Cuando
me echaron de mi casa y de mi tierra, no
me quedó más remedio que deshacerme de mi biblioteca. Muy modesta, eso sí,
apenas medio centenar de libros, pero aun así demasiado voluminosa para poderla
llevar conmigo a un lugar desconocido. A este campamento de Tinduf donde,
después de casi cincuenta años, todavía vivo con el dolor del exilio y la
esperanza -nunca perdida- del regreso. Recuerdo que tuve que vender los libros
al peso, sin tener en cuenta la importancia del autor o de la misma obra. Mucho
menos la presunta satisfacción que me había ocasionado su lectura. Así, me vi
obligado a vender libros a los que tenía mucho aprecio, pero que no eran muy
voluminosos, por menos cantidad que algunos de más peso que no me habían dejado
ninguna huella. Algunos llamados de bolsillo, muy manoseados por el gusto de
leerlos una y otra vez, casi los tuve que regalar. Otros de tamaño enciclopédico,
bien encuadernados en tapa dura, me reportaron un dinero -no muy cuantioso, bien
es cierto-, pero desproporcionado con el escaso cariño que los tenía. Una cosa
compensaba la otra, aunque malamente se puede subsanar tanta pérdida.
Sólo
hubo un libro que me resistí a vender. Lo amontoné con los demás para su
liquidación a precio de saldo, pero le introduje entre sus páginas una lámina
de plomo para que pesara más en la balanza con la que ponía el precio a los
libros. De esta manera, los “clientes” que se acercaban a mi casa siempre
preferían otro ejemplar que pesara menos, incluso algunos de los que yo tenía
por “enciclopédicos”. Como había previsto, aquel libro nunca lo vendí, de forma
que me ha acompañado durante todos estos largos años de exilio.
Ahora
pienso que, si un día nos viéramos obligados a vender al peso todos los libros
de las bibliotecas Bubisher, cada uno de nosotros tendríamos un libro preferido
que de ninguna manera quisiéramos vender. ¿Cuál sería ese libro? ¿A qué libro introducirías
tú una lámina de plomo entre sus páginas?
(Publicado en el Boletín Sáhara Bubisher en agosto de 2025)