Zambullidas
Yolanda Izard
Renacimiento. Sevilla, 2017
En la “Nota
previa” con la que Yolanda Izard nos introduce en esta pequeña -por el espacio
físico que ocupa no por la dimensión artística que representa- joya literaria,
la autora afirma que a la minificción ya se la reconoce como “el cuarto género
narrativo tras la novela, la novela corta y el relato” y que sus límites se
difuminan con los del poema en prosa. Consecuente con ello, a estas
microficciones no les quedaba más remedio que adquirir una naturaleza líquida,
una suerte de cualidad que hiciera posible ese trasvase entre los géneros. Esta
capacidad de hibridación que, en sus textos más afortunados, conduce a una cierta
desfiguración de la narratividad para sumergirse de lleno en las profundidades
de la expresión poética, lo consigue Yolanda Izard precisamente por medio de
palabras escritas para poder fluir entre caudales tan próximos como –en
aparente paradoja- difíciles de hacer concurrir.
Así, la
identidad húmeda de este excelente libro cala en el lector que se atreva a
zambullirse de lleno en unos textos que nos desasosiegan cuando un brazo se
reposa sobre “las escamas húmedas de sus pechos”; que nos contagian la “alegría
de tierra sembrada”; que nos transforman en un jardín acariciado por una mano
de pétalos; que nos angustian al sentir el aleteo de una mosca en la garganta; que
nos evocan la lectura de otros cuentos, Caperucita, Alicia, Adán y Eva; que nos
inquietan ante la existencia de bebés fantasmas; que nos envuelven en “el
sonido tibio de los propios pasos”; que nos escogen palabras para no perdernos
“cuando la noche del alma”; que nos construyen una “ventana en medio de la
calle”; que pueden hacernos llorar con “lágrimas rotas”, pero también reír “en
medio del llanto”.
Ilustración de Yolanda Izard |
Cada
“zambullida” posee su propia forma de ser contada, concebida para que el
pequeño espacio que ocupa en el papel –y el breve tiempo que se tarda en
leerlo- se ajuste como un guante al contenido de lo narrado (“Una frase de más
y la mataría. Una palabra de menos y no sería verosímil”, se dice en uno de los
cuentos). La habitual controversia entre la sorpresa de los finales inesperados
o la incertidumbre que pueden suscitar los relatos abiertos, aquellos en los
que parece que no pasa nada, se resuelve en lo que creo debe ser el propio territorio
del cuento –de la microficción, en este caso-, que es el de ser capaces de
provocar la emoción contenida en un espacio y un tiempo rigurosamente acotados.
Es la revelación del misterio –aquel que habita en las pequeñas cosas-, el
mismo que seguramente suspendía el ánimo de nuestros antepasados cuando alguien
contaba un cuento alrededor de la lumbre. Esa especie de rapto emocional –el
secuestro del lector mientras lee- es lo que consigue de forma magistral
Yolanda Izard con este mar de palabras lleno de poesía, imaginación y belleza.
Con esta obra
la autora da una vuelta de tuerca a sus anteriores libros narrativos. Si en
“Paisajes para evitar la noche” (2003) se adentraba en el enigmático universo
infantil para afrontar desde la imaginación la grave enfermedad de una madre, y
en “La mirada atenta” (2003) buceaba en el más allá de la relación entre una
joven y su madre, en “Zambullidas” se sirve también de su condición de poeta
para –entre otras inmersiones- sumergirse aún más en el cenagoso ámbito de los
vínculos familiares.
Sin apartarnos
del pensamiento líquido esta obra cumple con el célebre postulado de Kafka según
el cual “un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”.
Estas microficcciones son esa hacha, pero también son las “olas heladas” de
nuestra propia conciencia.
(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 13 de enero de 2018)
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