Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

viernes, 27 de abril de 2012

Los niños invisibles


            En la novela Oliver Twist aparece una escena en la que el pequeño Oliver, recluido en un hospicio desde su nacimiento, comparece ante un tribunal que debe decidir si un deshollinador se hace cargo del niño. Cuando, siguiendo la indolente rutina establecida, uno de los jueces busca en su escritorio el tintero para mojar la pluma con la que debe firmar el contrato de traspaso del niño, su mirada, hasta entonces sólo atenta a las pretensiones del deshollinador, se topa por azar con la mirada del muchacho. Escribe Dickens que “fue el momento crítico del destino de Oliver”, pues el juez, al ver por sorpresa el semblante asustado y pálido del chiquillo, se apiada de él y decide no firmar el consentimiento para que el desalmado deshollinador pueda hacerse con sus servicios. El azar que hace visible a Oliver ante los ojos del juez decide el destino del muchacho.

            Salvando todas las distancias que se quiera con el mundo de injusticia y miseria que denuncia Dickens en sus novelas, en la actualidad viven en nuestra sociedad muchos niños invisibles. Son los niños que, por encontrarse en situación de riesgo o desamparo, nada más nacer son internados en una institución pública que asume la tutela del menor con la finalidad de que éste no quede indefenso o desprotegido en ningún momento. Hasta ahí la sociedad debe congratularse por haber puesto en manos de los poderes públicos seguramente la forma más adecuada para garantizar la protección del menor, logrando con ello el fin primordial de satisfacer sus necesidades básicas de cobijo, alimentación y asistencia. Pero es a partir de ahí cuando muchos de estos niños se hacen invisibles para la administración, pues lo que debería ser una puntual y corta estancia en el Centro de Menores, ajustada a la estricta burocracia que exijan los trámites para resolver la situación anómala de los pequeños, se alarga en no pocas ocasiones hasta los tres años y más.

            Multitud de estudios corroboran los problemas que para el desarrollo psicológico de los niños acarrean los períodos largos de institucionalización. Bien es sabido que, aparte de las necesidades básicas de supervivencia antes apuntadas, el establecimiento de vínculos afectivos en la primera infancia es la mejor manera para un adecuado desarrollo emocional. No hay duda de que las personas encargadas en estos Centros suelen volcarse con los niños no sólo en el aspecto meramente asistencial (alimentación, limpieza, etc.), sino también afectivo, pero la propia esencia de la institución no permite más que una relación que podríamos llamar epidérmica. Los turnos de trabajo, las sustituciones en períodos de vacaciones, las bajas laborales, etc., hace que los menores no cuenten con un adulto de referencia, una persona lo suficientemente próxima y lo suficientemente estable que pueda entablar con ellos el vínculo afectivo necesario. A la vez, los derechos de los padres biológicos –que a menudo prevalecen sobre los derechos del menor- a visitar a su hijo provoca que en ocasiones la hora de visita mensual se convierta para el menor en un tipo de maltrato psicológico, pues no es raro ver cómo se pasan esa hora llorando al ser obligados a encerrarse en una habitación a solas con un adulto que no conocen. Estas circunstancias están en la base de posteriores problemas que se suelen dar en los niños institucionalizados, como son escasas habilidades para relacionarse, baja autoestima, dificultades en el control emocional, falta de empatía, trastornos graves de conducta, etc., que a su vez impiden una adecuada adaptación a la sociedad.

            Para evitar estos problemas -a veces irreversibles- en el desarrollo integral del niño, la estancia en los Centros de Menores debería ser tan solo un corto período de transición hacia su rápida inclusión en un ámbito familiar donde, aparte de las necesidades básicas, puedan satisfacer la más urgente de ellas, como es establecer un vínculo afectivo estable con figuras parentales de referencia. Desde los Derechos de la Infancia (adoptados en 1989 por la ONU) hasta el anteproyecto de Ley de Protección a la Infancia aprobado por el Consejo de Ministros de España en julio de 2011, todas las administraciones cuentan con leyes y normativas que instan a los poderes públicos (Consejerías de Bienestar Social de las Comunidades Autónomas, que son quienes tienen la competencia) a simplificar y mejorar los mecanismos de acogida y adopción y potenciar el acogimiento familiar de menores en situación de desamparo, frente a su ingreso en centros tutelares. ¿Por qué no se cumple este precepto con la mayor diligencia? Seguramente hay algunos casos que padecen una situación judicial o administrativa especialmente compleja, pero eso no debe ser excusa para que los menores sigan internados hasta que se clarifique su situación, pues, atendiendo al interés superior del menor, éste cuenta siempre con su derecho irrenunciable a vivir en una familia. Para ello se deberían atender las solicitudes de familias –entre ellas las de voluntarios que desde el nacimiento del niño ya han estrechado lazos afectivos con el pequeño- que quieren acoger a los menores hasta que se resuelva su situación judicial.

            Es de desear que, como en la novela de Dickens, no haya que esperar a que un juez, un responsable político o un funcionario de la Consejería de Bienestar Social tenga que encontrarse por azar con la mirada –o el expediente- de estos niños invisibles para decidir por fin su destino.

 (Publicado en El Comercio y La Voz de Avilés. 27 de abril de 2012)

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