama- los hilos de una fábula, que tuviese interés y emoción”. El autor
cumple sobradamente con su propósito, pues el lector –al menos el que esto
suscribe- a veces siente que está ante un folleto turístico de Béjar, y no sólo
por las precisas descripciones de su paisaje urbano y de su privilegiado
entorno natural, sino también por la explícita y extensa narración de su
historia, “sus luchas, sus costumbres, sus tradiciones piadosas y civiles”.
Pero Muñoz va más allá cuando, al advertir los riesgos de quedarse “a merced de
un solo cliente” (el Ejército), anticipa soluciones que se dieron
posteriormente, como la búsqueda de “rutas nuevas”, “la esperanza en el veraneo”,
o la existencia de un “Museo de la Industria, que es preciso fundar”. Así, más
parecería un ensayo –eso sí, disimulado bajo una trama novelesca- sobre la
ciudad de Béjar que una novela, pero, como veremos, el autor se toma las
debidas licencias para que no quede duda de que estamos ante una obra de
ficción.
Emilio Muñoz García, a cuyo nombre todavía anteponen el “don” nuestros
contemporáneos que tuvieron la ocasión de conocerlo, fue un bejarano que
perteneció a una de las familias con más relevancia social de la época (“muy
presentes en las seis primeras décadas del siglo XX bejarano”, como afirma José
Antonio Sánchez Paso en una nota que recoge Palomeque López (2016) y de la que extraemos
algunos de los méritos de esta saga familiar). Hijo del industrial Francisco
Muñoz Domínguez y Elisa García Nieto, Emilio era hermano de Julio –cofundador
con Toribio Zúñiga del periódico Béjar en Madrid-, Francisco –escritor de dos
libros de poesía y presidente de la Diputación de Salamanca- y Juan –cronista
oficial, hijo predilecto de Béjar, académico de la Real de la Historia y “autor
prolífico de trabajos de divulgación y obras de creación literaria en torno
todo ello a la historia local” (Sánchez Paso)-. Emilio Muñoz destacó en el
ámbito político -llegando a ser alcalde de Béjar en un corto período durante la
Guerra Civil-, empresarial –propietario de una conocida fábrica de botones y
presidente de la Cámara de Comercio-, y cultural –presidente del Casino Obrero,
defensor del patrimonio artístico, mecenas y autor de novelas, obras dramáticas
y libros de poesía-. Con respecto a la labor literaria, que es el aspecto que aquí
importa, es obligado resaltar los numerosos artículos que Emilio Muñoz publicó
en la prensa local y provincial, particularmente en Béjar en Madrid y en la revista Cultura
y tolerancia (Gutiérrez Turrión, 1994).
Rincón de provincia –título un tanto melancólico que ya apunta al
espacio geográfico como eje sustancial de la novela- se desarrolla en Téjar,
topónimo que hábilmente conjuga el nombre real de la ciudad que toma como
referencia –Béjar- con la actividad industrial que la ha caracterizado a través
de los siglos –textil, tejer-, y aún más se podría relacionar con una
particularidad arquitectónica propia, como son las “tejas” que recubren las
fachadas de las casas para defenderlas del hostigo. Esta similitud fonética con
el topónimo de referencia y las resonancias semánticas que son representativas
de Béjar, no dejan lugar a dudas sobre el ámbito geográfico real al que se ciñe
la novela, pero, sin embargo, la decisión del autor de “enmascarar” ese espacio
bajo un nombre inventado, le hace sentirse libre para poder desligarse de esa
realidad. Así, como veremos, Emilio Muñoz utiliza este ardid para tratar de alcanzar
lo que cualquier novelista que se precie siempre debe pretender: la creación de
una realidad distinta, aunque, como en este caso, se limite a un ámbito tan
reconocido y evidente.
Nos lleva por esta pista
Gutiérrez Turrión (1994) cuando afirma que en la novela se desarrolla “una
serie de sucesos más propios de las novelas de caballería de los siglos XV y
XVI que de nuestro siglo”, de manera que Cecilio y Tebita –los protagonistas de
la obra- “nos parecen dos de aquellos pastores literarios del Renacimiento que
van lamentando sus penas vitales a lo largo de toda la primera parte de la
novela, o dos caballeros que cumplen sus pruebas impuestas por el capricho de
una dama, de la que consiguen los amores, en la segunda”. Esta suerte de anacronismo
argumental –en pugna con las tramas de inicios del siglo XX, que es el tiempo
en el que se desarrolla la novela- sólo puede darse en una obra de ficción que
cuente también con otros elementos que le permitan despegarse del ámbito
conocido. Elementos que posibilitarán al autor la libertad que necesita para
configurar un mundo ideal –a menudo, idílico- y lograr su propósito de “hacer
la novela de mi tierra nativa”.
En el ámbito geográfico, las numerosas
referencias reales se podrían resumir en esta larga cita que aparece al
principio de la novela: “Ante ellos, una cuenca anchurosa abría su regazo,
manchado de praderas, cortada por el río, cerrada al fondo lejano por la
crestería de una sierra vestida de azul. La vertiente al mediodía tenía
carácter ciclópeo: estaba casi toda invadida por enormes peñas entreveradas de
roble y de viñas, plantada en estrechos bancales. Una carretera y un camino de
hierro sajaban largamente durísimas canteras que mostraban la entraña de
azulado granito. Al lado opuesto, se erguía vasto monte de castaños bravíos. Al
naciente, otra sierra cercana que, todavía, sobre la carne morena de sus
flancos, conservaba jirones del blanco alquicel impoluto que echó sobre sus
hombros el invierno. También en la misma dirección, se veía en parte y de
través, montada sobre el dorso de un cerro larguísimo, el anverso de Téjar,
ciudad que, de la parte opuesta, ofrece otra visión –el reverso- también
interesante, aunque severa. Sobresalían las torres espaciadas de los templos y
la mole rectángula de un viejo palacio. El sol, destellaba en los cristales de
balcones y galerías…”. Por si esta semblanza paisajística aún pudiera ser insuficiente
para fijar claramente la verdadera ciudad a la que se refiere o pudiera
confundirse con algún otro lugar de parecidas características, el autor baja
más al terreno propio de Béjar al mencionar expresamente “la iglesia románica
de Santiago”, “la fonda del Comercio”, “la Puerta de la Traición” de las
murallas, el “palacio ducal, de hermosa traza renacentista”, el Casino “de los
Señores”, el camino de “Los Rodeos” para subir al monte, la fuente de la
“Sábana” de El Bosque, “Hoyamoros”, etc. Sin embargo, son más numerosos los
topónimos inventados, a menudo tan parecidos a los reales que a ningún bejarano
puede escapársele su correspondencia con el verdadero nombre. Baste para ello
citar algunos ejemplos: “Fuente de la Raposa” (Fuente del Lobo), “Cruz del
Cancho” (Peña de la Cruz), “Salto del Diablo” (Tranco del Diablo), “Calle Real”
(Calle Mayor), río “Varón” (Cuerpo de Hombre), “Círculo Artesano” (Casino
Obrero), “Barrio Alegre” (Barrio Recreo), “Puerta Ojiva” (Puerta del Pico), “Montehermoso”
(Monte de El Castañar) o “La Floresta” (El Bosque). En este sentido, es curioso
que siempre cambie el nombre de pueblos y ciudades próximos, como “Helmántica,
la capital de la provincia” (Salamanca) –también “El Avance, diario de la capital” (El Adelanto)-, “baños de
Monteluengo” (Baños de Montemayor), “Erizosa” (Candelario), “Valdesampedro”
(Valdesangil), “Miróbriga” (Ciudad Rodrigo) o “Puerto de Téjar” (Puerto de
Béjar). Sin embargo, otros lugares más lejanos conservan su verdadero nombre:
Sierra de Francia, Gata, Gredos, Plasencia, Tornavacas, río Tormes, la Vera, la
Abadía o el Pico Almanzor. A veces, tal vez por despiste, utiliza en la novela el
topónimo real y el inventado. Es el caso del “monte Castañar” (pág. 179) y de
“Valdesangil” (pág. 244).
Más fiel o, si se quiere, más
cercano a la realidad bejarana, se muestra Emilio Muñoz al reflejar ciertas
costumbres, hechos históricos, personajes u otros aspectos de la vida social y
cultural. Así, encontramos a lo largo del texto alusiones al aloque o a platos
típicos como el calderillo o el zorongollo; leyendas como la célebre de los
hombres de musgo, que “se non e vero, e
ben trovato”; numerosas referencias sobre la industria textil, mencionando la
producción casi exclusiva destinada al Ejército y explayándose en los capítulos
XXXI y XXXII sobre el proceso de fabricación textil, desde la llegada del
“vellón amarillento” de lana hasta la confección de la característica capa; la
historia de la aparición de la Virgen –aquí llamada “Nuestra Señora de Montehermoso”-,
el templo que se erigió en su honor y todo lo que tiene que ver con “la Novena
y la Fiesta que, vencido el verano rinden los tejarenses y los comarcanos a la
imagen veneranda”; modismos lingüísticos
como “¡Tó!, exclamación privativa de Téjar”, o “angarilla” utilizado con el
significado de portilla “que da entrada al monte bravío”; personajes históricos
como don Francesillo de Zúñiga -“bufón famoso de Carlos V”-, Andrés Dorantes
–“conquistador tejarense”-, el torero Julián Casas el Salamanquino –“nacido y
criado en Téjar”-, Duques de Béjar (o Téjar), como Manuel de Zúñiga –muerto en
la “Cruzada de Buda contra los turcos”-, Francisco y su esposa Guiomar –que
inscriben sus iniciales “en la fachada principal del palacio”, además de una
“grande cartela” en el palacete de La Floresta (El Bosque)-, Álvaro I y su
segunda esposa Leonor Pimentel, Isabel de Zúñiga –casada con “el segundo duque
de Alba”-, Leonor de Toledo y Zúñiga –casada con “el primer Gran Duque de
Florencia”- o el innombrado duque “a quien Cervantes dedicó, por desdicha con
escasa fortuna, el Quijote”;
acontecimientos históricos como la revolución de 1868, “por la cual se luchó
gallardamente en Téjar” y que causó las llamadas “víctimas de la Libertad”, la
primera guerra carlista, que se libró en Téjar cuando el general Pardiñas entró
para echar a los “faciosos”, la
famosa huelga textil de 1913-1914, tildada por el autor como la “más dilatada y
temible”. Todo ello le confiere el honor de ser distinguida con los títulos de
“Muy Noble, Muy Leal, Liberal y Heroica ciudad de Téjar”.
Imagen de "la gran huelga textil de los siete meses" |
Sin embargo, al autor se le
“escapan” ciertos errores en la relación de algunos de estos elementos. Cuando se
refiere al largo conflicto laboral de 1913-1914 –cuya inclusión en Rincón de provincia es tildada por
Palomeque López (2016) como “Una bella narración de esta huelga, de sus
episodios de tensión y enfrentamiento”-, Emilio Muñoz escribe que “aquellos
millares de seres habían resistido catorce meses”, justo el doble de duración
de la llamada precisamente “la gran huelga textil de los siete meses”. Al no
especificar en la ficción el año en que se dio este conflicto, el autor se
permite licencias como esta de la duración y la posterior referencia, en la
cronología del texto novelesco, de la muerte del escritor Juan Valera, sucedida
en Madrid en 1905 y a cuyo entierro acude Cecilio, personaje que ese día se
encuentra en la capital del Reino. Otro error de fechas –éste más explícito-
tiene que ver con la Guerra Carlista. En la novela se afirma que “el año 1834,
una considerable partida carlista, que mandaba un cabecilla famoso, invadió la
villa”. Sin embargo, la historiadora Carmen Cascón Matas (2016) escribe que “El
3 de mayo de 1838 las tropas del general carlista Basilio García se dirigían
con prontitud desde Extremadura a refugiarse entre las defensas amuralladas de
Béjar. La plaza era segura, pues pocos meses antes había sido ocupada por
facciones rebeldes que en ese momento campaban a sus anchas por las calles
bejaranas”.
Difícil es de creer que estos
“errores”, no sólo disculpables sino más aún deseables en una obra de ficción
que no lleve el calificativo de “novela histórica”, pudieran ser simples
despistes del autor, pues de persona tan ilustrada como Emilio Muñoz no se espera
más que precisión en los datos. De ahí que, al igual que sucede con los nombres
inventados, estos “descuidos” apuntalen nuestra idea de que esta obra –al igual
que las otras dos que hemos tratado de analizar- hablan de un lugar que al
mismo tiempo es y no es Béjar, tal vez la única posibilidad de hacer verosímil
una ciudad imaginada.
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