El último fin de semana de septiembre me convertí en Bubi.
Fue en el Albergue Cabaña del Abuelo Peito, en Güemes (Cantabria), un lugar
privilegiado para que el hecho ocurriera, como así fue, con la emoción que
requiere todo nacimiento. Se celebraba la asamblea anual de Bubisher y allí
llegué -un poco tarde después de perderme por carreteras que se bifurcaban sin
fin- para conocer de primera mano todos los proyectos que se han ido plasmando
en los trece años de vida de la asociación: cuatro bibliotecas fijas, cinco
bibliobuses, cerca de 10000 libros en español y en árabe, trabajo para
bibliotecarias, animadores a la lectura, conductores, conserjes… Toda una serie
de logros destinados a fomentar la cultura en los campamentos de refugiados
saharauis que se ha ido obteniendo gracias a todos los socios, pero
especialmente a la contribución desinteresada de muchos de los que estaban
presentes en la asamblea. A través de sus palabras, del debate que suscitaba el
desarrollo de los puntos del orden del día, pude comprobar cómo la camaradería
arropaba, como la lona de una jaima, las decisiones tomadas desde el
razonamiento sosegado y el necesario ánimo del corazón. Así fue cómo me
convertí en un nuevo Bubi, un pequeño Bubisher que, como sucede en todo
nacimiento, recibió varios regalos: la oportunidad de conocer a hombres y
mujeres que llevan grabada en el rostro la alegría que produce la bondad
-palabra tan denostada como necesaria-, una charla tan suculenta como el cocido
montañés que nos convocó alrededor de aquella mesa bajo el tibio sol de otoño,
los poemas recitados por Fernando y Limam, el coro Joven Siete Villas que cantó
al atardecer, el libro que me dedicó –“en tu bautizo de Bubi”- el amigo Gonzalo,
esa “zancada del deyar” que me ha enseñado cuál es la auténtica medida del
desierto.
(Publicado en el Boletín Sáhara Bubisher en octubre de 2021)
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