Ponerse de puntillas para tratar de
alcanzar lo que está lejos. He ahí uno de los aprendizajes de la vida. No sé si
el más importante, pero sí uno de los que más importan, porque ir más allá de
lo cercano -de lo que estamos acostumbrados a oír todos los días, de lo que
vemos continuamente desde el alba hasta el anochecer, de lo que siempre huelen
nuestras narices tan pegadas a nosotros mismos, de lo que habitualmente nuestra
lengua saborea y gusta, de lo que nuestras manos (el cuerpo entero) tocan con
el resignado gesto de atenerse a lo reconocido-, es buscar fuera del estrecho
cerco que nos rodea la incertidumbre, la sorpresa, todo lo extraño que también
nos conforma.
Tratar de ir más allá de lo que
alcanzamos con la punta de los dedos, es lo que nos hace crecer. Así, los
primeros pasos que damos fuera de la necesaria protección de la familia, hacen
que nos encontremos con los amigos de siempre jamás; las palabras que salen por
nuestra boca cuentan lo que no vemos ni está presente; el grito de rabia, de
alegría, de dolor o de auxilio se agarra a la cola del viento que nos acaba de
rozar la cara; la mano que estiramos para alcanzar el libro que está en el
estante de arriba busca, en lo casi inaccesible, aquella historia que alguien
imaginó para nosotros, el cuento que nos ayudará a seguir creciendo como
mujeres y hombres.
Y lo mismo ocurre con la sociedad y
los pueblos. Si nos acomodamos en la contemplación de la única y continua
visión de lo que acontece dentro de nuestras fronteras, y no nos atrevemos a
ponernos de puntillas para alcanzar con nuestra mirada la mirada del otro,
nunca podremos crecer, ni como sociedad ni como pueblo ni como nosotros mismos.
(Publicado en el Boletín Sahara Bubisher en octubre de 2025)
