Espacio líquido de creación y crítica literaria. Marcelo Matas de Álvaro

viernes, 25 de marzo de 2016

En busca del árbol de pamarandá


El fuego contador de historias
Carlos López
Edelvives. Zaragoza, 2016


          Seguramente una de las razones por las que el lector -y no sólo el infantil o juvenil- se siente fascinado por eso que llamamos literatura, es la infinita capacidad que tienen las palabras para, al unirse entre ellas por el necesario arbitrio del escritor, poder crear cualquier realidad imaginable. Es lo que entendemos como ficción, un artificio que hemos convenido aceptar bajo ciertas reglas implícitas en la propia obra literaria que le da sentido. Así, desde los cuentos fantásticos transmitidos de forma oral u escrita hasta la literatura más surrealista o de ciencia-ficción, pasando -claro está- por la considerada más realista, cualquier narración literaria debe regirse por el principio de verosimilitud, algo así como atenerse a una verdad que sólo tiene cabida en el propio texto, dentro del cual cobra un significado a menudo diferente para cada lector que a él se aproxime. En la literatura infantil y juvenil esta circunstancia se hace aún más exigente que en la destinada al público adulto, pues al estar los jóvenes lectores -en general- más predispuestos a introducirse en territorios alejados de la realidad, los innumerables relatos donde aparecen personajes o sucesos “inverosímiles” (animales que hablan, princesas que duermen cien años o niños que se convierten en coches) pueden caer en la tentación de introducir todo aquello que al escritor se le pase por la cabeza, aún a riesgo de que el cuento se deshilache, como los tejidos sin apresto, en jirones de tramas sólo unidas por el ingenioso título del cuento.
          Este es el riesgo que esquiva con acierto “El fuego contador de historias”, de Carlos López, pues a pesar de que el libro está tan lleno de historias fantásticas que, abriéndolo al azar por cualquier página, el lector puede encontrar algún fabuloso episodio que se incluye dentro del argumento general del relato, éstos no hacen sino enriquecer, sobre todo por la maravilla de sorprendernos ante tal desborde imaginativo, este precioso cuento que seguramente hará las delicias de los jóvenes lectores.
          Siguiendo la estructura de las narraciones clásicas, asistimos al nacimiento del protagonista en forma de “fuego contador de historias”, una rama que se incendió al caer un rayo sobre el árbol de pamarandá, extraña especie de la que sólo existe un ejemplar en el mundo. A la mañana siguiente, un pastor que pasaba por allí recogió la rama de pamarandá ardiendo y se la llevó para que lo calentara en las frías noches de invierno, pero el fuego además le ayudó a cocinar y, sobre todo, le entretuvo contándole historias. A partir de entonces, el madero encendido emprende un viaje donde se mezclan las fantásticas historias que cuenta él mismo con las maravillas que va encontrando por ahí, como los campesinos que recogían en grandes sacos la sombra que daba un castaño, o el carretero que instalaba arcoiris y comerciaba con los rayos del sol, o aquel río que tenía una sola orilla o este otro que no soportaba el frío. Pero el conflicto aparece cuando el fuego va consumiendo la rama y no le queda más remedio que ir en busca del árbol de pamarandá para seguir alimentando la llama con su madera. Es el destino que espera al protagonista al final del viaje, escondido en el extraño y exuberante Jardín de la Oca.
          Así, este cuento nos enseña una nueva realidad imaginable, aquella que dice que las historias ya no se cuentan alrededor de una lumbre, sino que es la propia lumbre la que cuenta las historias que debemos estar atentos a escuchar.


(Publicado en el suplemento Culturas de El Comercio y La Voz de Avilés. 25 de marzo de 2016)

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