Las mujeres de la calle Luna
Javier Lasheras
Algaida. Sevilla, 2017
Acostumbrados estamos a leer o
ver historias en las que nos tiene en vilo un asesino en serie, un trasunto de
Jack el Destripador que no sólo tiene fijación por ir eliminando mujeres, sino
que además pone todo su empeño exterminador en hacerlo de la manera más
truculenta posible. Igualmente, en este tipo de tramas, a la urgencia por
descubrir al ejecutor antes de que cometa el próximo crimen, se une la peculiar
naturaleza de los personajes, generalmente un áspero agente que purga en su
conciencia oscuros desencuentros con el pasado, una femme fatale que desata pasiones con su sola presencia y una
variedad de sospechosos que pisa el barro de los bajos fondos o las alfombras
de la alta sociedad. Estos tópicos –junto a los resultados inmediatos exigidos
por los mandos superiores, a la vertiginosa ironía de los diálogos, a los
inesperados giros de la trama o a la veloz resolución que se requiere en las
últimas escenas- conforman la narrativa de un thriller como “Las mujeres de la
calle Luna” (LXIII Premio de Novela Ateneo Ciudad de Valladolid). Pero Javier
Lasheras (Don Benito, 1965) no sólo utiliza con maestría estos recursos para
presentarnos una magnífica novela de género, sino que los utiliza como pretexto para –por así decirlo-
introducir el texto o argumento que
verdaderamente quiere contar.
A la historia del asesino en
serie se une el robo del cuadro “El origen del mundo” de Gustave Courbet del
Museo de Orsay de París, paralelismo que va configurando la doble idea del
“pudor y la herida” con la que se titula el segundo capítulo y que –en un
original acierto- conforma un haiku con el encabezamiento de los otros dos
(“Gotas de lluvia,/el pudor y la herida/bajo la luna”). Así, ante un cuadro que
más que representar una realidad parece exhibir con toda la persuasión posible la
realidad misma, la mirada atenta del espectador advierte tanto el pudor propio –sofocado
por no poder sustraerse a esa “epifanía del deseo carnal”- como el de la mujer –“aguijón
o escudo de su arsenal más secreto”- que oculta su rostro en la pintura.
La
herida se expresa de manera rotunda en la crueldad con que el asesino mutila a
sus víctimas, pero también está presente en la vida de los personajes, a duras
penas supervivientes de los zarpazos del pasado –la muerte de la mujer del
comisario Danglade, las tragedias familiares del palestino Sayed y del
exguerrillero Gimbe o la superviviente del campo de concentración Astrid Kwakklestein-
y que en el presente del relato actúan de alguna manera condicionados por
aquellas viejas fracturas. Herida y pudor que se mezclan o confunden con otras
dicotomías que salpican la trama, como la dificultad de encontrar el amor –o caer en su sinsentido- más allá
de la urgente satisfacción sexual, o
la función del arte limitada a ser
expresión del misterio de la vida, o
el necesario reenfoque de la mirada del hombre
hacia la situación de la mujer, o el deseo
de imaginarnos en una ficción que pueda
ponernos a salvo de una realidad al
mismo tiempo pudorosa e hiriente.
Javier Lasheras recurre a sus
dotes de poeta para amoldar el lenguaje a lo que cada situación narrativa exige,
logrando apartarse al mismo tiempo de la prosa funcional –y funcionarial- de
los thrillers más comunes como del lirismo alambicado en el que caen ciertos vates
metidos a novelistas. Este logro ya se aprecia en su anterior novela (“El amor
inútil”, Algaida, 2004), con la que ésta comparte algunas de las reflexiones apuntadas.
(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 27 de mayo de 2017)
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