Residencia de quemados
Alfredo Hernández García
Luna de abajo. Oviedo, 2016
Si
“El fósil vivo” (2012) –primera parte de la trilogía- se adentra en la aparente
paradoja de indagar en la memoria de un mundo futuro y “La venganza del objeto”
(2014) –segunda entrega- denuncia el esperpento de la ciencia en su afán por
inventar la verdad, “Residencia de quemados” (Luna de abajo, 2016), propone
transformar “la conciencia de los propietarios de la culpa” echando mano de la
arrolladora fuerza de la propia voluntad, “la más valiosa y peligrosa de
cuantas facultades usamos”. Para ello, Alfredo Hernández García (Valencia,
1959) articula la novela en torno a dos planos narrativos. En uno aparece
Clara, una psicóloga clínica que, ejerciendo de “enfermera de su misma
enfermedad”, trata a cuatro pacientes –los quemados- con patologías ya expresadas
en sus respectivos pseudónimos: “El Hombre de Oro”, compulsivo especialista en
enriquecerse y arruinarse de la noche a la mañana, “El Hombre Adivina Qué”, ensimismado
en la avaricia de su propio silencio, “Sazonado Corazón”, servicial lacayo de
la ruda tiranía de su cónyuge, y “La Mujer Fantástica”, amarrada a las correas
de su tiempo perdido. En el otro plano se cuenta la historia de Ruta, una
princesa que construye su leyenda a base de fuerza, de una furibunda voluntad
sólo guiada por el precepto de que “el mundo será lo que nosotros queramos”. De
la lectura de ese relato que casualmente –o tal vez no tanto- cae en las manos
de Clara, surge el cambio de la protagonista, quien, queriendo emular a la
implacable personalidad de la princesa, acomete su particular empresa contra la
“industria psicológica” a la que hasta ese momento había servido.
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Alfredo Hernández García |
Sin
embargo, esta simplificación de la trama no debe ocultar toda la complejidad de
una obra que nos lleva de nuevo por los difíciles senderos por los que suele
obligarnos a transitar Alfredo HG. Como en sus anteriores novelas, el peculiar
estilo del autor -reconocido en los ocurrentes y divertidos neologismos (“lacayosis”,
“revientaorgías”, “curasienes”…), en el original lirismo de ciertas imágenes (“ceremonia
de lágrimas”), en los continuos juegos del lenguaje (“charlas en las que nos va
la vida antes que la vida nos vaya”), en las frases esculpidas a la manera de
un laborioso orfebre de la lengua- exige del lector no sólo el grado de
atención que supone toda lectura, sino más aún una decidida disposición a no
entenderlo todo, a dejarse llevar por una intuición que ponga “aquello que a la
comprensión le falta”.
Reflexiones
sobre la libertad, la verdad, la felicidad, la dignidad, la moral, la Historia,
la política, la filosofía, la literatura –con osadías metaliterarias como la
inclusión en el texto de dos críticas sobre la propia novela- y sobre todo la
psicología (“que quiso ser ciencia y sólo es una mantenida”) cuajan una novela
que aspira nada más y nada menos que a “El relato total” –título de la obra que
crea Ruta-, pero no aquel, como se apunta en el libro, que pretende abarcarlo
todo, sino que tiene un fin moral: el que logra liberar al que lo lea de toda
servidumbre, entendiendo la conquista de la libertad como el definitivo logro
de no hacer lo que uno no quiere hacer.
Con
esta novela Alfredo HG culmina una trilogía –tal vez enmarcada dentro de la
llamada “Escuela de la dificultad”- que, sirviéndose de la ironía como
herramienta de aproximación al mundo que pretende criticar, ha logrado el
ambicioso propósito que en su día seguramente proyectó su autor. Aquel que, a
mi parecer, tiene que ver con el radical cuestionamiento de una literatura cada
vez más hundida en la molicie, tratando de salvar, de paso, a un escritor
atrapado en la paradoja de ser “hijo del mismo tiempo que quiere destruir”.