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Javier Marías -o su fantasma- en su despacho |
Imaginemos que, tras alcanzar la
tercera planta de su piso en la Plaza de la Villa de Madrid, nos encontramos en
el despacho de Javier Marías. Junto al sillón que seguramente utilizó para
sus lecturas, nos recibe su fantasma con un saludo cordial, casi afectuoso,
antes de invitarnos a tomar asiento frente a la biblioteca no sólo abarrotada
de libros, sino de objetos diversos, soldaditos de plomo, recuerdos y retratos
de sus escritores queridos. Va vestido como si estuviera a punto de salir para
una sesión de la RAE, con traje y corbata, en la solapa izquierda de la
chaqueta un alfiler con la imagen de Shakespeare. Habla pausadamente, a media
voz, utilizando el mismo lenguaje reflexivo y preciso que aparece en sus obras
literarias.
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Pregunta: Buenas tardes. Tengo mucho
gusto en saludarle y en hablar con usted. ¿Cómo se encuentra, señor Marías,
ahora que ya está muerto?
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Respuesta: En realidad, soy sólo tiempo.
Todo lo que existe no existe o lleva en sí su no existencia. Sólo somos todos
como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, y la nieve siempre para. Al
final todo es indiferente en la marcha del universo que cruje, y aplasta y
nivela al crujir. Quien se acostumbra a vivir en la espera nunca consiente del
todo su término. El mundo es definitivamente como es en el momento de la
terminación de quien termina. No podemos pretender ser los primeros, o los
preferidos, sólo somos lo que está disponible, los restos, las sobras, los
supervivientes, lo que va quedando, los saldos. La única manera de no
preguntarse por la inutilidad de cuanto uno ha hecho en el pasado es continuar
haciendo lo mismo; la única justificación de una vida turbia es seguir enturbiándola.
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P.: ¿Cómo siente su propia muerte?
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R.: Seré amado cuando falte. Los muertos
son un gran lastre e impiden cualquier avance, y aun cualquier aliento, si se
vive demasiado pendiente de ellos, demasiado de su oscuro lado. No hay muerte
que no alivie algo en algún aspecto, o que no ofrezca alguna ventaja. Es la
forma de nuestra muerte lo que debemos cuidar. Llegará un mañana en el que todo
rostro será calavera o cenizas. El que muere está eternamente en el engaño,
porque no sabe lo que ha venido después, o lo que ya vino en su tiempo, pero no
alcanzó a descubrir.
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P.: Además de la muerte, en sus novelas
indaga en los grandes asuntos de siempre. Si le parece, háblenos de la relación
entre la ficción y la realidad.
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R.: La realidad no está a la altura de la
imaginación casi nunca. La ficción tiene la facultad de enseñarnos lo que no
conocemos y lo que no se da. Incluso
cuando las cosas suceden y son presente, también se requiere la imaginación,
porque es lo único que da relieve a los hechos y nos enseña a distinguir,
mientras acontece, lo memorable de lo que no lo es. Todo se convierte en
relato y acaba flotando en la misma esfera, y apenas se diferencia entonces lo
acontecido de lo inventado. Todo termina por ser narrativo y por tanto por
sonar igual, ficticio, aunque sea verdad. Mientras uno escucha o lee algo
tiende a creerlo. Otra cosa es después, cuando el libro ya está cerrado o la
voz no habla más. No hay historia sin puntos ciegos ni contradicciones ni
sombras ni fallos, lo mismo las reales que las inventadas. La literatura
permite ver a la gente de veras, aunque sea gente que no existe o que con
suerte existirá para siempre, por eso nunca perderá el prestigio del todo.
Cuando pasa el tiempo todo lo real adopta un aspecto de ficción, será ese el
sino de nuestros retratos cuando nos alejemos, parecer de gente inventada y que
nunca existió. Suerte en el imaginario y en la realidad desgracia.
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P.: El amor, también tema recurrente en
su obra.
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R.: El enamoramiento es insignificante,
su espera en cambio es sustancial. La espera nutre y potencia ese deseo, la
espera es acumulativa para con lo esperado, lo solidifica y lo vuelve pétreo.
Nada tan tentador como entregarse a otro, aunque sólo sea con la imaginación, y
hacer nuestros sus problemas y sumergirnos en su existencia, que al no ser la
nuestra ya es más leve por eso. Lo que es muy raro es sentir debilidad,
verdadera debilidad por alguien, y que nos la produzca, que nos haga débiles.
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P.: El tiempo, esa relación entre el
pasado, el presente y el futuro.
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R.: Es la horrible fuerza del presente,
que aplasta más el pasado cuanto más lo distancia, y apenas lo falsea sin que
el pasado pueda abrir la boca, protestar ni contradecirlo ni refutarle nada. El
pasado no cuenta, es tiempo expirado y negado, es tiempo de error o de ingenuidad
y acaba por ser tiempo digno de lástima. Y el tiempo no está facultado para
suplantar al tiempo.
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P.: Y de ahí surge la necesidad de contar.
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R.: De lo que no se nos cuenta nada
sabemos, y tampoco de lo que sí. Casi todos contamos más de lo que nos
corresponde o aún peor, imponemos a otros datos e historias que no les importan
nada y damos por sentada una curiosidad que no existe. Lo que importa es lo que
otros entienden de lo que uno cuenta y dice, o lo que deciden entender. Contar
lo que a la vez sucede y no sucede. En realidad, todo lo que se cuenta, todo
aquello a lo que no se asiste, es sólo un rumor, por mucho que venga envuelto
en juramentos de decir la verdad.
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P.: Para terminar, ¿qué podría decirnos,
señor Marías?
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R.: Adiós risas y adiós agravios. No os
veré más, ni me veréis vosotros. Y adiós ardor, adiós recuerdos.
(Las respuestas de Javier Marías son
expresiones literales de algunas de sus obras)